Gozar la servidumbre, disputar el código
De tanto en tanto, irrumpen textos que, sin anunciarlo, abren brechas en las certezas heredadassobre el capitalismo en particular a lo largo de su historia. Me interesan en particular los que examinan analogías y diferencias con las tesis fundamentales de Marx. Celebro todo revisionismo, como oxigenación del pensamiento, aunque sus diagnósticos no siempre resulten compartibles. El libro de Yanis Varoufakis, “Tecnofeudalismo”, viene cobrando difusión y generando consecuente polémica inscripto en esta actitud intelectual que se remonta, sin ánimo de exhaustividad, por ejemplo, a la teoría del imperialismo con Lenin, Bujarin, Luxemburg y Hilferding en las primeras décadas del siglo pasado. O los que tomaron un impulso vigoroso en el último cuarto con la crisis del modelo fordista industrial (Mandel, Aglietta, Braverman, Castells) y ya entrado este siglo (Negri, Holloway, Lessig, Vercellone, Fuchs, Piketty, etc). Tampoco es necesariamente novedosa la apelación a un modo de producción pretérito para el análisis de ciertos períodos históricos como en la historiografía de la colonización de América Latina y su carácter feudal, capitalista o incluso esclavista en la década del ´70 (Bagú, Gunder Frank, Puigrós, Gorender).
La provocación teórica
El economista griego no abandona la lectura de Marx: la interroga, la provoca, la empuja fuera de sus certezas. Su crítica no proviene de la vereda opuesta, sino del centro mismo de su arquitectura teórica. Como quien habita una casa antigua con cimientos firmes pero con goteras y descascaramientos, se rehúsa a demolerla, pero exige remodelaciones urgentes. Subraya que, si el mundo ha cambiado, también deben cambiar las categorías que usamos para interpretarlo. Muy simplificadamente, la hipótesis central del libro sostiene que no estamos ante un capitalismo mutado sino ante un nuevo régimen feudal tecnológico. Por ejemplo con la categoría de clase social, ya que en el tecnofeudalismo, el poder no se organizaría únicamente a partir de la propiedad de los medios de producción, sino del acceso privilegiado a los flujos de datos y a la infraestructura digital. Ya no sería el capitalista industrial quien domina, sino el señor digital que posee una nueva territorialidad cuyo mapa dibujan, las interfaces, la nube, el canal de circulación. La figura del explotador no desaparece, pero muta, se difumina, se codea con el programador, el diseñador, el ingeniero. Esto implica una reconfiguración de la estructura de clases: desestabiliza la centralidad del trabajo asalariado como núcleo de la creación de valor. Si Marx reveló que la plusvalía emergía del tiempo de trabajo no remunerado, el tecnofeudalismo -dice Varoufakis- ha generado una forma de extracción que no necesita salario, ni jornada laboral, ni fábrica. La plusvalía ha sido reemplazada por renta de acceso. Y el sujeto explotado ya no es solo el obrero, sino el usuario, el consumidor, el perfil digital, lo que lo lleva a radicalizar la crítica al propio concepto de capitalismo. No como sistema abolido, sino como abstracción teórica insuficiente. Para él, seguir llamando “capitalismo” a este orden es un acto de nostalgia miope. Las reglas del capitalismo han sido substituidas por una lógica rentista, cerrada, monopolista y predatoria. Lo que define este nuevo orden no es la acumulación de capital, sino la captura de territorios digitales desde los cuales se extrae renta. Varoufakis no se conforma con adjetivar al capitalismo (de plataforma, cognitivo, de vigilancia, informacional, etc); lo considera una piel vieja que ya no cubre el cuerpo mutado del presente. Sin negar la continuidad, se está produciendo un salto cualitativo: la desaparición del mercado como lugar de regulación y el regreso de relaciones serviles, mediadas por la tecnología pero similares en su lógica de dependencia, control y acceso desigual. En lo que tiene de desacralizante es de agradecer, tanto como las bisagras con tesis antecesoras. El conflicto ya no solo se explica por los medios de producción, sino de conexión, donde la explotación no es solo laboral, sino existencial. Subraya que la alienación ya no proviene del trabajo forzado, sino del goce impuesto. Y que la emancipación no puede pensarse sin disputar la arquitectura digital del mundo. Su potencia es la de un pensamiento en movimiento, más que un manifiesto. Su llamado no es a recuperar nostálgicamente a la clase obrera, ni la fortaleza del Estado sino el intento de imaginar formas de organización popular que recuperen el control del código, la red, la nube, producto mucho más de alianzas entre el saber técnico y la conciencia política: los artesanos del algoritmo, hackers del deseo, comuneros del dato.
Recordemos que el feudalismo fue un modo de producción donde el poder se enclavaba en la tierra y en la carne de quienes la habitaban. Su eje no giraba en torno al salario ni al contrato, sino al vasallaje y la dependencia personal. El señor no sólo poseía la tierra, sino también el derecho consuetudinario a la vida ajena: administraba justicia, impartía castigos, decidía sobre el cuerpo y el destino de los siervos. La economía no conocía aún el vértigo del mercado: era agraria, cerrada, autárquica, atada a los ciclos naturales y al tributo que el campesino debía entregar -en especie, en trabajo o en sumisión- a cambio del derecho a subsistir. No había movilidad, sino herencia; no había competencia, sino linaje. Las relaciones de producción eran, en el fondo, relaciones de dominación extraeconómica: el tiempo del otro no se compraba, se exigía; el cuerpo del otro no se contrataba, se retenía. Así se configuraba una estructura que reproducía, una y otra vez, la eternidad de la desigualdad como paisaje natural.
Varoufakis no es un economista de laboratorio, sino un actor dispuesto a encarar el drama político en primera persona. En el convulsionado julio de 2015, como ministro de Finanzas del gobierno de Syriza, protagonizó una pulseada histórica con “la Troika” (BCE, FMI y Comisión europea), enfrentando el chantaje de la deuda con una propuesta que él mismo llamó “desobediencia constructiva”. El pueblo griego apoyó su postura con un rotundo “NO” en el referéndum, pero la épica pronto se tornó desamparo: Alexis Tsipras cedió ante las presiones externas, desoyendo la voluntad popular. Varoufakis renunció con la dignidad amarga de quien no pacta con la derrota. Dediqué entonces algunos artículos a aquella nueva versión de la tragedia griega. La experiencia dejó una marca indeleble: comprender que la resistencia no puede limitarse a los confines de un Estado nacional asediado. Así nació DiEM25, su movimiento paneuropeo que propone reconstruir la democracia desde abajo, más allá de las fronteras, enfrentando al poder financiero con una nueva imaginación política.
El crepúsculo del capital y el ascenso de los señores digitales
Algunos mueren como reyes sin súbditos, envueltos en las galas rancias de un poder ya inexistente. Agonizan largamente, aferrados a las categorías con las que antaño describieron el mundo. Para el autor, tal sería el caso del capitalismo, ese cadáver ilustre que se atreve a declarar definitivamente exánime, no con júbilo revolucionario ni profecía mesiánica, sino con la serenidad lúgubre del médico que ha constatado la ausencia de signos vitales. Pero lo que sigue a esta muerte no es la liberación, sino el alumbramiento de una criatura aún más temible: el “tecnofeudalismo”, un orden donde las viejas cadenas fabriles han sido sustituidas por ataduras invisibles, hechas de datos, interfaces y protocolos.
Estas nuevas relaciones sociales de producción, no se construyen ya sobre la posesión de medios materiales de producción, sino sobre la apropiación de las infraestructuras digitales que median toda forma de vida. Lo que Marx identificaba como “capitalistas” -inversionistas, industriales, banqueros- ha sido desplazado por una casta aún más etérea y omnisciente: los señores de la nube, feudales modernos que no necesitan poseer obreros ni fabricar mercancías. Les basta con poseer las rutas, los portales, las plataformas, los lenguajes de programación que nos traducen el mundo. Es el retorno del señorío, pero pixelado, global, ubicuo. No hacen negocios: imponen condiciones. No comercian: gravan cada tránsito con una renta de acceso.
El capitalismo clásico encontraba su dinamismo en la tensión entre capital y trabajo, en la lucha por la apropiación de la plusvalía. Aquí, en cambio, no hay lucha ni negociación: hay captura. El trabajador asalariado ya no es la única figura de la explotación. Ahora somos también usuarios, perfiles, rastros digitales. Cada gesto cotidiano, una búsqueda, un “me gusta”, una ruta trazada por GPS, alimenta a un sistema que monetiza nuestras decisiones antes incluso de que las hayamos tomado. La fábrica ha sido reemplazada por la interfaz; el salario, por el consentimiento implícito; el esfuerzo, por la apetecible atención.
En este escenario, el mercado, ese espacio idealizado de intersección entre oferta y demanda, ha sido abolido de facto. No hay competencia en el reino del código cerrado. Las grandes plataformas no rivalizan por eficiencia, sino que colonizan territorios digitales que gestionan como propiedades feudales. Google, Amazon, Meta, Apple ya no son empresas: son señoríos computacionales. Custodian sus propios ecosistemas, con reglas privativas, monedas propias, tribunales internos. La razón de la apertura ha sido suplantada por la de la clausura programada.
La lógica del tecnofeudalismo es la de la asimetría absoluta: unos pocos diseñan el mundo que todos habitan. Varoufakis insiste: estamos frente a algo que no prolonga al capitalismo sino que lo desmiente: una negación histórica, no una actualización. Aquel régimen donde el valor se generaba en el trabajo humano y circulaba por mercados relativamente libres ha sido suplantado por otro donde el valor se extrae por el monopolio del acceso y el control de los flujos de información. El capitalismo de vigilancia no es un estadio más: es otra cosa. Quienes insisten en adjetivar el capitalismo -de plataforma, cognitivo, informacional-, para Varoufakis, practican un negacionismo nostálgico.
Este nuevo orden no sólo redefine la economía: reconfigura la subjetividad. Si el viejo proletario se sabía explotado por su patronal, el usuario tecnofeudal se cree libre mientras pasea gozoso por las mazmorras de su propio encierro. Se entrega voluntariamente a su vasallaje. Se autoproduce como mercancía. Goza su servidumbre. La alienación ya no nace del trabajo forzado, sino del placer codificado. La jornada laboral no termina con el reloj: continúa en la cama, en el ocio, en los sueños monitorizados. La red devora no sólo el tiempo de trabajo, sino la vida entera.
Frente a esto, Varoufakis no se repliega en la nostalgia industrialista ni propone una reedición de la estatización clásica. Por el contrario, su propuesta apunta hacia una reapropiación democrática del código, una suerte de comunalismo digital donde la infraestructura tecnológica sea gobernada colectivamente. Se trata menos de prohibir plataformas que de descolonizarlas; menos de clausurar la innovación que de disputar sus fines. Su sujeto político no es el obrero fordista, sino el hacker ético, el artesano del algoritmo, la comunidad informada capaz de romper los cercos del feudo y reconstruir un “bien común” digital.
Hay en su pensamiento una veta libertaria -si pudiéramos continuar usando tal adjetivo después de la apropiación lumpen-política de Milei en Argentina -que se cruza con la tradición marxista sin rendirse a ella. Respeta a Marx, pero no lo canoniza. Toma su impulso crítico, pero lo fuerza a responder nuevas preguntas. Si el capital ya no manda, si el trabajo asalariado ya no es el centro de la economía, si el mercado ha dejado de existir, ¿cómo seguir pensando con las mismas herramientas del siglo XIX? Varoufakis no quiere matar al marxismo sino desnudarlo de solemnidades para empujarlo a mutar. Quizás su gesto más radical sea ese: Más que inventar una nueva doctrina, impulsa al pensamiento crítico a volver a moverse, a recuperar su potencia subversiva.
Así, el tecnofeudalismo se presenta no sólo como un concepto analítico, sino como una interpelación ética. Nos obliga a preguntarnos quién diseña el mundo que habitamos, bajo qué lógicas de poder se organiza el deseo, y si aún hay margen para la insubordinación. La explotación ya no se impone por la violencia visible, sino por la arquitectura misma del entorno digital. La emancipación no vendrá de la toma del Palacio de Invierno, sino de la ocupación simbólica del ciberespacio, de la imaginación política que reinvente qué es compartir, trabajar, decidir y gozar en común.
Varoufakis, al diagnosticar este nuevo orden, no decreta su inevitabilidad. Su escritura es también una forma de resistencia. No como consigna, sino como pensamiento en movimiento. Frente a la servidumbre algorítmica, propone una insurrección epistémica. Frente al encierro digital, una poética de los comunes. Frente al reinado de los nuevos señores, el recuerdo obstinado de que hasta los imperios más invisibles se derrumban cuando encuentran palabras que los delatan, construcciones teóricas que lo desenmascaren y cuerpos que no se arrodillan.
Ecos de la crítica: interpelaciones al tecnofeudalismo
Toda tesis ambiciosa convoca, como un relámpago sobre cielo despejado, una tormenta de objeciones. La de Varoufakis no es la excepción. Su apuesta por designar al orden vigente como tecnofeudalismo ha provocado no solo interés renovado en el diagnóstico de época, sino también una pluralidad de resistencias teóricas, provenientes de geografías doctrinarias diversas, que van desde el marxismo ortodoxo hasta la tecnocracia liberal, pasando por la crítica decolonial, el autonomismo y la economía política clásica. No es solo una cuestión de taxonomía: nombrar el presente implica interpretarlo, y en esa interpretación se juega el campo de las estrategias políticas por venir.
Desde marxismos menos rupturistas, las críticas se agrupan en torno a una acusación central: la de deshistorizar el capitalismo y oscurecer sus dinámicas internas. ¿Acaso no sigue existiendo la acumulación de capital? ¿No sigue el trabajo vivo siendo exprimido, aunque en formas más sofisticadas, por el capital fijo? ¿No se manifiestan con brutal evidencia las relaciones de clase en las huelgas de Amazon, en la uberización del trabajo, en la precarización globalizada? (Harvey y Wood). Desde esta perspectiva, el tecnofeudalismo no sería más que una nueva máscara del mismo dios, un travestismo conceptual que corre el riesgo de disolver la categoría de clase, debilitando el antagonismo fundante del sistema. La crítica, entonces, no niega la novedad de las formas digitales, pero impugna su capacidad de erigir un modo de producción radicalmente distinto. Las plataformas no serían señores feudales, sino capas renovadas del capital, envueltas en neblinas algorítmicas.
Una segunda línea crítica proviene del campo de la economía política descriptiva (Brenner y Streeck) que objeta la falta de delimitación empírica precisa del concepto. ¿Qué lo diferencia estructuralmente del capitalismo de vigilancia o de plataforma? ¿Qué relaciones de producción, qué formas jurídicas, qué regímenes de acumulación lo definen? Pareciera que Varoufakis usa la metáfora feudal de forma más estética que analítica, llegando a oscurecer más de lo que revela. Para estos críticos, hablar de tecnofeudalismo podría inducir a error: no hay siervos adscritos a la tierra, no hay diezmo, no hay vasallaje jurídico. La lógica sigue siendo la del mercado, aunque distorsionada, y los Estados siguen jugando roles fundamentales en la reproducción del sistema. En suma: se trataría de un hipérbole estilística, poderosa para agitar conciencias, pero débil como categoría teórica de la historiografía.
Desde el pensamiento decolonial y la teoría de la dependencia, las críticas se desplazan hacia el eje geopolítico. ¿Es el tecnofeudalismo un fenómeno global o se restringe a los centros del capitalismo digital? ¿Qué lugar ocupan los países periféricos, aquellos donde la explotación no es algorítmica, sino directamente física, violenta, extractiva? Aquí, la tesis de Varoufakis parece eurocéntrica (Marini y Quijano). Ignora -o subestima- que en vastas regiones del mundo el capital sigue operando a la vieja usanza: desposesión, saqueo de recursos, superexplotación de trabajo, avasallamiento de comunidades originarias. No hay señoríos digitales en los campos de litio de Bolivia ni en las minas de coltán del Congo. Tampoco entre las ruinas de Gaza, sino solo tierra arrasada y colonización. Allí, el feudo no es un algoritmo, sino una retroexcavadora custodiada por paramilitares o un ejército de ocupación. Para estos críticos, el tecnofeudalismo sería una suerte de narrativa del norte, incapaz de captar las formas combinadas y desiguales del capital en su despliegue global.
Tampoco faltan impugnaciones desde otros interiores de los marxismos como el autonomismo italiano, que si bien reconocen la mutación tecnológica del capital, no adhieren a la idea de ruptura de modo de producción (Negri-Hardt y Lazzarato). Para ellos, las transformaciones digitales no fundan un nuevo régimen feudal, sino intensifican el carácter biopolítico del capitalismo: la producción ya no se limita a bienes, sino que se extiende a la subjetividad, al deseo, al lenguaje, al cuerpo. Más que feudalismo, lo que habría es una expansión ilimitada del capital sobre todos los planos de la vida. La subsunción real ya no es solo del trabajo, sino de la existencia. Varoufakis sería, entonces, excesivamente taxonómico, atrapado en la lógica de las categorías históricas, cuando lo que se requiere es una crítica de la productividad ontológica del capital.
Incluso desde el liberalismo progresista, hay quienes levantan objeciones. No tanto por desacuerdo con el diagnóstico de poder concentrado, sino por la forma en que Varoufakis parece restar toda posibilidad de innovación democrática al sector tecnológico. Las plataformas, dicen, no son por definición antidemocráticas: su gobernanza puede ser disputada, regulada, transformada (Mazzucato y Morozov). El feudalismo, en cambio, remite a una estructura cerrada, inmodificable, esencialmente regresiva. Hablar de tecnofeudalismo implicaría resignarse a un escenario sin salida. ¿Dónde queda entonces la política pública, la legislación antimonopolio, la soberanía digital? Para estos críticos, Varoufakis sobreactúa la distopía y reduce los márgenes de acción del presente. Su apocalipsis conceptual podría derivar en parálisis estratégica.
Pero quizás la crítica más sugestiva sea la que proviene de una zona menos disciplinada: la de la poesía política del presente, donde el lenguaje se mide no solo por su precisión, sino por su capacidad de movilizar, por su carácter performativo. Desde allí, algunos sugieren que el tecnofeudalismo es una imagen poderosa, pero que podría servir mejor como artefacto provocador que como esquema de análisis (Jameson, Byung-Chul Han). No se le pide contabilidad exacta ni rigor tipológico, sino chispa, agitación, insubordinación del sentido común. En esta lectura, la propuesta de Varoufakis se inscribe en la larga tradición herética del pensamiento crítico, que prefiere exagerar antes que consentir, gritar antes que susurrar. Se lo podría leer entonces como un gesto más literario que doctrinario, más situacionista que científico. Y, en ese gesto, reside quizás su mayor valor.
En definitiva, las críticas al tecnofeudalismo no deben leerse como refutaciones finales, sino como diálogos de frontera, tensiones productivas que empujan al pensamiento más allá de sus comodidades. Varoufakis no necesita tener razón en cada detalle para que su propuesta tenga fuerza. Basta con que nos incomode, que nos obligue a revisar nuestros mapas, que nos arrebate la certeza confortable de seguir llamando “capitalismo” a todo lo que oprime. En tiempos de domesticación semántica, inventar nuevas palabras es un acto de rebeldía. Y aunque el tecnofeudalismo no sea el nombre definitivo de nuestro presente, sin duda señala una grieta, una fisura por donde se cuela otra lectura posible del despiadado e infernal mundo que habitamos. Tal vez no se trate de si vivimos en un tecnofeudo, sino de si aún queda palabra para rebelarse y rediseñar el futuro.
Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).
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