Este pasado sábado 6 de diciembre, simpatizantes de la ‘cuarta transformación’ tomaron las calles del primer cuadro de la Ciudad de México para conmemorar 7 años de la izquierda en el poder.
En un innegable tour de force político, alrededor de 600,000 personas -si se atiende el estimado dado por el gobierno de la ciudad- se concentraron apretadamente en el Zócalo y en las calles aledañas. El mensaje de la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, no dejó lugar a dudas sobre su convicción de resistir a embates internos y externos.
Las campañas de todo tipo en su contra han arreciado en últimos tiempos, achacables en buena parte al magnate Salinas Pliego, evasor fiscal serial convertido por gracia divina en líder ‘moral’ de la derecha mexicana, y nuevo patrocinador del propagandista Javier Negre. Además, la amenaza de intervención del aparentemente convaleciente gigante del norte tampoco debe obviarse.
El ambiente en las inmediaciones de la Torre Caballito en Paseo de la Reforma era festivo. La gente se arremolinaba en torno a la Fuente de la República; abundaban banderines de todos tamaños y colores y otro tanto de gorras. Un contingente llevaba una figura monumental de papel maché de la presidenta, como si se tratase de la celebración de una fiesta patronal. El recorrido al Zócalo transcurrió entre un mar de gente, esquivando a algunos y con ocasionales empujones. Los comercios estaban abiertos, ofreciendo a los andantes -muchos de otros estados- refrigerio o moda.
El caudal humano desembocó en un Zócalo desbordado, donde, no obstante, se podía intentar ganar un mejor lugar colándose entre los huecos. La plaza estaba tapizada con personas de todo tipo; en algunas esquinas se podían distinguir contingentes de asociaciones, como el de la SNTE. Esto deja un regusto al corporativismo priista del siglo pasado: organizaciones acomodaticias contentas con cualquiera que estuviese dispuesto a transigir con sus líderes.
Sheinbaum llegó poco antes de las 11 de la mañana. Caminó desde el fin de la calle Madero hasta el templete instalado frente a Palacio Nacional. La gente la paraba a cada paso; unos se contentaban con un saludo de mano, mientras que otros pedían fotos o firmas para sus pósteres y libros.
El discurso inició poco después de pasada la hora. La recapitulación de las acciones de la izquierda desde el gobierno de AMLO -como el reinicio de los trenes de pasajeros o los programas sociales- se mezcló con momentos de aplausos y gritos como “¡Presidenta!” y “¡No estás sola!”. Los vítores fueron especialmente sonoros después de que la oradora recuperara la voz tras un fallo de micrófonos.
Uno de los puntos centrales del discurso reparó en el que se antoja el terreno más encarnizado de lucha política de nuestros días: la narrativa. La presidenta echó en cara a sus adversarios gastar torrentes de dinero en posicionar la idea de que el país está en llamas y sin gobernabilidad. Más allá de delinear una estrategia comunicacional para enfrentar directamente a la derecha, declaró que “por más que hagan todo eso, ¡no vencerán al pueblo de México, ni a su presidenta!”. Ahora bien, está por verse si las fabricaciones y campañas de la oposición, que parece experimentar una deriva ultraderechista, hacen mella en ese pueblo.
Otro momento importante fue cuando Sheinbaum se refirió veladamente al temible prospecto -apoyado por algunos mexicanos en el otro bando- de una intervención estadounidense. No se trata de amenazas vacías; un día antes, el gobierno de Trump publicó un documento que redefine la estrategia de seguridad y amenaza con volver al “predominio estadounidense en América Latina”. Detrás de ese eufemismo están los cadáveres de Allende, de Sandino, de Jara y de miles más. La presidenta intentó exorcizar al fantasma de viva voz afirmando que “¡México es un país libre, independiente y soberano! ¡No somos colonia ni protectorado de nadie!”. Hacer efectivo esto, ahora bien, depende de un acto de fino equilibrismo diplomático ante un gobierno estadounidense que huele cada vez más a fascismo.
Tras poco más de una hora de discurso, el acto terminó como inició: con el himno nacional. Las personas empezaron poco a poco a dejar el Zócalo, como si esa laguna devolviera los ríos que la conformaron. Muchos fueron a comer a lugares cercanos. Otros se encaminaron al sobrepasado metro Bellas Artes -pues las estaciones más cercanas estaban cercanas- o a los autobuses que los llevarían a sus localidades.
Así terminó una muestra de poder político que confirma que los agoreros propios y extraños parecen seguir sin entender la realidad en las calles, y que una parte nada despreciable sigue con su gobierno y con su presidenta.
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