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El discreto desencanto con la democracia

Fuentes: Rebelión

El martes 10 de septiembre (madrugada del 11), a través de un proceso que, a pesar de haber cumplido con todas las formalidades legales que se demandan para dar cauce a una modificación constitucional, no dejó de ser desaseado —y en algunos casos cuestionablemente pragmático—, el pleno del Senado de la República aprobó, con 86 votos a favor, la Reforma Constitucional del Poder Judicial de la Federación. Con ello, el trámite, que tuvo como Cámara de Origen a la de Diputados y Diputadas, vía una iniciativa presidencial, pasará a ser evaluado por las legislaturas locales para que, con la anuencia de la mayoría simple de las treinta y dos, los cambios puedan ser promulgados y entrar en vigor.

Como pocas, esta reforma ha generado un intenso debate público que ha ido desde la defensa a ultranza del modelo de sistema judicial federal que López Obrador busca heredar al país hasta su demonización a priori, sin que entre ambos extremos medien posturas lo suficientemente plurales, serias y meditadas como para matizar y dimensionar en sus justas proporciones las motivaciones, los efectos y las consecuencias de dicha decisión. Y lo cierto es que no es para menos: históricamente, el Poder Judicial de la Federación (PJF) es el que menos ha sido reformado y/o reestructurado de los tres que constituyen al Estado mexicano. Lo cual, en los hechos, se ha traducido en la idea de que su normalidad operativa y su buen y correcto funcionamiento dependen de que ninguno de los otros dos poderes de la Unión se meta con él. Los más osados defensores de este statu quo, a lo mucho, quizá se atrevan a aceptar que, si ha de ser alterado estructural y orgánicamente, dicha tarea deba quedar en manos del propio PJF y no ser responsabilidad de entes externos.

Pero incluso entonces, la sola idea de tener que atravesar por un cambio en la forma en la que históricamente ha funcionado este poder resulta, para mucha gente, fuente de angustias, de temores y de incertidumbres. De ahí que no sorprenda que, a menudo, se opte por aceptar que es mejor vivir con lo que se tiene hoy (por deficiente que sea) a tener que arriesgarse a ensayar una alternativa. Por si ello no fuese poca cosa, para agravar aún más la situación, lo que hoy se pretende conseguir en México con esta reforma es un ejercicio inédito en todo el mundo: no, por supuesto, porque no existan casos actuales en los que algunos de los puntos más controversiales de la reforma sean parte de otros sistemas judiciales nacionales (como la elección de jueces en Estados Unidos, por ejemplo) o porque en la historia de la humanidad no se haya experimentado, nunca, algo similar a un poder judicial electo popularmente (lo cual es falso, pues tribunales populares, democráticos y anclados en lógicas fiduciarias existieron dentro y fuera de Occidente en diversos momentos del pasado, antes de que el capitalismo los eliminara por representar un peligro para su lógica de reproducción). Sino que lo es porque los pocos casos contemporáneos en los que se pretendió concretar una transformación similar a la que hoy se pretende conseguir en México estuvieron acompañados por procesos nacionales y populares de refundación constitucional de la totalidad del Estado y no sólo de una de sus ramas (Bolivia, Ecuador y Venezuela son los casos más próximos).

Ambas cosas, pues: el que lleváramos décadas sin una reforma constitucional de este calado [y las modificaciones sectoriales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en los años noventa no son equivalentes a la reforma actual], por un lado; y el que no se cuente con referentes empíricos suficientes y adecuados en el presente para dilucidar lo que podría ser el destino del cambio judicial en México, por el otro; son dos grandes factores que, a lo largo de los últimos meses, persistentemente han contribuido a enrarecer el ambiente y a causar crisis generalizadas de incertidumbre entre propios y extraños. Tanto, que en el debate público nacional y en el grueso de las agendas de los medios de comunicación ya se han vuelto sentidos comunes múltiples y diversas mentiras, verdades a medias o imprecisiones sobre la letra de lo aprobado en ambas Cámaras del Congreso. Algunos de ellos, los más vulgares, como que:

  1. ahora se tiene que votar por todos los puestos que componen al PJF (más de 53 mil plazas) cuando a la letra sólo se aprobó la votación popular para entre dos mil y cinco mil cargos, los de la élite judicial: Ministras y Ministros de la SCJN, Magistradas y Magistrados de las Salas Superior y Regionales del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), Magistradas y Magistrados del Tribunal de Justicia Judicial, Magistradas y Magistrados de Circuito y Jueces y Juezas de Distrito (Art. 96);
  2. o que cualquier persona sin estudios en derecho podrá aspirar a ser Juez o Jueza, Magistrado o Magistrada, Ministro o Ministra, cuando en realidad se exige, además de la ciudadanía, contar con título de licenciatura en derecho con promedio general de 8.0 en la carrera, maestría y/o doctorado, y de 9.0 en las materias relativas a la especialización profesional del cargo al que se aspire; contar con tres años de experiencia profesional especializada en caso de postular para una Magistratura y demostrar buena reputación; (Art. 97);
  3. o que se eliminará el sistema de Carrera Judicial (equivalente al Servicio Civil de Carrera, que regula el ingreso, permanencia y promoción de parte de la planta laboral), cuando en la nueva letra de la Constitución se expresa que será el órgano de administración de justicia judicial el responsable de la administración y la carrera judicial de este poder (Art. 100) y que dicho sistema se ajustará a la regulación establecida en las disposiciones aplicables (Art. 97); disposiciones, dicho sea de paso, que aún se tienen que legislar, pues corresponden a las Leyes Reglamentarias que surgirían de la aprobación por las legislaturas locales del nuevo articulado constitucional.

Aunado a lo anterior, una preocupación que hoy parece sentirse a flor de piel entre muchos sectores de la sociedad tiene que ver expresamente con la creencia de que someter a votación popular a un puñado de plazas laborales dentro del PJF (la élite del Poder Judicial de la Federación y, por extensión, las de las élites de los sistemas locales) es la antesala de un Estado y de un régimen político dictatorial, con el único propósito de concentrar el poder en la titularidad del Ejecutivo Federal (es decir, en manos del presidente o presidenta en turno de la República).

Aquí, aparte del evidente desconocimiento que se tiene sobre los rasgos que históricamente han definido a las dictaduras que se han experimentado a lo largo y ancho de América y de Occidente (en última instancia, del mundo) lo que parece no terminarse de comprender es que, en el peor de los casos, una de las consecuencias políticas más plausibles de la reforma aprobada al PJF es precisamente la contraria; esto es, la posibilidad de que Ministras y Ministros de la SCJN, Magistradas y Magistrados de las Salas Superior y Regionales del TEPJF, Magistradas y Magistrados del Tribunal de Justicia Judicial, Magistradas y Magistrados de Circuito y Jueces y Juezas de Distrito se conviertan en nuevas figuras de caudillaje, a la manera en que lo solían ser las personas encargadas de la procuración y de la impartición de justicia en el México previo a la Revolución y aún en los años inmediatamente posteriores a dicha guerra.

Y es que, en efecto, en lo que parece no estarse reparando dentro del acalorado debate público nacional es en el hecho de que, al nombrar a estos cargos a través de procesos electorales, la legitimidad con la que llegarían sus titulares por haber obtenido el triunfo en las urnas volvería sustancialmente más complicada la posibilidad de que, ante un mediocre, corrupto o ilegal desempeño por su parte, no se cuente ni con el argumento de autoridad, ni con la legitimidad popular ni con la capacidad política (y moral) para destituirles de su cargo; máxime cuando los mecanismos de destitución por incompetencia, corrupción o comisión de delitos, en la reforma constitucional aprobada, brillan por su ausencia. (Distinto habría sido que la reforma se hubiese amparado en la vieja lógica fiduciaria de los cargos y hubiese contemplado mecanismos de revocación de mandato; algo que, aunque ahora no existe en la nueva redacción constitucional, sin embargo, se podría regular en las Leyes Reglamentarias).

De cualquier modo, aún si este escenario de proliferación de figuras políticas locales y regionales fuertes (capaces de competir con profesionales históricos de la política; y hasta de superarlos en popularidad, en la medida en la que tengan en sus manos la impartición de justicia) no sucediera, lo que tampoco se tiene que obviar (o peor: ignorar) es que, aunque ahora mismo sea el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) la fuerza dominante en los poderes Ejecutivo y Legislativo federales, hacia los años por venir, nada garantiza que ello siga siendo así: la derecha podría gestar un golpe de Estado, como los que ha acostumbrado a gestar en toda América cuando se le despoja del control del Poder Judicial (siempre con la venia de Estados Unidos); podría salir de la lastimera y patética fase histórica en la que se encuentra y reestructurarse orgánicamente; podría arrancar concesiones al oficialismo a cambio de apoyarlo en otras de sus prioridades o, en fin, recurrir a un universo de alternativas para cambiar la correlación de fuerzas hoy existente y favorable a MORENA; aprovechándose, así, en su favor, lo reformado por la 4T.

En escenarios así, sin ir muy lejos (y teniendo siempre como referencia experiencias históricas de México y del resto de América), la propuesta de reforma judicial de López Obrador sería, por decirlo suave, uno de los más difíciles obstáculos que tendría que superar nuevamente la izquierda para volver a constituirse en gobierno y ejercer la dirección del Estado mexicano tras una eventual derrota electoral.

En el fondo de la discusión que este tema ha propiciado entre las masas, por eso, lo que no deja de sorprender y de preocupar es el manido argumento que insiste en concebir al poder judicial nacional de cualquier Estado como uno que no debería de definir su funcionamiento en sociedad a partir de criterios democráticos y progresivamente democratizantes como los que sin chistar se dan por descontado que deben de primar en el actuar de las otras dos ramas: la Ejecutiva y la Legislativa. Y sorprende y preocupa porque, en el fondo, cuando se afirma que la justicia no debe obrar al amparo de procesos democráticos y democratizadores lo que se asume es que ésta debe ser, por defecto, antidemocrática y contra-mayoritaria. Y la pregunta es: ¿qué tipo de justicia es aquella que no tiene su fundamento en la constitución democrática de su organización y que no se orienta normativamente por un sentido de responsabilidad social con las mayorías; que nunca son cualquier tipo de mayoría, porque en el capitalismo éstas son siempre objeto de regímenes insoportables de dominación, de explotación y de marginación?

Y es que, ¿no es acaso la garantía de un aborto libre, seguro y gratuito una decisión jurídica que es justa porque responde a una exigencia popular cuyo objetivo es democratizar los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres?, y la garantía que concede protección a las comunidades campesinas e indígenas frente al despojo de sus tierras por los grandes capitales y ante la posibilidad de que el Estado les invisibilice, ¿no es acaso un reclamo democrático? ¿Y qué decir de los derechos laborales que recientemente se volvieron a conquistar para las clases trabajadoras del país?, ¿sus incrementos salariales, sus renovadas prerrogativas laborales no son una forma de democratizar el reparto de la riqueza en el marco del capitalismo contemporáneo?

Una visión pobre (a veces también ignorante) del rol político que juegan en nuestras sociedades los sistemas judiciales (vía la interpretación de las normas en las que basan su actuar cotidiano) en los últimos meses ha tendido a acusar que la reforma obradorista al PJF lo único que consigue es someter a esta rama del Estado mexicano a presiones y exigencias que antes no tenía, porque ahora sus integrantes deberán de responder a sus electores al momento de emitir sus sentencias, si es que buscan en algún momento su reelección para el cargo o avanzar en el escalafón. Pero lo que no se termina de apreciar aquí, en la forma en la que actualmente opera el Poder Judicial Federal es que, cada avance que se ha tenido en materia, por ejemplo, de derechos humanos (de cualquier generación) no se ha dado ni única ni exclusivamente ni en principio por la buena voluntad de las personas que interpretan las leyes y la Constitución sino que, antes bien, cada uno de esos nuevos y viejos derechos consagrados en el Estado de derecho mexicano ha sido producto de una conquista social; esto es, de un proceso de presiones, de manifestaciones, de marchas, de protestas sociales, populares, obreras y campesinas que exigieron una interpretación de la ley y de la Constitución más democrática y justa con las mayorías.

¿No es eso lo que sucede cuando las morras salen a las calles a demandar que se despenalice el aborto?, o cuando ellas mismas piden que se interprete la ley con perspectiva de género y que no se las revictimice en juzgados al ser objeto de violencias sexogenéricas ¿no es esa una presión política que persistentemente se manifiesta de manera masiva el 8 de marzo o el 25 de noviembre en el espacio público?, ¿y no fueron presiones democratizantes las masivas manifestaciones obreras que en el siglo XX consiguieron instaurar un Estado de Bienestar para las clases trabajadoras del país? ¿No fueron presiones democratizantes las que demandaron una interpretación de las normas jurídicas conducente, progresivamente, a la ampliación y profundización de derechos políticos que, en última instancia, terminaron por abrir los márgenes del autoritarismo posrevolucionario? ¿No han sido presiones políticas, democratizadoras, democráticas y democratizantes, las que históricamente han arrancado a los sistemas judiciales de cada Estado, en Occidente, derechos y garantías elementales con pretensión de universalidad?

Demonizar, a priori, todo recurso de democratización del PJF en México, pensando en que ahora mismo su funcionamiento es neutral, imparcial y objetivo; y aseverar la posibilidad de que una mayor democratización de su constitución orgánica pueda convertirse en un inevitable preludio dictatorial, porque facilita la entrada a sus entrañas de fuerzas hasta ahora conjuradas; debería de conducir a la sociedad mexicana cuestionarse en serio si estaría dispuesta a aceptar que los otros dos poderes del Estado mexicano se mantuviesen, también, al margen de las exigencias de las mayorías explotadas, dominadas y marginadas, con tal de garantizar que el legislativo legisle de manera supuestamente objetiva, neutral e imparcial, sin prestar atención a lo que el pueblo demanda; y de que el ejecutivo ejecutase sus políticas públicas y su programa de gobierno sin prestar atención a las necesidades de sus gobernados. Después de todo, ¿no es verdad que los argumentos que condenan la democratización del poder judicial pueden ser utilizados del mismo modo para condenar la de los otros dos poderes del Estado?

A la reforma constitucional del PJF en curso se le pueden criticar muchas cosas (y quien escribe estas líneas, en particular, guarda reservas de varios aspectos que pudieran ser perniciosos en el mediano y largo plazos de su entrada en vigor). Sin embargo, en relación con la abjuración de las alternativas que buscan su democratización, lo que resulta peligroso es que, así, expresados en abstracto como hasta ahora han sido esgrimidos estos argumentos antidemocratizadores por parte de opositores al obradorismo, en el fondo, son reveladores de un discreto desencanto con la democracia, en general, que, en última instancia, demuestra la irreducible disposición que tienen a aceptar regímenes autoritarios y elitarios en poderes nacionales que son todo, menos políticamente neutrales, objetivos e imparciales.

Ricardo Orozco. Internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México.

Fuente: https://razonypolitica.org/2024/09/12/el-discreto-desencanto-con-la-democracia/

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