Las próximas elecciones en Bolivia se celebrarán en un contexto de profunda crisis política, económica y social. El país enfrenta una de las coyunturas más complejas desde el inicio del proceso de cambio, y lo hace con un escenario de fragmentación que amenaza con debilitar los avances conquistados por los movimientos populares e indígenas en las últimas décadas.
Uno de los principales factores de preocupación es la dispersión del voto progresista, provocada por la fractura del bloque popular de izquierda. Esta división no solo pone en riesgo la continuidad del proceso de cambio, sino que debilita la capacidad del campo popular de articular una respuesta unificada ante el avance de las fuerzas conservadoras. Lamentablemente, el debate dentro de este bloque se ha centrado más en disputas por el liderazgo que en la construcción colectiva de un programa transformador y coherente con las aspiraciones del pueblo boliviano.
El presidente Luis Arce ha cometido un grave error estratégico: creer que arrebatándole la sigla del MAS-IPSP a Evo Morales lograría mantener la hegemonía de la izquierda. El resultado ha sido quedarse con una cáscara vacía, sostenida principalmente por una burocracia estatal que lo sigue más por preservar sus cargos que por convicción política. Su candidato, Eduardo del Castillo, no representa ni simbólicamente ni en la práctica una alternativa de izquierda, ni responde a los anhelos históricos del pueblo que luchó por un cambio estructural en Bolivia.
El daño que ha provocado Arce no es menor. A su pobre desempeño como presidente —marcado por la falta de dirección política, la desmovilización social y el desgaste del aparato estatal— se suma el profundo quiebre que ha propiciado en el movimiento popular. En lugar de fortalecer la unidad, ha contribuido activamente a su descomposición.
Por otro lado, Andrónico Rodríguez emergía como una figura con proyección, respaldado por Evo Morales y por sectores del movimiento social. No obstante, su apresurada candidatura ha terminado por ahondar aún más la fractura del bloque. Su postulación solo podría ser vista como una salida viable si contara con el aval de las organizaciones sociales agrupadas en el Pacto de Unidad y si fuera parte de una estrategia de unidad popular. Para ello, resulta indispensable un reencuentro con Evo Morales.
Mal que les pese a muchos, Morales sigue siendo el principal referente del campo popular y de la izquierda boliviana. Su capacidad de movilización, como demostró en su última convocatoria, es inigualable. A pesar del constante ataque del gobierno y de la oposición, del daño sistemático a su imagen pública, de haber sido proscrito e inhabilitado, Evo mantiene un vínculo profundo con los sectores populares que ven en él una representación auténtica de sus intereses y luchas. Negarle el derecho a participar como candidato, como intentan hacer sus adversarios de todo el espectro ideológico, no es un ataque solo contra él, sino contra millones de bolivianos y bolivianas que se identifican con su liderazgo. Un proceso electoral del cual sea excluido será, inevitablemente, débil y carente de legitimidad. Si se pretende que no vuelva a la presidencia, que se le derrote en las urnas, no desde la proscripción.
En este panorama sombrío, marcado además por candidaturas intrascendentes como la de la alcaldesa de El Alto, Eva Copa, que resta más de lo que suma, la derecha se muestra incapaz de articular una propuesta seria, innovadora o unitaria. Lo único positivo, si algo se puede rescatar, es precisamente esta incapacidad. Vuelven los mismos nombres del pasado que Bolivia ya derrotó: Samuel Doria Medina, privatizador empedernido y símbolo del oportunismo político; Tuto Quiroga, hijo de la oligarquía y representante del neoliberalismo más salvaje; Manfred Reyes Villa, con un pasado de vínculos oscuros con regímenes autoritarios y una gestión municipal en Cochabamba cuando menos cuestionable; Rodrigo Paz, cuyo único mérito es llevar el apellido de su padre, uno de los políticos más decepcionantes y corruptos del periodo democrático; y finalmente, Jaime Dunn, un imitador de Milei cuya retórica libertaria debería espantar a cualquiera que observe el desastre que el original está provocando en Argentina.
Ante todo esto, lo urgente y necesario es que la izquierda, los movimientos sociales, indígenas y populares retomen el camino de la unidad. No se trata simplemente de volver al pasado, sino de construir un nuevo programa político que supere los límites del proceso de cambio tal como se formuló hace dos décadas. Un programa de ruptura con el capitalismo dependiente y el extractivismo depredador, que apueste por una economía social, popular, feminista y comunitaria, basada en la justicia, la diversidad y la soberanía.
Esta unidad debe implicar no solo una reconciliación entre Evo y Andrónico, sino un proceso genuino de democratización interna que devuelva a las bases —a las organizaciones sociales y comunitarias— el derecho a elegir a sus candidatos y candidatas, incluido quien aspire a la presidencia. Solo así se podrá recuperar el horizonte transformador que hizo del proceso de cambio una esperanza continental.
Escribo estas palabras desde el dolor y la preocupación. Desde la responsabilidad de quien no puede callar ante el deterioro de un proceso que costó vidas, sudor y sangre. Escribo porque siento la obligación de tomar partido, no por personas sino por convicciones. Porque siempre estaré del lado de los pueblos, de la descolonización, y de la construcción de una sociedad que supere al capitalismo y haga realidad un socialismo verdaderamente comunitario.
René Behoteguy Chávez. Boliviano residente en Euskal Herria y miembro del Colectivo de Migrantes Tinkuy.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.