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El fracaso libertario en Buenos Aires y las grietas del plan económico

La abstención como grito, la calle como respuesta

Fuentes: Rebelión

Corrupción empresarial y política, vetos en disputa y la memoria de abril en las plazas

Buenos Aires no es, en estas líneas, la ciudad de la efervescencia inagotable ni la provincia administrativa. Es un espejo desmesurado donde el país se contempla con sus miserias y sus mitologías. Una suerte de cinturón que rodea -¿y asfixia?- a la capital antes de abrirse a vastas extensiones donde la renta diferencial de la tierra y su concentración alcanzan su máxima crudeza. Precariedad mayoritaria, desiguldad extrema y latifundio se entrelazan como notas dominantes de ese territorio. Allí habita casi el 40% del padrón electoral, pero también el corazón simbólico de la política argentina. Quien conquista su geografía puede reclamar herencia de poder; quien la pierde, recibe la marca indeleble del fracaso. El último domingo, ese espejo inclinó la balanza con una contundencia que ni el más pesimista de los libertarios había imaginado: más de trece puntos de ventaja a favor del peronismo -unido en el último minuto con el pegamento del espanto-, una paliza que desgarra los velos de las excusas.

1. El espejo bonaerense

Los números no sólo dibujan una derrota, sino que revelan el pulso de un electorado golpeado. Según las encuestas citadas, seis de cada diez bonaerenses admiten haber resignado consumos en los últimos meses, mientras que la baja de la inflación aparece como el único logro reconocido del gobierno, a la par de un rechazo casi equivalente al recorte de las jubilaciones. Ese doble registro -alivio parcial y castigo profundo- se traduce en que más de la mitad de los consultados ya anticipa votar contra el oficialismo en octubre. En esta radiografía late un fenómeno más inquietante para Milei: el voto de la franja media baja, otrora motor de su ascenso, se ausentó masivamente, dejando a “La Libertad Avanza” (LLA), el partido de los hermanos Milei, con un electorado cada vez más parecido al del PRO -el partido de Macri- clásico. La magnitud del retroceso es elocuente: en la provincia de Buenos Aires, la alianza LLA–PRO quedó más de 13 puntos por detrás de “Fuerza Patria” (aglutinadora del peronismo), con Axel Kicillof asegurando 74 de los 84 municipios que gobernaba -un 88% de retención- mientras que Milei apenas pudo sostener 8 de 12, un 75% en términos relativos pero con fuerte pérdida absoluta. Lo que las consultoras describen con porcentajes, en el territorio se percibe como abandono: fábricas paralizadas y carteles que recuerdan la renuncia estatal.

El vencedor indiscutido fue el gobernador Axel Kicillof, que no solo derrotó a Milei sino que se permitió desafiar la jefatura de Cristina Kirchner, desdoblando los comicios en contra de su consejo y demostrando que el kirchnerismo no es un cadáver político, como soñaba el oficialismo, sino un espectro que se resiste a la sepultura.

El peronismo bonaerense mostró su musculatura territorial y dejó en evidencia que el “último clavo en el ataúd” prometido por Milei fue, en realidad, un hierro oxidado que se le clavó en el propio pie. Sospecho que a la vez no tiene dada la vacuna antitetánica por lo que se agravará la patología. Pero el dato más elocuente no fue el triunfo peronista sino la ausencia de millones de votantes que en 2023 habían abrazado la furia libertaria esta vez se quedaron en sus casas, desencantados por el ajuste que convirtió la motosierra en guillotina y por la sospecha de que la pureza anticasta era apenas otro disfraz para viejas prácticas de corrupción.

Ese silencio de las urnas habla tanto como los votos: no hay maquinaria más eficaz para castigar a un gobierno que la abstención masiva de quienes ayer lo apoyaron. Así comenzó el derrumbe del ex presidente De la Rúa en 2001.

La derrota libertaria en Buenos Aires no se explica solo por la astucia peronista ni por la obstinación de Kicillof. En el barro de la política argentina, donde se mezclan ajuste y sospechas, la indignación popular encontró nuevas razones para ensuciar las boletas violetas. El ajuste, presentado como cirugía virtuosa, se transformó en carnicería: jubilados empobrecidos, puentes y hospitales detenidos, médicos y científicos convertidos en enemigos del gasto.

2. Del rugido a la corrosión

El pueblo, que alguna vez rió con el rugido del León, comenzó a sentir en su propio cuerpo los tajos de la motosierra y las mordidas con los colmillos de la coima. Es que a esa herida social se sumó el ácido de la corrupción. Los audios de Diego Spagnuolo hablando de coimas en la Agencia de Discapacidad, el caso $LIBRA y los negocios turbios de allegados presidenciales golpearon el corazón del relato anticasta.

¿Cómo sostener el discurso contra los privilegios cuando la propia hermana del Presidente y sus hombres de confianza aparecen mencionados en intrigas de favores y sobornos? La motosierra, símbolo de redención, empezó a verse como un florete mecánico de doble filo: corta subsidios a los pobres pero también abre brechas por donde se cuelan negocios oscuros.

El barro no es sólo material electoral: es metáfora de un país en el que el poder se hunde en su propia fosa. Allí, la abstención se volvió la forma más pura de protesta: millones decidieron no mancharse las manos con esa arcilla viciada, condenando al oficialismo a una derrota más profunda que cualquier diferencia numérica.

La corrupción no es una desviación esporádica de la política argentina: es su óxido persistente, esa costra que se acumula en los engranajes hasta trabar la máquina republicana. Milei había prometido lubricar el sistema con la honestidad del outsider, arrancar de cuajo los vicios de la “casta”. Pero las intrigas en torno a Karina y los Menem, entre otros escándalos, mostraron que la anticasta también sabe oxidarse.

Los analistas fueron lapidarios: el oficialismo reaccionó con el mismo reflejo que denunciaba en sus adversarios, minimizando los hechos, acusando a los denunciantes, negándose a pedir renuncias. Esa simetría corrosiva borró la diferencia entre el nuevo libertarismo y el viejo kirchnerismo, hundiendo al primero en el mismo pantano moral del que prometía escapar.

En términos más profundos, la corrupción no es solo coima o contrato amañado: es también la ostentación impúdica de poder, los viajes suntuarios del Presidente mientras se cierran hospitales, el desprecio por las formas elementales de convivencia y la violencia verbal convertida en método.

Todo eso constituye una “corrosión de la forma” que es tan grave como el robo material, porque erosiona la confianza colectiva. El óxido, cuando avanza, no distingue colores partidarios ni ideologías: se filtra en cada grieta y amenaza con corroer la legitimidad misma de la democracia.

La democracia argentina camina, una vez más, sobre la cornisa. Las urnas bonaerenses hablaron con una voz ambivalente: castigaron al oficialismo, pero sin otorgar un cheque en blanco a la oposición. En ese gesto se filtra tanto la furia como la esperanza. Furia de quienes se saben engañados por la motosierra que prometía cortar privilegios y terminó cercenando derechos. Esperanza de que aún haya un resquicio para la memoria colectiva, para la defensa de lo común frente a la codicia privatizadora y la impudicia corrupta.

Así, la provincia vuelve a ser espejo desmesurado y cinturón incómodo: refleja el desgaste de un gobierno corroído por su propio óxido y aprieta el cuerpo entero de la Nación hasta dejarlo sin aire. La abstención ensordecedora de las urnas, más elocuente que cualquier consigna, advierte que el tiempo de la indulgencia se agota. Tal vez allí, en esa mezcla de vacío y reflejo, anide la clave: rescatar la democracia de la ciénaga no con nuevas máscaras, sino con un pacto menos herrumbrado, más humano, capaz de romper el cerco y devolver aire al país entero.

El plan económico de Milei se sostiene en una paradoja: presume de ancla de estabilidad, pero se hunde en arenas movedizas. La premisa oficial era clara -un dólar planchado para contener la inflación- aunque incluso los técnicos admiten que la “salida optimista” será una devaluación ordenada y la pesimista, una devaluación con default . Lo que se presentó como cirugía virtuosa devino autopsia social: reservas agotadas, ciencia demonizada y un país hundido en recesión y parálisis industrial. La estabilidad fue apenas un espejismo comprado al precio de una depresión económico-social devastadora. Tras la derrota bonaerense, la mística se quebró: Milei dejó de ser el “emperador invulnerable” que describían sus acólitos y se volvió un mandatario a la defensiva, acosado por los mercados y los humores de la calle.

La cadena nacional con la que presentó el presupuesto buscó restaurar esa autoridad perdida. El Presidente se mostró solemne, sin apelar a su arsenal de insultos, prometiendo que el déficit cero es “irrenunciable” y que a la par aumentará las partidas sociales . Pero la letra chica del proyecto revela otra conclusión: los números caen en términos reales respecto de 2023 y el artículo 30 elimina los pisos legales que protegían históricamente la educación, la ciencia y la defensa . Se anuncia más salud y más universidades, pero se consagra menos. La épica televisada y el Excel se contradicen como un espejo que devuelve la imagen invertida. Y mientras se recitan loas a la austeridad, el país carga casi mil obras públicas abandonadas en la provincia de Buenos Aires, recordatorios de un ajuste que no es abstracto sino de ladrillo descascarado y hospitales sin terminar.

Hoy esa tensión se trasladó al Congreso y a las calles. Diputados debe tratar los vetos presidenciales sobre la restitución del financiamiento universitario, la emergencia pediátrica y los programas de discapacidad. Afuera, sindicatos, centros de estudiantes y organizaciones sociales se movilizan para exigir que se respeten esos derechos básicos. Este texto se escribe en vísperas de la votación, cuando aún se ignora si la movilización y el debate lograrán revertir los vetos. Independientemente del resultado, es un gesto de la sociedad que apoyamos entusiastamente, que busca recomponer la balanza: frente al verticalismo de la cadena nacional, la horizontalidad de la plaza; frente al silencio de los números, el murmullo colectivo de las pancartas. Si el oficialismo se refugia en tecnicismos, la calle recuerda que el hambre, la enfermedad o la exclusión no esperan el cierre del balance.

3. Presupuesto, calles y cuadernos

En paralelo, la política exhibe sus grietas más oscuras, pero no camina sola: del otro lado del mostrador aparecen los verdaderos socios del engranaje corrupto. La causa “Cuadernos” -un monumental expediente iniciado en 2018 a partir de las anotaciones de un chofer sobre el sistema de sobornos en la obra pública- volvió al centro de la escena. Allí no sólo figuran exfuncionarios, sino también CEOs de las principales constructoras (constructoras como Techint, IECSA, Roggio, etc), banqueros y magnates que financiaban con valijas de dólares la lubricación del poder. Casi medio centenar de ellos intentó ahora extinguir sus procesos ofreciendo 25 millones de dólares, como si la responsabilidad empresarial pudiera saldarse con un cheque. La fiscalía y la Unidad de Información Financiera rechazaron el intento con una frase tajante: “en esta fiscalía no se vende impunidad”. Lo presentado como “reparación integral” era en realidad la compra colectiva de absoluciones. Porque la corrupción no se sostiene en la política sola: requiere la complicidad activa del capital, de los directorios que hacen de la coima un rubro más en sus balances. Un país sometido al ajuste no necesita además un mercado negro de la inocencia: esa “impunidad a la carta” es otro modo de çorrupción de la forma, tan corrosiva como la coima misma.

La paradoja se completa con la libertad de prensa. El juez levantó la censura previa -esa aberración jurídica de la que nos ocupamos recientemente- sobre los audios de Karina Milei, a pedido de la propia interesada. Así, mientras se cierran las cuentas de universidades y hospitales, se abre una rendija en la palabra pública. La libertad se concede, irónicamente, no como conquista sino como permiso. El oficialismo queda atrapado entre dos escenas contradictorias: la defensa de un presupuesto que ajusta con guantes pretendidamente de seda y el intento de salvar a empresarios y funcionarios amigos mediante pagos redentores. Y en el medio, una sociedad que ya experimentó en las urnas bonaerenses la potencia del castigo silencioso. El espejo muestra la herrumbre del poder: ajuste sin futuro, promesas sin sustento y moral sin suelo. El riesgo no es sólo económico: es el vaciamiento de la confianza democrática, el único hilo delgado del que pende la forma representativa liberal-fiduciaria llamada indulgentemente democracia.

El país vuelve a mirarse en su espejo desmesurado, y lo que refleja no es sólo una derrota electoral, sino un plan económico que cruje, un presupuesto que promete con una mano lo que quita con la otra y una justicia cuya imagen ilusionó a los empresarios con la posibilidad de comprar absoluciones al mejor postor. La calle, mientras tanto, habla en plural frente al silencio ensordecedor de las urnas: allí donde el voto se ausentó, ahora el cuerpo se hace presente. En ese cruce, la democracia no pide milagros, apenas un respiro menos herrumbrado que permita quebrar el cinturón que asfixia sin caer en la ciénaga del cinismo. El desafío es si esta vez el óxido será definitivo o si aún hay manos dispuestas a pulir el metal para que el reflejo del espejo devuelva, al fin, un rostro algo menos desfigurado. Allí, en la rebelión como ejercicio de revocación, podría residir la única salida: arrancar de raíz el cinismo para volver a respirar como en el ya lejano 2001.

Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.