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Niñez y eficiencia: hambre y desposesión

Fuentes: Huella del Sur

“Hay privaciones que afectan a los niños/as y adolescentes que no son visibles mediante la estructura de ingresos o gastos de los hogares”, señala el último informe del Observatorio de la Deuda Social de la UCA. La sentencia interpela no solo al modo en que se mide la pobreza, sino a la racionalidad que decide qué debe ser medido y qué puede ser omitido. En Argentina, más de 4 millones de niños conviven con inseguridad alimentaria, pero la carencia no reside únicamente en la falta de alimento, sino en una cadena de privaciones afectivas, cognitivas y sociales que modelan subjetividades.

Las políticas públicas, lejos de reparar esa trama de desigualdades, refuerzan su invisibilidad y profundizan el estado social deficitario cuando operan bajo criterios de eficiencia. Cuando la prioridad del gobierno es la reorganización del Estado donde los derechos se subsumen a métricas y algoritmos de gestión, el hambre, el deterioro cognitivo y el abandono educativo dejan de ser urgencias sociales para convertirse en externalidades técnicas.

Tal como lo expusimos en La eficiencia como el significante de la desposesión, esta lógica pedagógica enseña por omisión: lo que no se nombra, también produce sentido político. En el presente artículo proponemos una lectura transversal que vincula el hambre infantil con las políticas tecnocráticas, desmontando la neutralidad de las pruebas estandarizadas, los decretos administrativos y los organismos multilaterales que operan como arquitectos de una pedagogía del sesgo. Porque si la niñez es uno de los territorios donde se disputa el futuro, la exclusión es una forma de extinción.

Eficiencia y hambre: la desposesión como política estructural

“Hay privaciones que afectan a los niños/as y adolescentes que no son visibles mediante la estructura de ingresos o gastos de los hogares”, advierte el informe del Observatorio de la Deuda Social. Esta afirmación desestabiliza el paradigma contable que domina la gestión estatal, lo que no se traduce en cifras, no existe para la política pública. En ese marco, la eficiencia se convierte en un significante que no organiza recursos, sino que legitima omisiones, retiene alimentos y abrigo en los galpones del ministerio de Capital (in)Humano.

Durante 2024, el 35,5% de los niños y adolescentes en Argentina atravesó inseguridad alimentaria, y el 16,5% lo hizo en su forma más severa. Pero el hambre no es solo una carencia nutricional, es una forma de desposesión cognitiva, afectiva y simbólica. La desnutrición crónica afecta el desarrollo cerebral, compromete la memoria, la atención y el aprendizaje. En contextos de pobreza estructural, la infancia aprende desde la carencia, y ese aprendizaje no se mide en las pruebas estandarizadas ni en los informes de gestión.

El Decreto 436/2025, al instalar la eficiencia como principio rector, consolida una racionalidad que omite lo esencial porque no puede ser cuantificado. La supresión de políticas como “Educar en Igualdad” no responde a una evaluación pedagógica, sino a la lógica de desposesión: lo que no produce resultados medibles, se elimina. En ese sentido, el hambre infantil y la eliminación de contenidos educativos referidos a la igualdad no son hechos aislados, sino expresiones de una misma arquitectura política.

La eficiencia, entonces, no es una herramienta de mejora, sino un dispositivo de exclusión. Desposee a las niñeces de alimento, de afecto, de contexto y de sentido. Y al hacerlo, transforma el Estado en un gestor de carencias, donde los derechos se convierten en gastos y las vidas en externalidades.

Evaluar sin contexto: la estandarización como pedagogía del sesgo

“Las pruebas estandarizadas no miden lo que los alumnos saben, sino lo que pueden repetir bajo condiciones artificiales de evaluación” — advertía Robert Glaser, uno de sus propios diseñadores de los “test” estandarizados. En Argentina, estos dispositivos se han naturalizado como herramientas objetivas, cuando en realidad funcionan como instrumentos de clasificación y control, descontextualizados del entorno cognitivo, afectivo y material de quienes van a ser ¿evaluados?

El informe del Observatorio Social revela que más de 4 millones de niños y adolescentes enfrentan inseguridad alimentaria, y que el 16,5% lo hace en su forma más severa. Este dato es estructural: el hambre compromete funciones cognitivas esenciales (memoria, atención, lenguaje) moldeando la subjetividad del propio desarrollo educativo marcado por la precariedad. Sin embargo, las pruebas estandarizadas ignoran estas variables constitutivas y ofrecen resultados que refuerzan la exclusión como si fuera una diferencia de mérito o esfuerzo.

Desde una perspectiva crítica, como ya decíamos en 2016, en el artículo Las pruebas estandarizadas, otro mito del proceso de la reforma educativa,  que este modelo no mide saberes reales, sino procedimientos repetitivos y reconocimiento de resultados. En ese análisis afirmábamos: “Estas pruebas no miden lo que los alumnos saben, sino la capacidad de recordar procedimientos, o reconocer un resultado cuando se les presentan opciones múltiples.”

Este enfoque muestra cómo las pruebas se articulan con los lineamientos de organismos multilaterales que promueven la educación como mercancía, desplazando el pensamiento crítico en favor de la obediencia evaluativa y anulando el sentido pedagógico de la construcción de conocimiento como proceso.

La estandarización, entonces, opera como una pedagogía del sesgo que invisibiliza el hambre, el deterioro cognitivo y la desigualdad estructural, y lo reemplaza por una métrica que legitima la exclusión. Evalúa sin contexto, sin historia, sin cuerpo.

Breve paréntesis: cuerpo, hambre y lenguaje

“Confundir un problema de aprendizaje reactivo con un síntoma del ‘no aprender’ es como confundir a un desnutrido con un anoréxico”, escribe Inés Cristina Rosbaco en El desnutrido escolar. Dificultades de aprendizaje en los niños de contextos de pobreza urbana.  Esa distinción es política: el desnutrido escolar no elige no aprender, el entorno lo desactiva. Frente al fracaso, “ya ni siquiera puede defenderse”, porque lo que está roto no es su voluntad, sino las condiciones para que esa voluntad exista.

Rosbaco identifica una escena educativa en la que “la pobreza queda borrada como condición estructural y transformada en dificultad personal”. La escuela, muchas veces, en vez de ser refugio o reparación, se convierte en mecanismo de reiteración de esa violencia. Clasifica sin reconocer, evalúa sin contexto, patologiza el silencio del hambre.

El hambre, en este marco, es interrupción de lenguaje. Es cuerpo que no llega al aula para aprender, sino para resistir. La mirada ausente, el juego apagado, la palabra cortada son formas concretas de la desposesión. Nada más cínico que desconocer las causas del latiguillo “seis de cada diez niños no comprenden lo que leen”, producido por quienes diseñan las políticas que invisibilizan lo que estamos visibilizando en este artículo y que a la sazón, son las causas.

Es simple, allí donde se impone la eficiencia como significante de desposesión, el niño “no puede sostener el deseo de aprender” porque el sistema no está diseñado para sostenerlo.

Este paréntesis no busca conmover ni suavizar la crítica. Se propone restituir el cuerpo como campo de disputa. No hay déficit; hay exclusión estructural. No hay falla individual; hay abandono estatal. Y frente a ese abandono, cada cuerpo que aún persiste en el aula interrumpe la lógica del descarte.

Las niñeces frente a la arquitectura del daño

La eficiencia se ha instalado como el significante central de una gramática institucional que no organiza recursos, sino que desactiva derechos. Su poder no radica en lo que propone, sino en lo que permite omitir. Bajo su forma más sofisticada, la estandarización, la evaluación contable, el lenguaje administrativo, opera una política de desposesión que transforma las niñeces y adolescencias en territorio de cálculo, y su hambre en externalidad.

Las cifras del informe muestran que millones de niñxs atraviesan sus niñeces con hambre. No es un fenómeno excepcional ni transitorio, es una estructura persistente que impacta en el cuerpo, la cognición y el deseo. Como advierte Inés Rosbaco, el desnutrido escolar no fracasa por ignorancia, sino porque el sistema le niega las condiciones mínimas para sostener el deseo de aprender. La escuela, enclavada en la reforma neoliberal, no  repara, más bien prolonga, más allá de la voluntad docente. Y el Estado, cuando prioriza la eficiencia como criterio rector, se vuelve pedagogo del daño.

El orden institucional no se configura en torno a la protección, sino a la medición y punición. Y lo que no se mide, se omite. La violencia social no entra en los algoritmos, el hambre no figura en los mapas de riesgo educativo, la desigualdad no se reconoce como límite a la meritocracia. Así, lo que falta se transforma en culpa y lo que duele en déficit técnico.

Este artículo no propone una lectura sensiblera, sino una denuncia con disposición a la disputa por el sentido. Porque frente a la pedagogía del sesgo, solo una pedagogía del reconocimiento puede sostener el deseo de futuro. Y ese deseo no se mide, no se estandariza, no se administra. Se enciende, se protege, se nombra, se acompaña, se hace colectivo. Forma parte de una lucha epistemológica.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.