En el marco de nuestras democracias precarias en México y América Latina, la clase política en el poder ─de filiación neoconservadora y neoliberal─ se atribuye la facultad de promulgar decretos y leyes ajenas a la voluntad de pueblo, contrarias a los derechos ciudadanos y a los intereses de la nación al cierre de año. Políticamente, […]
En el marco de nuestras democracias precarias en México y América Latina, la clase política en el poder ─de filiación neoconservadora y neoliberal─ se atribuye la facultad de promulgar decretos y leyes ajenas a la voluntad de pueblo, contrarias a los derechos ciudadanos y a los intereses de la nación al cierre de año. Políticamente, tienen la certeza que diciembre es un buen mes para sus tropelías revestidas de manto jurídico, aprovechando la desmovilización de diversos sectores de la población, entretenidos por sus vacaciones y las celebración de la guadalupana, las posadas, la navidad y el año nuevo.
Diciembre, mirado desde las alturas, se reviste de signos nefastos, toda vez que se procura cerrar los ciclos legislativos entre cabildeos mafiosos y «mayorías» parlamentarias para aprobar las leyes que no gozan del respaldo o la aceptación ciudadana. En otros casos, los parlamentarios aprueban delegar en la presidencia, fueros extraordinarios para legislar sin debate.
En el caso de la nueva ley que funda la Secretaría de Cultura, hubo acuerdos previos entre los integrantes del poder ejecutivo y el legislativo. Todas las agrupaciones políticas de derecha a izquierda cerraron filas votando a favor de la creación de la nueva entidad tutelar de la cultura en México. Deslices retóricos del secretario de Educación Pública en torno a su incapacidad de atender educación y cultura, acentuando su formal divorcio, o el presunto «rezago» de su creación… ¿Rezago? Pensará acaso en la diferida atención a las exigencias del poder financiero transnacional (Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo) asociado a la UNESCO, en las fallidas secretarías o ministerios de cultura creados durante los tres últimos lustros en los países llamados en «vías de desarrollo», o en las corporaciones empresariales de industrias y bienes culturales.
Quizás lo anterior ilumine el lapsus tremens del flamante secretario de cultura, que se auto llamó secretario de turismo en su primera conferencia de prensa tras tomar posesión del cargo. Y a su vez, con ese antecedente, seguir los pasos del flamante secretario de Cultura Tovar y de Teresa al lado de Enrique de la Madrid Cordero, titular de la secretaría de Turismo y ex funcionario continental del controvertido banco HSBC no será difícil.
Como ha ocurrido a lo largo de estos años de «reformas estructurales», llevadas a cabo en el país sin consultar a los ciudadanos y sin tomar en cuenta a los sectores socio-étnicos directamente afectados, ahora tocó el turno al ámbito de la «cultura», sometida desde septiembre pasado a una iniciativa de reforma institucional que sigue siendo indefinida, pero preocupante cuando se revisan con detenimiento las afirmaciones vertidas para justificarla.
Sin embargo, un elemento objetivo y nada desdeñable a tomar en cuenta y que permite advertir muy bien lo que sigue, es elprocedimiento seguido para impulsar dicha iniciativa, en el que justamente se prescindió de los ciudadanos, tanto los no expertos como los expertos en los temas respectivos y a los representantes de los diversos gremios del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Con esa señal inequívoca, la clase política neoliberal y el grupo gobernante encabezado por Enrique Peña Nieto impusieron la Secretaría de Cultura, con un propósito fundamental si tomamos en cuenta el contexto de todo el proceso: desregular los bienes nacionales y el patrimonio cultural de los mexicanos para el usufructo privado y corporativo.
En particular, de nada sirvieron los fundados argumentos de los académicos del INAH, quienes a través de diversos medios de comunicación dieron a conocer sus razones para rechazar una iniciativa carente de base constitucional, que otorga al nuevo secretario poderes discrecionales para seguir obsecuentemente la política que el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial establecen para la «cultura», en el marco de lo que se ha denominado «economía cultural».
Fue significativo que ninguno de los partidos políticos representados en el Congreso de la Unión, incluyendo los que se auto-adscriben a la «oposición de izquierda» votara en contra de la iniciativa y que ésta pasara prácticamente incólume en ambas Cámaras.
A su vez, Enrique Peña Nieto aprovechó la entrega de los premios de Ciencias y Humanidades para rubricar el decreto de creación de la Secretaría, sin que en los discursos de los premiados hubiera siquiera un leve pétalo de crítica hacia semejante acto de oportunismo político de parte del iletrado presidente.
En las comparecencias a modo en la Cámara de Diputados, algunos creadores, literatos e incluso académicos aprovecharon la oportunidad para lanzar contra el INAH acusaciones infundadas de corrupción, cuando no ha sido esta lacra una característica estructural de la institución, sobre todo en lo que toca a los centenares de profesores-investigadores que por años han estudiado y defendido el patrimonio cultural de todos los mexicanos.
En contraste con la preocupación que externaron numerosos académicos a nivel nacional e internacional respecto a dicha iniciativa, y de lo cual es expresión el desplegado que apareció en el Diario La Jornada el 17 de diciembre y que reproducimos en este número, los precarios y escasos debates y escritos en algunos medios de comunicación sobre el tema de la Secretaría mostraron una inclinada tendencia de muchos de estos analistas y articulistas a concebir la «cultura» como «alta cultura», que el Estado administra, apoya y trasmite a las masas sin-cultura, desconociendo las múltiples contribuciones de la disciplina antropológica sobre los conceptos de cultura y de patrimonio cultural. En particular, es totalmente dejado a un lado el hecho fundamental de que el patrimonio cultural, en su significado amplio, comprende lenguas, conocimientos y saberes, técnicas y formas de ser y hacer de todos los agrupamientos humanos, en un legado acumulativo inherente a la especie humana que agrupa entidades nacionales, regionales, socio-étnicas, ahora amenazadas gravemente por la actual fase depredadora y anti-civilizatoria del capitalismo transnacional.
Al margen de estos acomodos maquinados y de la superficialidad discursiva con que se les pretende justificar, el reto que tenemos enfrente es mayúsculo porque no remite sólo a la adecuación de instituciones y disciplinas para que sean más funcionales al proyecto de subordinación del bien común al interés privado en un solo ámbito de la vida social de los pueblos, sino en todos los terrenos. La llave ha sido un sistema legislativo ocupado por las franquicias partidarias, no sólo sumamente oneroso, sino ominoso en su disponibilidad incondicional y su autismo, en sus privilegios, en su frivolidad. No está, por supuesto, a la altura del pueblo de México, y su desempeño cargado de ficciones discursivas así lo demuestra.
Pero, ¿dónde está ese buen vivir que merece todo ser humano? ¿Le va a ser conferido por un «poder superior»? ¿De qué tamaño es la ingenuidad de aquel que espera algo de una clase política sumida en la corrupción y la impunidad? ¿Cuál es la magnitud del desatino de colocar esperanzas en los mercaderes de la vida y de la muerte que disponen a su vez de esa clase política y que se benefician de su servilismo?
Ese buen vivir y esa integridad tienen una dimensión cultural y por ello colectiva en el mejor sentido de la palabra; provienen de una práctica cotidiana de participación, apegada al sentir, a las necesidades, a las esperanzas y a los sufrimientos de nuestros pueblos, y también segura de su gran potencial y capacidad. Esa práctica es la única plataforma posible y ese el contexto del que partimos en este fin de año.
Por eso, este fin de año es un inicio.
Fuente: http://enelvolcan.com/61-ediciones/040-noviembre-diciembre-2015/428-editorial-40
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