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La semidictadura ya con nosotros

Fuentes: Rebelión

La crisis consiste justamente en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer, y en este terreno se verifican los fenómenos morbosos más diversos.

Antonio Gramsci.

Pasado y Presente.

Resulta probable que en un futuro no muy lejano los días finales de junio de 2025 sean referidos como los de consolidación del nuevo régimen político mexicano, el rasgo más definitorio de la proclamada Cuarta Transformación, que puede llegar a abarcar un periodo más o menos prolongado de la vida nacional: la semidictadura constitucional y partidaria.

En efecto, el cambio del régimen político fue anunciado desde los inicios del gobierno de López Obrador como una meta que no se sabía bien a bien si en el corto o mediano plazo; incluso llegó el político tabasqueño a hablar de su propia gestión como de una etapa de transición, ya que no alcanzaría a consolidar todos los propósitos que se planteaba sino lo harían los gobiernos que lo sucedieran. Durante varios años, empero, ese nuevo régimen no fue definido por su hacedor ni por sus voceros y prosélitos, ni asomaban sus términos más allá del visible reforzamiento del rancio y conocido presidencialismo de los tiempos juaristas, porfiristas y, sobre todo, de los del priismo.

Fue hasta el final del sexenio lopezobradorista que despuntó esa nueva forma de régimen con el anuncio en febrero de 2024 de las reformas constitucionales que, una vez llevadas a la práctica, han venido conformando el nuevo rostro del Estado mexicano: reforma judicial para capturar al tercer poder; eliminación o cooptación del sistema de contrapesos trabajosamente construido durante las recientes tres décadas con la conformación de organismos constitucionalmente autónomos; liquidación de instancias reguladoras también autónomas sin sujeción formal al Poder Ejecutivo; adecuación de la ley de Amparo y del Código Penal en materia de prisión preventiva oficiosa; Plena militarización de la Guardia Nacional con más atribuciones; una reforma política que aún no se concreta, pero que apunta a reducir drásticamente la presencia de los partidos opositores —y aun de los aliados— en las cámaras, congresos locales y ayuntamientos, además de reducir sus prerrogativas y tomar el completo control del INE y de los procesos electorales. Para alcanzar sus propósitos, antes de dejar el Palacio Nacional, López Obrador logró armar una artificiosa mayoría congresal calificada y dejar aprobada, en el último mes de su gestión la reforma que más le interesaba estratégicamente, la judicial.

Ahora, a menos de un año y medio de publicitadas esas reformas, se han materializado en su gran mayoría y en sus aspectos nucleares. Y con ello asoma ya el nuevo régimen que prevalecerá en el futuro inmediato. No es una dictadura, pero sí de autoritarismo recargado. No será inconstitucional, pero sí alejado de las prácticas más aceptadas en el contexto mundial como democráticas. No es una ruptura con el orden jurídico estatal, pero sí una ruptura del orden jurídico, al menos en aspectos medulares de derechos y libertades. No anula formalmente la división de poderes ni el federalismo, pero sí trastorna decisivamente el equilibrio de poderes en favor del Ejecutivo y el centralismo. No cancela el pluralismo y multipartidismo, pero les pone límites de hecho, y quizá de derecho. No sustituye el consenso ni la legitimidad popular por el uso de la fuerza, pero sí hace de la fuerza militar un factor cada vez más decisivo en la ecuación de poder. No erradica la disidencia por la coerción, pero la acalla con el acaparamiento hegemónico de los medios, la descalificación discursiva y la polarización excluyente. Se trata de lo que el análisis político contemporáneo ha conceptuado como un régimen híbrido, semidictatorial, burocrático-autoritario o simplemente autoritario.

Puede verse como una forma de transición a la inversa, que no conduce a la democracia representativa clásica (división de poderes, libertades y derechos ciudadanos, medios de difusión independientes, sistema competitivo de partidos, elecciones reales, etcétera), sino a modalidades de autoritarismo que se apoyan en procedimientos democráticos como los electorales, pero tendientes a la centralización del poder. Bajo diversas formas, los regímenes de esta naturaleza son populistas, capaces de movilizar en su apoyo a las masas procedentes de la subalternidad, pero crecientemente autoritarios en el nombre del “pueblo”.

En México ya vivimos un prolongado régimen bajo ese paradigma con el dominio del PRI, al que se ha dado un viraje de 360 grados con la instalación plena del Morena en los centros decisivos del poder. Sobre los cimientos dejados por ese leviatán, ogro filantrópico, en la versión de Paz, o dictadura perfecta en la de Vargas Llosa, se han levantado el primero y ahora segundo pisos de lo que pretenciosamente se quiere llamar “transformación”. En otras conceptualizaciones se le ha llamado también, con un juego de palabras, una dictablanda.

Pero hay diferencias. La semidictadura morenista no alcanza aún —y seguramente no lo alcanzará— el nivel de consenso, y por tanto de estabilidad, que revestía a su antecedente priista. No puede, como éste, ostentar un linaje revolucionario que justifique o dé lustre a su autoritarismo, con transformaciones verdaderamente trascendentes (reforma agraria, nacionalizaciones, Estado benefactor, desarrollismo) que el sistema diseñado por Andrés Manuel nunca podrá realizar. A diferencia del PNR-PRM-PRI, el Morena no sólo ha requerido para asentar su dominio de alianzas electorales y parlamentarias, incluso con entes tan repugnantes como el PES y el Partido Verde, sino también de una tramposa mayoría calificada en el Congreso que no se compadece con la votación que los ciudadanos realmente le dieron.

En términos de Gramsci, la llamada “Cuarta Transformación” es una revolución pasiva: un conjunto de reformas, no radicales ni realmente transformadoras, operadas desde arriba por el bloque en el poder para contener y mediatizar la potencial inconformidad de las clases subalternas y alejar la posibilidad de una verdadera revolución que llegue a desplazar a los grupos dominantes tanto en la estructura política como en la económica. Se corresponde con el conocido gatopardismo de la novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa: que algo cambie para que todo siga igual; y la forma populista del régimen se aviene bien con ese propósito.

En un golpe de audacia política, y sobre una cimentación en realidad inestable, en diez meses el nuevo régimen (tan similar al viejo) se ha lanzado a la transformación radical del sistema democrático-formal introduciendo la militarización de grandes trozos del gobierno civil, liquidando a la manera populista todo vestigio de división e independencia entre poderes, absorbiendo y anulando por el Ejecutivo la incipiente dispersión del poder que representaban los organismos autónomos (INAI, CRE, Cofece, IFT). En las reformas del reciente periodo extraordinario ha culminado (si es que no viene otra andanada) la absorción y control del poder por órganos del Ejecutivo no sólo de los tres poderes del Estado y los organismos dotados de autonomía sino sobre el pueblo llano, la sociedad civil. Se ha convertido a la Guardia Nacional en un segundo ministerio público, militar, pero con atribuciones para intervenir en asuntos civiles y en la investigación de delitos. Se incorpora de lleno a los militares al naciente Gabinete Nacional de Seguridad Pública. Se establece el mando único policiaco federal y estatal sin necesidad de convenios con los municipios, anulando en ese aspecto la autonomía municipal. Se ha establecido en la Ley General de Población la CURP con datos biométricos —fotografía, huellas dactilares— como cédula única de identidad obligatoria, que desplazará a la credencial para votar como documento de identificación oficial, no sólo para trámites ante el gobierno sino también para compras por Internet, hospedaje en hoteles, viajes en aerolíneas o transporte terrestre y otros.

En la Ley de Inteligencia se autoriza a las dependencias de seguridad gubernamentales a tener acceso a las bases de datos personales, bancarios, fiscales, de salud, propiedades y comunicaciones. La nueva Ley Antilavado da facultades a la Secretaría de Hacienda y su Unidad de Inteligencia Financiera a entrar a cualquier base de datos, incluso la del INE, para obtener huellas, firma y foto.

Se obliga, en materia de telecomunicaciones —la “ley espía”—, a las empresas de telefonía, a entregar al gobierno militarizado el registro de números y usuarios con datos personales, con los que la Plataforma Central de Inteligencia podrá monitorear en tiempo real a cada poseedor de una línea celular, sin necesidad de orden judicial. Se ha impuesto la homologación de centros de videovigilancia y reconocimiento biométrico, bajo control del gobierno federal. En el debate parlamentario, y en la conferencia matutina el oficialismo defiende lo establecido en el artículo 183 de la Ley Federal de Telecomunicaciones, que crea las condiciones para el espionaje masivo a la población, aduciendo que es el mismo contenido del anterior artículo 190, votado en el 2014 por el PRI y el PAN. Y sí: un contenido al que en ese entonces Morena se oponía y denunciaba como instrumento de control político y espionaje. Hoy Morena se declara con impudicia como el verdadero ejecutor del régimen autoritario que las fuerzas políticas hoy opositoras tramaban hace una década.

En suma, todo un andamiaje de control y espionaje que con razón se ha equiparado con las distopías de Orwell, en el que todos quedamos encerrados en el ahora modernizado y digitalizado panóptico que Michel Foucault ya estudiaba en Vigilar y castigar. Vendrá un alud de amparos contra la legislación recién aprobada; pero la cúpula de poder confía en que no serán resueltos antes de que entren en funciones los nuevos juzgadores recién electos con la marca guinda del morenismo. Sin embargo, muy pronto habrán de verse los efectos que sobre los ciudadanos tendrá ese aparato de control que difícilmente revertirá, pese a todo, el ambiente de creciente inseguridad, violencia y delincuencia de cuello blanco que domina la mayor parte del país, según se quiere justificar. Y también es cierto que la resistencia e inconformidad organizada tendrán que emerger y cobrar permanencia en busca de salidas.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.