Los muertos y heridos en la masacre de octubre, apenas asoman a mi mente y mi corazón, me duelen como hace diez años atrás, cuando me enteré, a través de los medios de comunicación, de la tragedia en la urbe alteñaque-al son del grito de combate: «¡El Alto de pie, nunca de rodillas!»- se desangró […]
Los muertos y heridos en la masacre de octubre, apenas asoman a mi mente y mi corazón, me duelen como hace diez años atrás, cuando me enteré, a través de los medios de comunicación, de la tragedia en la urbe alteñaque-al son del grito de combate: «¡El Alto de pie, nunca de rodillas!»- se desangró en defensa de la soberanía nacional.
Al cumplirse una década de la denominada Guerra del Gas, y en mi condición de ciudadano con derecho a voz y voto, no dejó de reflexionar sobre las dramáticas consecuencias de aquellas jornadas que cambiaron el curso de la historia contemporánea de nuestro país y, al mismo tiempo, no dejó de condenar la bestialidad de las fuerzas represivas del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada que, en octubre de 2003, provocaron un baño de sangre entre los manifestantes de la ciudad de El Alto.
A 31 años de la «recuperación de la democracia», que estaba acuartelada por una de las dictaduras militares más sombrías de la historia nacional, se ingresó a una etapa de «gobiernos de consenso», cuyas «democraduras» sirvieron no sólo para acallar la protesta popular con atropellos de lesa humanidad, sino también para masacrar a los acusados de «sediciosos y promotores de proyectos subversivos organizados y financiados desde el exterior», aun sabiendo que no era posible una democracia formal en un país que se retorcía en medio de la pobreza, el analfabetismo y la desigualdad social.
A estas alturas del proceso de cambio, cuando todo parece demostrar que ha llegado el momento de transformar las caducas estructuras del sistema capitalista, nadie queda indiferente ante las convulsiones sociales que, en el llamado Octubre Negro, sacudieron los cimientos del Estado proimperialista, donde los sectores más empobrecidos, armados con piedras, palos, cólera e indignación, ganaron las calles para hacer escuchar su grito de protesta contra quienes detentaban el poder, rifando al país en pedacitos y al mejor postor.
Durante la Guerra del Gas, que en la ciudad de El Alto arrojó el saldo de decenas de muertos y centenas de heridos, el pueblo dio su ultimátum al gobierno: «Si el presidente no puede solucionar los problemas, lo mejor será que se vaya a su casa». Es decir, los ciudadanos de oriente y occidente, conscientes de la imperiosa necesidad de salvar al país del caos y la anarquía, exigieron la renuncia del primer mandatario porque tenía las manos manchadas de sangre y porque perdió el control de los conflictos sociales.
El país requería de soluciones rápidas y concretas. Y, para lograr este objetivo, no bastó con que el vicepresidente asumiera la primera magistratura, intentando salvar la democracia burguesa, sino en que todas las autoridades de gobierno se pusieran la mano en el pecho e hicieran conciencia de que las protestas y los conflictos no se resolvían disparando las armas contra el pueblo, sino ofreciendo a los sectores más empobrecidos mejores condiciones de vida y de trabajo.
Está demostrado que no se puede controlar la rebelión de las masas cuando éstas no están dispuestas a vivir en la zozobra ni bajo la inestabilidad del aparato estatal. Por cuanto fue legítimo que los ciudadanos propusieran cambios, en procura de impedir la entrega del gas a consorcios extranjeros sin previa consulta al pueblo; tampoco fue casual que se hubiesen unido en torno a una Asamblea Constituyente, que exigía la modificación de la Ley de Hidrocarburos y del Código Tributario, y que se resguardaran los intereses de la nación y sus habitantes, oponiéndose a las injerencias del portavoz del gobierno norteamericano en los asuntos internos del Estado boliviano; más todavía, fue urgente rechazar las insinuaciones de las empresas transnacionales, interesadas en saquear las riquezas naturales en desmedro de quienes vivían sumidos en la miseria, la desocupación, la deserción escolar, la criminalidad y la corrupción institucionalizada.
Cabe preguntarse, aquí y ahora, para qué servía un gobierno que no representaba los intereses de las inmensas mayorías, un presidente que se aferraba al poder para defender los privilegios de los empresarios privados y la política expansionista del imperialismo, cuyo embajador encaramado en la sede de gobierno, asumiendo la misma arrogancia y supremacía de su jefe en la Casa Blanca, declaró a la prensa: «Estados Unidos no tolerará una interrupción del orden constitucional en Bolivia y no apoyará a ningún gobierno no democrático», como dando a entender que el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada era uno de los más democráticos de la historia republicana, y que la oposición, compuesta por los partidos políticos que rechazaban un sistema neoliberal de gobierno y las imposiciones arbitrarias del imperio, representaba un peligro para la democracia.
Los «campeones de la democracia», que en otrora se denominaban «izquierdistas» y «revolucionarios», respaldaron también la política represiva y neoliberal del gobierno, mientras sujetaban en la mano la Carta Democrática de los organismos internacionales que, teóricamente, condenaban el uso de la violencia que tendían a alterar el orden constitucional del país; cuando en realidad, el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada, a espaldas de lo establecido en la Constitución Política del Estado, dio su beneplácito a las Fuerzas Armadas para reprimir al pueblo, violentando así los Derechos Humanos y pasándose por las narices las Cartas Magnas tanto de la ONU como de la OEA.
Ante semejante fechoría, es necesario preguntarse: ¿De qué tipo de democracia nos hablaban estos asesinos? Si el propio presidente de la nación no respetaba la institucionalidad democrática, como la única vía aceptable para resolver los conflictos sociales, y fue capaz de arremeter contra sus opositores, tildándolos de «subversivos» y «sediciosos», hasta que se le fue la mano y ordenó meter bala contra una turba de mujeres, hombres y niños en la ciudad de El Alto.
Por todos es conocido que las agresiones físicas de las fuerzas represivas contra los manifestantes alteños fueron tan contundentes como las declaraciones del representante del Departamento de Estado, quien, en su afán de controlar la producción de coca y mantener en jaque a los críticos del régimen, aplicó una política coercitiva que, en lugar de apaciguar la furia encendida de los manifestantes, provocó una mayor protesta entre quienes estaban ya cansados de soportar los mandatos del imperialismo y del gobierno entreguista de Gonzalo Sánchez de Lozada, quien no hacía otra cosa que acrecentar la injusticia social, la crisis económica y la discriminación racial.
Los campesinos, mineros, fabriles, estudiantes, profesores, comerciantes y otros, tenían todo el derecho de velar por sus vidas e intereses, y de protestar contra los engaños y las falsas promesas de los señores del poder, quienes estaban más interesados en la repartija de pegas, que en resolver los problemas reales de los sectores empobrecidos por la política entreguista de los ministros y diputados neoliberales, cuya incapacidad de gobernar un país en crisis quedó al descubierto desde el instante en que asumieron el mando del poder con el apoyo de los partidos oficialistas que, durante y después de su campaña proselitista, prometieron demagógicamente un mejor destino para los bolivianos.
Las huelgas, bloqueos, barricadas y marchas de protesta, que tuvieron lugar en la ciudad de El Alto en octubre de 2003, reflejaron el descontento popular contra un gobierno que, al margen de haber sido incapaz de cumplir con el compromiso y los convenios firmados con los sectores en conflicto, tuvo la osadía de movilizar a las tropas del Ejército contra los movimientos progresistas, compuestos en su gran mayoría por los relocalizados de las minas, cansados de vivir en un país donde no se respetaban los Derechos Humanos y donde sobrevivían los resabios de la discriminación social y racial, y donde unos creían ser dueños de las riquezas naturales y dueños absolutos del poder.
Ya sabemos que los desposeídos no piden mucho y lo poco que piden es que se respeten sus costumbres y tradiciones, que se respeten sus fuentes de trabajo y el cultivo de la hoja de coca, que se mejore el sistema educativo y la asistencia médica, que se instale energía eléctrica y agua potable en las regiones rurales; reivindicaciones elementales que incomodaron a los amos del poder político y económico, entre los que se contaba Gonzalo Sánchez de Lozada, quien por entonces fungía como presidente constitucional de Bolivia.
Con todo, ser testigo de un pueblo que luchaba en defensa de los intereses nacionales, mientras su gobierno se esforzaba cada vez más por defender los intereses del imperialismo, duele en lo más hondo del alma, sobre todo, cuando los medios de comunicación informaban que los caídos bajo las balas fratricidas eran hermanos que, de un modo consciente o inconsciente, apostaron desde siempre por los ideales de la libertad y la justicia.
A diez años de la masacre de octubre en la ciudad de El Alto, donde las organizaciones sociales todavía se mantienen de pie, queda la lección de que las grandes transformaciones socioeconómicas de un país se logran gracias aal coraje y la conciencia de un pueblo dispuesto a combatir hasta las últimas consecuencias por conquistar la soberanía nacional, la defensa de los recursos naturales y la dignidad que se merecen todos en un Estado de derecho.
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