“Lo bueno de la lucha de clases es que siempre está ahí”, dijo alguien. Y es cierto. Manifestándose en formas diversas y con distinta intensidad, no deja de estar presente en cualquier sociedad en donde la subsistencia y predominio de un grupo depende de explotar el trabajo y obtener un excedente económico de otro u otros grupos.
Cuando Marx y Engels postularon que toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases, no estaban lejos de la verdad. Si bien después entenderían que hubo periodos históricos en que no existieron las clases, las civilizaciones más desarrolladas sí conocieron la creciente diferenciación entre los grupos sociales y por tanto una situación de tensión contradictoria y conflictos que muchas veces llevaron a grandes revoluciones que les pusieron fin y abrieron paso a nuevas etapas sociales.
Y en las sociedades capitalistas, como la mexicana, las contradicciones sociales constantemente reaparecen bajo nuevas formas. Viene a cuento el tema por las formas, unas veces antiguas, otras veces novedosas, en que la disputa entre dominación y resistencia de los dominados ha brotado en este momento histórico. Pese a que el poder político encuentra casi siempre la manera de regular la oposición de intereses entre los grupos, ésta se desborda y reaparece en el escenario cuando no alcanzan los recursos técnicos y políticos para hacerlo.
Una de las expresiones más antiguas, y la primera organizada, de la contradicción interclasista en el capitalismo es, como se sabe, la de la reducción de la jornada de trabajo, que brotó en las sociedades industrializadas desde el siglo XIX y que fue lográndose progresivamente, mediante huelgas, manifestaciones, paros y formas de presión ante los parlamentos. En México la jornada quedó establecida en 48 horas semanales en el artículo 123 de la Constitución de 1917 como producto de la revolución armada, y desde entonces no se ha reducido. Esto es, en 108 años, los trabajadores mexicanos no han obtenido beneficios en ese aspecto de los incrementos en la productividad del trabajo y del capital, que sólo han beneficiado a este último desde entonces. Pero hoy esa demanda, en realidad vital y efectivamente redistributiva, que implica devolver tiempo de vida a cada trabajador para el descanso, la convivencia familiar y social, la recreación, la educación y la cultura, vuelve a surgir encabezada por el Frente Nacional por las 40 Horas, que va creciendo en diversos puntos del país.
Como en el siglo XIX, esta lucha puede unificar a grandes grupos sindicales, de organizaciones sociales y políticas y ha logrado colocarse entre los temas prioritarios de la agenda nacional. Pero, mientras los constituyentes de Querétaro no vacilaron en otorgar beneficios constitucionales a la clase laboriosa del campo y las industrias, el gobierno actual espera evaluar la conveniencia de la reducción mediante foros de consulta en los que ha prevalecido más la voz de los empleadores que la de los trabajadores. Esto a pesar de que está reconocido que México es uno de los países donde el obrero pasa más tiempo en su centro de trabajo, con un promedio de 2 mil 226 horas anuales, y el de más largas jornadas entre los países de la OCDE (1 752 horas), en tanto que en Alemania la jornada anual es de 1 341 horas (https://n9.cl/tk7ud). Es un hecho que esta modalidad de explotación, con largas horas de trabajo, bajos salarios y más tardía jubilación, es la base de la competitividad de las empresas en nuestro país.
Por ello es fundamental colocar en un primer plano la demanda de las 40 horas semanales, y proseguir haciendo de la reducción de la jornada un eje de lucha social para que los avances en la productividad beneficien a los trabajadores y no sólo a la clase capitalista.
El tema de la gentrificación urbana, que se ha puesto en las recientes semanas en la mirada del país es, también, una forma de la lucha de clases. Aunque ha salido a la luz con la movilización de los vecinos de colonias de sectores de ingresos elevados, como la Condesa, Roma y otras de la Ciudad de México, se trata de un fenómeno mucho más amplio que afecta en mucho mayor medida a los habitantes de barrios populares e incluso pequeños poblados que presentan atractivos turísticos y condiciones deseables para la urbanización. Cualquier zona, urbana, rural o semirrural que tenga cualidades apetecibles para la expansión del capital está bajo amenaza de desplazamiento y apropiación. De ahí que en nuestro siglo se ha convertido ya en distintiva la lucha de las comunidades locales contra los megaproyectos, desarrollos urbanos o turísticos, privados o públicos, que vienen a romper la racionalidad y las reglas sociales establecidas para imponer la plutonomía de la acumulación capitalista. La ahora nombrada gentrificación no es sino una de sus expresiones particulares; de lo que el geógrafo marxista David Harvey ha llamado también acumulación por desposesión, que no elimina, por supuesto, la extracción de plusvalor y ganancia del trabajo directo del obrero asalariado, sino la condiciona, y que deriva directamente de la llamada por Marx acumulación originaria.
No es la gentrificación, entonces, privativa de la colonización de una zona urbana por extranjeros o nómadas digitales, sino una modalidad, ahora potenciada, de la expansión del capital. Y es incuestionable, en consecuencia, la resistencia de los grupos y asentamientos comunitarios a ese avance que viene a quebrantar el tejido social; una resistencia a la exclusión, que incorpora necesariamente la fisonomía de las clases contrapuestas al capital.
Para la chata comprensión del conservadurismo, la expropiación está asociada a procesos de socialización y al comunismo. En absoluto. En la historia, la expropiación ha sido la base para la conformación de grandes fortunas privadas. Como la oligarquía extranjera y nacional que se benefició del deslinde de tierras comunales y nacionales en el porfiriato para constituir grandes haciendas, enclaves mineros y construcción de ferrocarriles. Como lo fue para los generales revolucionarios que usaron el fraccionamiento de los latifundios para conformar ranchos y empresas agrícolas, y después diversificar sus negocios en constructoras, ingenios azucareros, periódicos, casinos y otras ramas de inversión. Como el despojo actual de comunidades agrarias en el sureste del país para beneficio, nuevamente, de la casta militar convertida en nuevo sector de la burguesía.
Como respuesta a las recientes manifestaciones contra la gentrificación en la ciudad de México, la jefa de Gobierno Clara Brugada —cuyo origen político está en el movimiento urbano popular de Iztapalapa— ha propuesto un conjunto de medidas que incluyen, entre otras, la regulación de las rentas habitacionales, la creación de un observatorio del suelo y la vivienda y programas público-privados de desarrollo de vivienda popular. Nada extraño que los grupos empresariales denuncien que se trata de políticas que atentan contra el derecho a la propiedad privada y favorecen el despojo, pese a que no están contempladas las expropiaciones ni transmisiones forzadas de dominio. Pero habrán de probar esas normas administrativas si son capaces de frenar el verdadero proceso de despojo que protagonizan las empresas inmobiliarias y el latifundismo urbano contra la población.
Pero la lucha de clases se expresa también en el campo de lo simbólico y la ideología. El retiro de las estatuas de Fidel Castro y Ernesto Che Guevara del jardín de la colonia Tabacalera donde se encontraban, cae claramente dentro de la pugna política; no es una medida meramente administrativa. Yo, funcionaria o gobernante, nos dice la alcaldesa Rojo de la Vega con su acción, decidiré modificar el paisaje urbano retirando los símbolos que no van acordes con mi ideología y la de la clase a la que sirvo. Si los monumentos o cualquier otra forma de expresión intelectual o artística son vehículos que dirigen un determinado mensaje simbólico e ideológico a la sociedad, la administración no es sino un instrumento para combatir ese mensaje por quienes se le oponen. Es, por consecuencia, un acto de censura contra lo que el monumento porta ideal y semióticamente, tal como retirar las piezas de una exposición pictórica o quemar libros, al estilo del Santo Oficio o de los nazis.
Hemos comentado ya la censura que los gobiernos y funcionarios del Morena, en Tamaulipas, Campeche, Sonora, Acapulco y otros lugares, ejercen para hacer prevalecer su visión unitaria del país y cuidar hasta su imagen personal. Censura que ahora se complementa con las acciones de la derechista Alessandra Rojo de la Vega, quien ha brincado del Partido Verde al priismo (durante el periodo de Enrique Peña Nieto) y llegó a la estratégica alcaldía Cuauhtémoc, corazón político de la Ciudad de México, con apoyo también del antes izquierdista PRD y del derechista Acción Nacional. La respuesta a su arbitraria acción no es sólo en defensa de los homenajeados personajes de la historia cubana, latinoamericana y mundial y del hecho histórico de su encuentro en ese barrio de la capital mexicana; es la defensa del pluralismo que debe subsistir en una sociedad abierta y democrática, con respeto a las diferentes visiones, incluso las de las clases en pugna.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
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