El día de ayer se recordó la masacre que el gobierno mexicano llevó a cabo hace cuatro décadas en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco para terminar abruptamente el Movimiento Estudiantil-Popular de 1968. Este ha sido uno de los crímenes de Estado más aterradores que se registran en la historia del México contemporáneo. […]
El día de ayer se recordó la masacre que el gobierno mexicano llevó a cabo hace cuatro décadas en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco para terminar abruptamente el Movimiento Estudiantil-Popular de 1968. Este ha sido uno de los crímenes de Estado más aterradores que se registran en la historia del México contemporáneo. El ataque contra una multitud pacífica e indefensa se realizó con todos los agravantes de ley: premeditación, alevosía y ventaja, y en él participaron como autores materiales el Ejército en uniforme y sin uniforme, esto es, el grupo paramilitar denominado Batallón Olimpia, y los francotiradores apostados en las azoteas de los edificios próximos, los diversos cuerpos policiacos y de inteligencia de la época. Los autores intelectuales más señalados son el ex presidente de la República Gustavo Díaz Ordaz; su secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez; los mandos militares de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y el Estado Mayor Presidencial, así como diversos altos funcionarios de la policía y del entonces Departamento del Distrito Federal. Ninguno de los responsables materiales e intelectuales ha sido castigado por ese delito de lesa humanidad, por lo que a 40 años priva la impunidad. Este acontecimiento cimbró para siempre a una generación que guarda en su memoria una lección indeleble: la clase en el poder recurre al uso de la violencia genocida si considera amenazados sus intereses y privilegios.
El movimiento de 1968 es la culminación de una década de intensas luchas populares que se inició a partir de la represión de la huelga ferrocarrilera de 1959; el asesinato de Rubén Jaramillo, en 1962; el activismo del Movimiento Revolucionario del Magisterio; los movimientos huelguísticos de los telegrafistas y los médicos, y las acciones de una franja importante de grupos que optaban por la lucha armada bajo la influencia del triunfo de la Revolución Cubana. La década de los 60 es una fragua de acciones, debates, acontecimientos que ponen en el centro la posibilidad de la revolución: recordemos que en estos años la comprensión equívoca de la experiencia cubana deriva en muchos casos en un foquismo esquemático y tiene amplias repercusiones que culminan con el apresamiento y asesinato de Ernesto Che Guevara en la Bolivia de 1967. El subcontinente latinoamericano era un rosario de movimientos guerrilleros y de grupos armados en preparación a los que no escapa México. La discusión sobre el reformismo de los partidos comunistas tradicionales se «subsanaba» en muchos países con grupos clandestinos que tenían como meta la acción armada. El movimiento estudiantil tomó a los militantes profesionales de esas organizaciones revolucionarias por sorpresa, dado que sus perspectivas apuntaban a sectores «estratégicos»: la clase obrera, y como aliado «secundario», el campesinado. Los estudiantes, aunque constituían una de las fuentes importantes de reclutamiento de esos organismos, no eran apreciados como un sujeto revolucionario capaz de impulsar un proceso de la envergadura del que se inició el 26 de julio de 1968, a raíz de una violenta represión policiaca a la manifestación de apoyo a la Cuba revolucionaria en esa fecha significativa.
Antes de estallar el movimiento, las llamadas «sociedades de alumnos» eran una forma organizativa muy común entre el estudiantado, aun en aquellos centros educativos con hegemonía de la izquierda. El movimiento tornó obsoletas esas estructuras que en algunos casos eran utilizadas por el partido oficial para la cooptación de dirigentes estudiantiles, surgiendo en su lugar los comités de lucha nombrados en asambleas generales, cuyos delegados integrarían el Consejo Nacional de Huelga, una forma democrática de organización que funcionó hasta el final sorpresivo del movimiento.
El 68 se caracterizó por sus grandes y combativas marchas: las de agosto y septiembre, la del silencio, la de las antorchas; se recuerda por la generosidad, alegría, irreverencia e imaginación de esa generación marcada por un movimiento que le dio una señal de identidad. Este movimiento se integró principalmente por estudiantes y profesores (pero también por padres y madres solidarios) de las distintas escuelas y facultades de la UNAM, el Politécnico, la Escuela Nacional de Antropología e Historia, aunque se sumaron rápidamente alumnos de la educación media y superior de escuelas y universidades de diversas procedencias sociales, e incluyeron a no pocos estudiantes de centros universitarios privados incorporados a las brigadas de información y propaganda que recorrían la ciudad y constituyeron un efectivo medio de comunicación que se enfrentó con éxito a los grandes medios controlados por el gobierno.
El 68 fue un acontecimiento histórico de gran magnitud que impactó a grandes sectores sociales mediante los jóvenes estudiantes, quienes como nunca sintieron el cariño popular no sólo en la ciudad de México y sus alrededores, sino en todos los estados donde el movimiento se expandió. Se demandaban mínimas libertades democráticas, la libertad de los presos políticos y el fin de un régimen autoritario por parte de un Estado que nunca estuvo dispuesto a resolver el conflicto. Se llegó hasta el final trágico decidido por el poder, hasta Tlatelolco, donde se aprendió la significación de la dignidad y la lucha que no claudican y que fructifican hasta nuestros días. Siempre recordaré, en ese día fatídico, a una mujer imperturbable y erguida en medio de las balas, los gritos de los heridos y la angustia de la gente que frenéticamente buscaba protegerse; ella levantó lentamente sus brazos, haciendo con sus dedos la señal de la V de la victoria que el movimiento adoptó, mientras la plaza se llenaba de muerte, dolor y luto.