Se cumple una década del corralito, la medida que volcó a gran parte de la sociedad a las calles, forjó el mítico cacerolazo y anticipó el estallido de diciembre de 2001. Ajustes, privatizaciones y extranjerización son la contracara de una sociedad que terminó hundida en la pobreza, con altísimos niveles de desocupación y una alarmante […]
Se cumple una década del corralito, la medida que volcó a gran parte de la sociedad a las calles, forjó el mítico cacerolazo y anticipó el estallido de diciembre de 2001. Ajustes, privatizaciones y extranjerización son la contracara de una sociedad que terminó hundida en la pobreza, con altísimos niveles de desocupación y una alarmante deuda externa que limitó la soberanía nacional.
El Colchonazo
Todavía faltaban 20 meses y tres días para que el 19 de diciembre de 2001 pasara a ser «el 19». En el medio, se sucederían tres ministros de economía, piquetes y cacerolas, corralitos y saqueos. Ni siquiera había llegado el tiempo en que José Luís Machinea anunciara que el año 2000 se despediría con un «blindaje financiero» auspiciado por el Fondo Monetario. De hecho, todavía restaba pasar el invierno.
Era otoño en Buenos Aires pero por las noches el frío se anticipaba y parecía poblarlo todo. Esa mañana, a tres o cuatro cuadras del Congreso, cinco personas montaron guardia frente a la Casa del Pueblo con lo único que tenían: colchones. Dormían allí -o simulaban que podían hacerlo-, mientras el rumor corría ágil entre los sin techo porteños.
En los días previos, el INDEC había informado que entre Capital y Gran Buenos Aires había más de 3,5 millones de personas bajo la línea de pobreza y, a nivel nacional, la suma totalizaba la vergonzante cantidad de 15 millones. El 40 por ciento de la población.
Para comienzos de mayo de 2000, la tenue protesta ya llevaba casi dos semanas ininterrumpidas, acumulando presiones políticas, pero sobre todo reclamos y colchones. La avenida Entre Ríos desbordaba: cerca de 600 indigentes se habían sumado a la manifestación.
El gobierno de Fernando de la Rúa, en un reflejo torpe (uno más), lanzó la orden de desalojar el asfalto. Y los caballos avanzaron con el respaldo de ciertos sectores de la sociedad que todavía no habían sido financieramente acorralados.
Tras la represión, quedó en el paladar cierto gustillo profético -una especie de presagio- en esa polvareda policial que venía a interrumpir la metafórica siesta indigente, desplazando a los sin techo que reclamaban -casualmente- un mero techo.
Al corral
Para la academia de la lengua castellana, la palabra corralito es el diminutivo de un «sitio cerrado y descubierto que sirve habitualmente para guardar animales»… Al menos en este caso, es difícil negar que la reciente historia argentina favorece la tradición lingüística rusa (en desmedro de la corriente saussuriana) que postula la imposibilidad de comprender la magnitud y significación profunda de un término o concepto sin situarlo en su contexto social y temporal.
Cuanto menos, para esta generación rioplatense, el corralito refiere a la restricción para poder acceder libremente al dinero depositado en los bancos, ya sea en plazos fijos, cuentas corrientes o cajas de ahorros, que anunció el 2 de diciembre de 2001 el ministro de Economía, Domingo Cavallo, pocos días antes de renunciar empujado por la presión popular.
«Hemos tenido que adoptar una medida transitoria de limitación a la extracción de dinero en efectivo», oficializaba, cocmpungido, el ex funcionario de la dictadura y del menemismo, por cadena nacional, despertando de la siesta a cierta clase media que encontró la respuesta en las cacerolas.
La medida, según la opinión de casi todos los economistas, era inevitable, porque las corridas bancarias terminaron por demostrar que el charquito de reservas que tenía el Banco Central y los organismos financieros jamás iba a dar abasto para responder a la demanda de dólares que los ahorristas exigían.
Se ponía así en evidencia que el sistema de convertibilidad estaba llegando a su fin, con una estructura productiva de la economía real que nada tenía que ver con la proclamada paridad cambiaria de 1 peso 1 dólar.
Leal al establishment y a sus gigantes corporaciones, los voceros políticos se ocuparon de alertar sobre la proximidad del corralito a las grandes empresas extranjeras, quienes desde hacía semanas venían fugando millonarias sumas a sus casas matrices, con el ya conocido (y siempre reciclado) discurso de «remisión de utilidades».
El economista Miguel Teubal, en un extenso artículo publicado recientemente por el Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (IADE), condensó la magnitud del proceso de fuga de capitales en números: los depósitos en el sistema bancario a comienzos de 2001 eran de 87.000 millones de dólares, y para abril de 2002 habían caído a 19.400 millones.
Un análisis un tanto más desagregado de esta salida de divisas durante 2001, que bien pone en evidencia el economista Eduardo Basualdo, comprueba que casi el 90 por ciento de las remesas al exterior correspondió a empresas, en su gran mayoría integrantes del núcleo de las 200 firmas más importantes de la Argentina.
Así, los únicos animales que quedaron guardados en este sitio cerrado y descubierto fueron los ahorristas de la clase media, algún sector industrial sobreviviente y una capa de comerciantes con media suela ya sobre el precipicio.
El neo-backstage
La mecha había comenzado a consumirse mucho antes. Desde el día cero quizá. Pero la bomba estalló definitivamente con los episodios de diciembre 2001, que incluyeron el asesinato de decenas de militantes populares: una herida jamás sanable y mucho menos negociable.
Concluyó allí un proceso que había iniciado el golpe militar de 1976 al instaurar un modelo económico netamente favorable a grandes grupos económicos y agentes financieros; los mismos actores que en 1989 volvieron a tirar sus puños contra la democracia mediante un temblor económico que indujo a la masiva fuga de capitales, seguida por devaluaciones torpes y fiebres hiperinflacionarias.
Luego, el plan de ajuste estructural que el menemismo logró hacer figurar como el Arca de Noé incluyó una rigurosa dieta de privatizaciones, desregulaciones (sobre todo en el mercado laboral), endeudamiento con organismos internacionales de crédito y la apertura desmedida a los intereses financieros mundiales.
Para cuando De la Rúa huía en helicóptero, la desocupación alcanzaba a más de un cuarto de la sociedad; uno de cada dos argentinos estaba por debajo de la línea de pobreza; y seis de cada diez ganaban menos de 500 pesos mensuales.
Concentración, extranjerización, desindustrialización, inequidad distributiva. Las aguas del neoliberalismo volvían al mar de la globalización y en la arena argentina sólo quedaron sus resabios. El proceso económico y social había tocado todos los rincones de la población, metafórica y literalmente.
En el plano financiero, por ejemplo, cuando Martínez de Hoz impuso la Ley de Entidades Financieras en 1977 operaban en el país exactamente unas 725 entidades, de acuerdo a un relevamiento del Centro de Economía y Finanzas para el Desarrollo de la Argentina (CEFID-AR), mientras que para comienzos del siglo XXI ese conglomerado se había achicado drásticamente y alcanzaba apenas algo más de 80 entidades.
La década menemista se ocupó de entregar a capitales privados los activos estatales más diversos. Se privatizaron desde áreas como telefonía y comunicaciones, hasta compañías aéreas, pasando por industrias petroquímicas, explotaciones de petróleo, cerca de 10.000 kilómetros de autopistas -es de decir, dos veces la ruta 40 que recorre de Ushuaia a la Quiaca-, ferrocarriles y otros sistemas de transporte, la distribución de gas natural, electricidad, agua, industrias del hierro y el acero, carbón, compañías del área de defensa, represas hidroeléctricas, operadoras televisivas, hoteles, puertos, silos, hipódromos.
A precio de remate, el Estado había conseguido para fines de 1994 unos 27.000 millones de dólares mediante estas privatizaciones. Se suma a un endeudamiento brutal, que llevó a la Argentina a deber al exterior para fines de la década del noventa 145.300 millones de dólares, siendo que para antes del 24 de marzo de 1976 el país adeudaba menos de 7.000 millones.
Naturalmente, tremendo caudal de fondos (más el desembarco de la inversión extranjera directa promovida por la liberalización plena del flujo de capitales) sirvió para colorear los espejitos que buena parte de la sociedad accedió a comprar. Deme dos, por favor.
Ah, y un viaje a Miami no vendría nada mal.
¿Y luego qué?
Cuando el gobierno de la Alianza terminó de hundirse, flexibilización laboral y recorte de salarios mediante, en el país hubo voces que hasta llegaron a proponer directamente dolarizar la economía.
El efímero Adolfo Rodríguez Saa declaró el default de la deuda externa y luego, a principios de 2002, Eduardo Duhalde puso fin al régimen de convertibilidad y devaluó la moneda, lo que significó una inmediata pérdida del poder adquisitivo (sí, todavía más) del sector trabajador.
Al cumplirse una década de la aplicación del corralito, Domingo Cavallo (quién, además de la ingeniosa medida, también fue el que nacionalizó las deudas privadas al cierre de la dictadura militar y luego uno de los ejecutores del proceso de privatización y los planes de ajuste del imperio menemista) consideró oportuno reaparecer en los medios de comunicación masiva. Ya no para dar anuncios, desde ya, sino para dejar en claro que él no se arrepiente de las decisiones adoptadas en el fatídico diciembre 2001. Simplemente, reconoció que le faltó «inteligencia y sagacidad política» en ese momento.
Que las palabras de Cavallo (fiel operador de los servicios financieros internacionales), así como la de tantos otros gurúes de la economía que todo el tiempo buscan desestabilizar el proceso que vive la Argentina, no encuentren lugar donde hacer mella no es una casualidad del destino, sino un logro político verdaderamente destacable, que plantearía -aparentemente- un horizonte de cierta madurez social esperanzadora.
En estos últimos diez años, la Argentina ha atravesado un proceso político, económico y social profundo, que estuvo y está marcado por las heridas y enseñanzas que el estallido de 2001 dejó en el pueblo.
Las asambleas populares, las más de 200 empresas que fueron recuperadas por los trabajadores, la resistencia a los desalojos, el florecimiento de nuevas formas de organización política, el reconocimiento en procesos latinoamericanos, y la profundización en los debates y reclamos son el balance de una década refundacional para el pueblo argentino.
El fracaso del neoliberalismo
Por Mario Rapoport. Licenciado en Economía Política, Doctor en Historia
Para la Argentina, la crisis de 2001 parecía -a todas luces- terminal. Fue una situación traumática como nunca vivió nuestro país. El endeudamiento externo había alcanzado el 175% del Producto Bruto, había desinflación, muchísima desocupación, un nivel ínfimo de reservas monetarias, una industria paralizada, desmonetización de la economía (suplida parcialmente por las monedas paralelas) y, desde ya, una situación social insostenible.
Frente a este panorama, la salida de la convertibilidad era inevitable, dado que no se correspondía con la realidad de las reservas monetarias, ni tampoco con el poder adquisitivo del peso frente al dólar.
Así como también fue inevitable el corralito, lo cual no implica que haya sido una buena medida, porque básicamente la gente vio cómo se perdían sus ahorros. Es que técnicamente era imposible que los que habían depositado dólares pudieran recibirlos, porque la economía argentina no tenía ni de cerca los dólares suficientes para eso.
Sin embargo, sí hubo muchos sectores, especialmente empresas multinacionales, que retiraron anticipadamente divisas del país -advertidas de esta situación- alegando que tenían que remitir dividendos: una magnífica fuga de dólares.
La crisis económica se acrecentaba todavía más por los planes de ajuste, exigidos por el Fondo Monetario y otros organismos internacionales, que incluían rebajas de salarios y jubilaciones; situación que de hecho es comparable con la crisis europea actual, y particularmente con Grecia.
Las teorías neoliberales nos habían llevado a un panorama insostenible. El Estado se achicaba cada vez más, así como también el consumo, la inversión, el empleo, provocando un espiral infernal. Fue el cierre de un ciclo, que había comenzado esencialmente en los años setenta a nivel mundial, y en el que la Argentina fue precursora con la dictadura militar del ’76. Implica también el fracaso del neoliberalismo en nuestro país, en nuestra región y en el mundo entero.
Hoy, a diez años de aquella crisis, podemos celebrar que la situación argentina ha cambiado radicalmente respecto de ese 2001, en contraposición a otras naciones que continúan con profundos problemas económicos y en las que la Unión Europea se empaña por seguir aplicando esas políticas de ajustes y endeudamiento.
La salida: un proyecto productivista
Por Guillermo Wierzba. Director del Centro de Economía y Finanzas para el Desarrollo de la Argentina (CEFID-AR)
Los acontecimientos del año 2001 constituyeron un momento de ruptura en la vida nacional. A partir de allí, el país cambiaría en todos sus planos. El neoliberalismo había sido aplicado en su forma más cruda durante el fin del siglo XX: 25 años de estancamiento del producto por habitante (1976-2001) y una tasa de desempleo que superaba los 20 puntos fueron consecuencias sobresalientes de las políticas que exigían el FMI, los organismos multilaterales de crédito y el establishment internacional de banqueros.
Se sumaba a una profunda concentración económica y una desarticulación industrial, que tuvo su contrapartida en la reprimarización productiva y políticas de ajuste de variadas raigambres, pero siempre antipopulares. La crisis de proporciones significó el final de la convertibilidad y el comienzo de una transición dolorosa que duraría casi dos años, desordenada y con un diseño de políticas que, como la pesificación asimétrica, condujeron a un empeoramiento de las condiciones distributivas mientras se transitaba una profunda recesión.
El período contó con el ascenso del descontento popular, la pérdida de la hegemonía de los postulados del Consenso de Washington, y una creciente organización y movilización social. Con la presidencia de Néstor Kirchner, la Argentina comienza otra etapa cuyos rasgos son opuestos al patrón de valorización financiera que se iniciara con la dictadura terrorista de estado y explotara con la crisis y las rebeliones populares de diciembre de 2001.
A partir de 2003 se desplegó un proyecto productivista en el país, con distribución progresiva del ingreso, enérgicas políticas de inclusión social y racionalidad macroeconómica. A su vez se recuperó, y esto fue la clave, el papel de la política en la economía erradicando la idea del reinado absoluto del mercado.
La recuperación de las convenciones colectivas de trabajo, el pago al FMI y la autonomización respecto de sus exigencias de medidas de ajuste, la reestructuración de la deuda externa con quita inédita, la implementación de una política de administración cambiaria con tasas múltiples (por efecto de las retenciones), el abandono del proyecto del ALCA, marcaron un nuevo rumbo anclado en el latinoamericanismo y el paradigma del desarrollo con inclusión.
Más tarde vendrían la Asignación Universal por Hijo, la reestatización de la administración de pensiones y jubilaciones, las cooperativas del plan Argentina Trabaja. El 54 % de los votos obtenidos por el gobierno son el símbolo del respaldo ciudadano a una política de raíz democrática, nacional y popular. Un piso sólido para profundizar los cambios acentuando el signo del proyecto en curso.
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