La historia, decía Andrés Aubry, no es maestra de la vida. ¿Cómo podría serlo, si tantas veces apesta por inmoral y escandalosa? Pero la historia, decía también Andrés, es madre del compromiso, porque abre los ojos y reactiva la memoria. Por eso le fascinaba. Y por eso él nos fascinaba a todos con la historia […]
La historia, decía Andrés Aubry, no es maestra de la vida. ¿Cómo podría serlo, si tantas veces apesta por inmoral y escandalosa? Pero la historia, decía también Andrés, es madre del compromiso, porque abre los ojos y reactiva la memoria. Por eso le fascinaba. Y por eso él nos fascinaba a todos con la historia y las historias que relataba.
Hace apenas dos años Andrés adoptó la perspectiva que hoy nos congrega para construir una agenda de trabajo para Chiapas. Recordaba entonces que la única manera de cambiar Chiapas es cambiar el mundo… Como esto es muy difícil, quizá imposible, lo que necesitamos hacer, como dicen los zapatistas, es crear un mundo nuevo.
En la guía-agenda que nos legó, Andrés comparte su lectura del presente, que hizo para descubrir en él las anticipaciones de lo que vendrá. Como de costumbre, logró que en ese examen el pasado interpelara al presente, consciente de que estamos en uno de esos momentos peculiares en que hemos de indagar el pasado para descubrir pistas sobre lo que nos espera. Porque es el momento del cambio.
En su guía, Andrés nos revela la posición peculiar de Chiapas, como bisagra que recibe todos los vientos del mundo y encapsula aquí la memoria material del planeta. Estamos en un momento de elección, señala Andrés, en una encrucijada. Pero el camino ha de establecerse desde abajo, no desde las cúpulas. Y eso le toca a Chiapas. Nada menos. Le toca, en las palabras de Juan Bañuelos que Andrés nos recordó, tejer el traje que vestí mañana. Le toca dar sentido al cambio.
El parteaguas
En toda era se enfrentan dificultades y crisis y en todas se superan, en un día o en cien años. Cuando aparecen crisis que ya no pueden ser resueltas en los términos propios de cada era, surge la necesidad histórica de una nueva y se abre un parteaguas para pasar a ella. En eso estamos.
Termina ya la era que Wallerstein ha llamado la economía-mundo capitalista. Va a ser sustituida por otra. Pero la naturaleza y características de la nueva era no están escritas en las estrellas. La bifurcación está formada por posibilidades no sólo distintas sino contrapuestas. Necesitamos leerlas en el presente, como nos enseñó a hacer Andrés, para poder optar, para que empiece la era que queremos y no la que tememos.
El fin del imperio estadounidense
Dos ingredientes de la transición ya tuvieron lugar y crean nuevas posibilidades. El primero es el fin del imperio estadounidense.
Las cúpulas de Estados Unidos se animan por primera vez a hablar de imperio para referirse a sus proyectos…cuando el imperio ha llegado a su fin. Esto no es tan paradójico como parece. En su agonía, todos los imperios de la historia han empleado sus últimos recursos para pretender que están en el apogeo de su gloria. Pero así sólo consiguen precipitar su fin.
En 1945 Estados Unidos era una formidable máquina productiva. Producía la mitad de la producción mundial registrada. Europa y la Unión Soviética habían quedado devastadas por la guerra. Japón estaba ocupado. Los países del llamado Sur eran colonias europeas o no pintaban, ni económica ni políticamente.
Estados Unidos poseía notable autonomía. Sus exportaciones e importaciones representaban sólo 4% de su producción. Podían bajar la cortina y nada pasaría en su vida cotidiana.
Estados Unidos era acreedor mundial. Por eso se aceptó en Bretton Woods que el dólar fuera moneda mundial de reserva y que todos los países, menos uno, tuvieran que sujetarse a las nuevas reglas.
Estados Unidos tenía la hegemonía política. Impuso en el estatuto de Naciones Unidas las formas de su constitución.
Y tenía la hegemonía cultural. Era el momento de Hollywood, cuando el cine que todos corríamos a ver nos mostraba el American Way of Life como lo más cercano al paraíso.
El 20 de enero de 1949 el Presidente Truman inauguró el imperio. Al señalar: «El viejo imperialismo…no tiene ya cabida en nuestros planes» dio a Estados Unidos un papel activo en el desmantelamiento de los últimos imperios europeos.
Truman dejó también establecido el emblema del nuevo imperialismo: el desarrollo, un emblema de la hegemonía estadounidense que adoptarían ciegamente, sin darse cuenta de lo que hacían, hasta los más decididos antiimperialistas. Al acuñar el término subdesarrollo y subdesarrollar así a dos mil millones de personas, Truman dio nuevo sentido al término.
Una propuesta teórica y filosófica de Marx, empacada al estilo estadounidense como lucha contra el comunismo y al servicio del designio hegemónico de Estados Unidos, permeó así la mentalidad popular y la letrada por el resto del siglo XX.
Con el nuevo siglo el imperio estadounidense llegó a su fin. Estados Unidos produce hoy menos del 30% de la producción mundial. Es uno entre otros actores económicos, algunos de mayor tamaño.
Es deudor mundial. Se empieza a abandonar el dólar como moneda de reserva. Sólo para continuar operando, Estados Unidos necesita dos mil millones de dólares diarios, o sea, ese país se vende al mejor postor a razón de dos mil millones de dólares al día.
Su comercio exterior representa más de la tercera parte de su economía. Se ha vuelto enteramente interdependiente.
Y aunque todavía logre capturar cabezas y corazones de las minorías, ha perdido la hegemonía cultural.
Sus pretensiones imperiales actuales pretenden sustentarse en su poder militar indiscutible. Es actitud de aprendices sin conocimiento histórico y político. Hace 200 años, cuando otros aprendices quisieron utilizar con fines parecidos los poderosos ejércitos napoleónicos, sin rival en el mundo, se dice que Napoleón les dijo: «Las bayonetas sirven para muchas cosas, menos para sentarse en ellas.» Con esta metáfora espeluznante les hacía ver que con el ejército y la policía se puede destruir un país, pero no gobernarlo, como Estados Unidos aprende actualmente en Iraq.
Estados Unidos carece ya de la capacidad imperial que tuvo. El ejército no puede dársela. La restauración es imposible. No se puede dar marcha atrás en la historia. Como Marx observó alguna vez, cuando se representa por segunda vez la tragedia resulta farsa. Es cierto que esta farsa puede volverse trágica, entre otras cosas por la mentalidad de cow boy irresponsable que presidente actualmente Estados Unidos. Pero no restablecerá lo que ya terminó.
El fin del antiguo régimen en México.
Entre nosotros puede constatarse otro ingrediente del fin de una era: la liquidación del régimen político que existió en México a lo largo de la mayor parte del siglo XX. Como los partidos políticos han tratado de convertir nuestra transición política en mera transa entre ellos y el PAN se dedica a imitar al PRI cunde la impresión de que estamos aún bajo el antiguo régimen. Es útil, por ello, tener a la vista los datos que permiten observar el contraste.
Cuando Miguel de la Madrid inauguró con un golpe de estado el periodo neoliberal, el sector público representaba dos terceras partes de la economía mexicana, que estaba casi totalmente cerrada, o sea, en manos de la burocracia. Veinte años después se había reducido a la quinta parte de una de las economías más abiertas del mundo, una apertura que significa que su evolución ya no puede determinarse en el propio país.
El contraste es aún más agudo en el aspecto político. El presidente controlaba su gobierno, su partido, el Congreso y el poder judicial. Sucesivos presidentes modificaron más de 500 veces la Constitución. El Presidente controlaba políticamente hasta el último rincón del país, a través de una estructura mafiosa que permeaba a la sociedad entera.
Fox no controlaba su gobierno, ni su partido, ni el Congreso, ni el poder judicial, ni siquiera la casa presidencial. No logró sacar adelante ninguna de las reformas legales que parecían importarle tanto.
En México se discute aún la naturaleza de nuestra transición política, precipitada por la insurrección zapatista en 1994, porque persiste el enfoque neoliberal, se mantiene el cascarón de las instituciones del régimen de la revolución y las clases políticas han creado en algunos estados remedos perversos del antiguo régimen. Pero está bien muerto. Es cierto que, como no organizamos oportunamente el funeral, del cadáver insepulto brotan todo género de pestes. Pero los empeños de restauración son tan ridículos como siniestros.
Los reaccionarios
El fin de una era es fuente de inestabilidad y caos. Genera siempre inmensa incertidumbre. A esto se agrega la confusión que está creando la aparición de una nueva oleada de reaccionarios: personas y grupos que ante esa incertidumbre reaccionan con pasos hacia atrás, tratando de regresar a territorios conocidos en que se sienten seguros. Esa actitud tiende un velo sobre la perspectiva y causa todo género de dificultades.
Entre los reaccionarios se encuentran ante todo los fundamentalistas religiosos, que buscan las certidumbres que perdieron en los fundamentos de su fe. Los peores, entre ellos, son los del catecismo económico. Tenemos la vergüenza de que México sea, probablemente, el último país en apegarse ciegamente al llamado Consenso de Washington, que definió el paquete de políticas que llamamos neoliberalismo.
El consenso se rompió. El último informe del Banco Mundial, uno de sus principales promotores, señala por qué y anuncia otra ruta. Uno tras otro los fieles de esa iglesia la abandonan. Se habla hoy del Postconsenso de Washington. Pero nada de eso parece llegar a oídos de Felipe Calderón y su Secretario de Hacienda, que siguen atados a políticas tan obsoletas como insensatas.
Lo hacen, además, con una actitud particularmente peligrosa. El acto fallido de Calderón, cuando habló del monopolio del poder, muestra su angustiosa confusión. Su real carencia de poder político lo lleva a imaginar que puede sustituirlo con el monopolio de la violencia que la ley reserva al Estado. Necesita con urgencia escuchar la advertencia de Napoleón: con las armas puede hacer mucho daño, pero no podrá gobernar.
Entre los reaccionarios aparecen aquí y allá algunos fascistas, gente que quiere recuperar esa forma peculiar de autoritarismo que surgió en el siglo XX. Surgen hasta en los lugares más inesperados, pero hasta ahora no han logrado tener mucho peso.
En América Latina regresan los estatalistas. Sostienen que el neoliberalismo fue funesto y desean regresar a la buena y vieja era del estado patrón.
Algunos estatalistas quieren quitar sus aristas más agudas al neoliberalismo. La frase es de López Obrador, pero podrían haberla dicho Lula o muchos otros dirigentes latinoamericanos.
Otros quieren un modelo que sustituya al neoliberal, con una orientación más social, en la tradición de la socialdemocracia europea y su estado de bienestar. Quieren proteger lo que queda de éste tras la devastación neoliberal.
Otros más, finalmente, han estado rescatando del olvido la palabra socialismo. No parecen haber percibido que, como todo fenómeno histórico, el socialismo tuvo un principio y está llegando a su fin. No sólo hubo problemas y desviaciones en su implementación. También los hay, y serios, en la tradición teórica y filosófica socialista. A final de cuentas, el socialismo es sólo una variante de la sociedad económica que morirá con la era que termina. Algunos grupos de esa constelación siguen una línea que puede llamarse estalinismo populista. Hablan de líder supremo, partido único y estructura vertical. En vez de represión usan dádivas para las masas. Otros grupos hablan vagamente de socialismo de participación o sueñan en estalinismos puros y duros, sin matices populistas.
Ninguna de esas corrientes puede llegar muy lejos. Se aferran aún a los términos de la era en agonía. Morirán junto con ella. Pero su presencia confusa, profusa y difusa agrava la incertidumbre y captura la atención de muchas personas.
Mutaciones de los movimientos sociales
Los movimientos sociales contemporáneos han nacido en los términos de la vieja era y tienen, además, que enfrentar a toda esa fauna política que se aferra al pasado. No siempre logran descubrir la naturaleza de la situación actual y hacerse antisistémicos para adquirir sentido de realidad.
Dos rasgos parecen acompañarlos en ese tránsito.
Uno se refiere a la localización, que aparece como alternativa al localismo y a la globalización a la vez. Comunidades y pueblos encerraron su resistencia al colonialismo y el desarrollo en sus lugares, pertrechándose en ellos, y tendieron a volverse localistas e incluso fundamentalistas. En las circunstancias actuales todos los movimientos localistas serán barridos del mapa. Por eso, sin caer en la forma desarraigada propia de la modernidad, los descontentos se afirman más que nunca en sus propios lugares, pero al mismo tiempo se abren a otros como ellos y forman amplias coaliciones. Es la localización. Si un movimiento cala suficientemente hondo en lo local, se hace directa e inmediatamente global, de gran alcance.
Además, los movimientos adoptan cada vez más la política de un NO y muchos SÍes. En contraste con políticos y partidos, siempre a la búsqueda de afirmaciones generales que sustenten las promesas que nunca cumplen, la gente se une en torno a rechazos comunes: una presa, una carretera, una política, un gobernante, un régimen… Pero reconoce la pluralidad real del mundo, las diferencias de cuantos compartes ese NO común, el valor de sus múltiples SÍes, de sus afirmaciones, ideales y proyectos de vida diferentes. Así anticipan un rasgo central del nuevo mundo que están creando: un mundo en que quepan los muchos mundos que somos.
Existe creciente conciencia de que ni la naturaleza ni la sociedad podrán soportar por muchos años más el régimen actual. La gente se da cuenta, además, de que en el seno de ese régimen no parece haber opciones: no hay recursos conceptuales ni político para lidiar con las dificultades en aumento. Surge así, paso a paso, la anticipación del fin de una era.
Los movimientos sociales contemporáneos se hacen antisistémicos en su propia dinámica, cuando logran dar profundidad a sus empeños y descubren en la práctica la naturaleza sistémica de los obstáculos que enfrentan.
La Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO)
Quiero utilizar el caso actual de Oaxaca para ilustrar este argumento.
Todo empezó con una lucha convencional: las reivindicaciones económicas de un gremio. Cuando esa lucha fue reprimida, se formó de inmediato una coalición de dirigentes que aglutinó a cientos de organizaciones en torno al rechazo común a Ulises Ruiz, que había llegado con un fraude a la gubernatura y cuya administración corrupta y autoritaria generaba inmenso descontento.
En poco tiempo esa coalición se convirtió en una convergencia de movimientos sociales, con la típica política de un NO y muchos SÍes. La APPO sintetizó rápidamente la cultura política local: asambleas populares, sindicalismo magisterial, comunalidad indígena, municipalismo, extensionismo religioso, izquierda radical, regionalismo, diversidad étnica, redes juveniles libertarias.
Participan en la APPO muy diversos movimientos. Algunos vienen de lejos, como el de los pueblos indios. Otros se activaron en esta circunstancia, como el movimiento urbano popular. Esta composición plural da a la APPO muchos caminos paralelos. Entre los que parece haber mayor convergencia destacan algunas luchas democráticas.
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Hay quienes todavía luchan por la democracia formal, hartos del cochinero que ha caracterizado siempre a las elecciones en Oaxaca.
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Diversos grupos luchan por la democracia participativa: la iniciativa popular, el refrendo, el plebiscito, la revocación del mandato, la transparencia, la rendición de cuentas, el presupuesto participativo, la contraloría social.
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El principal desafío es subordinar esas dos luchas a la que es probablemente mayoritaria y busca lo que llamamos democracia radical. En vez de concentrarse en los poderes constituidos, esta lucha se orienta a lo que puede hacer la propia gente y a la reorganización de la sociedad desde abajo.
Desde otro ángulo, en la APPO coexisten con movimientos innovadores, que ya son claramente antisistémicos, algunas luchas convencionales, ya sea las económicas, para arrancar del capital o del Estado ciertas mejoras, o bien las que buscan conquistar el estado, en las urnas o mediante un golpe de mano, para reorientar las políticas dominantes o impulsar variantes socialistas.
Los rasgos básicos de la APPO, como convergencia de movimientos, se basan en la experiencia.
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Carece de líderes. Hemos aprendido de las luchas del siglo XX, en que los líderes fracasaron en sus propósitos. Incluso aquello que aparentemente triunfaron, no consiguieron lo que pretendían.
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Aprendimos también a criticar el socialismo, aunque manteniendo algunos de sus ideales. Criticamos conforme a esa tradición la propiedad privada de los medios de producción, pero reivindicamos la propiedad comunal y queremos reservar la colectiva sólo para algunos casos especiales. Los medios de producción deben estar en manos de la gente, no de una burocracia que supuestamente los administre para todos.
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Aprendimos a criticar la democracia formal y participativa, y nos afirmamos en comunidades y barrios para practicar una democracia que no puede estar sino donde la gente está, a ras de tierra, en nuestras asambleas autónomas.
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Estamos conscientes de que el capital tiene más apetito que nunca, pero no estómago suficiente para digerir a todos los que quiere controlar. Por eso ya no habrá empleos. Se ha rota la tregua social, en que los trabajadores generaban las ganancias de los capitalistas a cambio de que éstos crearan empleos. Hemos aprendido a desafiar el capitalismo más allá de la retórica, al forjar relaciones sociales que escapan de la lógica del capital. Nuestro anticapitalismo no consiste simplemente en declarar una guerra retórica a los burgueses, sino en organizar ámbitos autónomos que socavan directamente la existencia de ese régimen.
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Aprendimos a desafiar el desarrollo y el progreso, para afirmarnos en nuestras propias definiciones plurales de la buena vida y adoptar nuestros propios caminos.
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Aprendimos a cuestionar el individualismo propio de la modernidad capitalista, para afirmarnos en nuestros ámbitos de comunidad. Frente al individuo atomizado y homogéneo, levantamos la persona, un nudo de redes de relaciones reales que forman la comunidad.
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Aprendimos a cuestionar el estado-nación, con su democracia formal, que no es sino una estructura de dominación basada en la violencia. Adoptamos ahora otros horizontes políticos.
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Aprendimos a desafiar la premisa política convencional, que sostiene que los pueblos no pueden gobernarse a sí mismos y reduce la cuestión política a definir cómo se determina quién los gobierna. Tenemos otra noción del poder. Podemos gobernarnos a nosotros mismos, en los cuerpos políticos apropiados que son los que estamos construyendo.
La inspiración zapatista y las tareas actuales
Puesto que de esto se trata, y es esto lo que parece definir a los movimientos antisistémicos actuales, al menos como tendencia, el zapatismo sigue siendo nuestra fuente principal de inspiración.
Sostienen Wallerstein o Chomsky que el zapatismo es la iniciativa política más radical y quizá la más importante del mundo. No lo dicen así en los barrios y pueblos, porque en general la gente no conoce suficientemente de otros movimientos fuera de México y ni siquiera conoce bien a los de México. Pero lo que saben del zapatismo les basta para encontrar en él inspiración. Saben de qué se trata eso de mandar obedeciendo. Lo practican en sus propios lugares y ahora quieren que se extienda a toda la sociedad, como de alguna manera pusimos a prueba en la ciudad de Oaxaca en 2006.
Poco a poco, junto con los zapatistas, estamos aprendiendo a reconocer nuestras tareas.
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Nos toca introducir orden y sentido en el turbulento desorden que prevalece.
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Nos toca pensar todo de nuevo. Pensar ahora, con sentido de urgencia, lo que dejamos de pensar por más de cien años, atrapados como estábamos en la disputa ideológica.
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Nos toca limpiar miradas personales y colectivas para inventar los caminos que habremos de transitar.
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Y nos toca actuar con sentido de dirección.
Estas tareas pueden formularse en términos simples:
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Encauzar el descontento general, transformando protestas y denuncias en iniciativas viables y la resistencia en liberación, a partir de la articulación de las bolsas de resistencia.
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Construir nuevos horizontes políticos, más allá del estado-nación.
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Subordinar las luchas por la democracia formal y la participativa a la construcción de la democracia radical.
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Aprender a estar juntos aunque no revueltos.
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Regresar del futuro y de las ideologías, para arraigarnos en un presente de transformación.
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Abandonar las pretensiones estatalistas, para asumir cabalmente el protagonismo de la gente, al transformar la conquista de derechos en defensa de libertades.
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Construir formas autónomas de organización de la vida social más allá del desarrollo y la globalización y de la lógica del capital.
En la circunstancia actual, necesitamos dejar de mirar hacia arriba, hacia los poderes constituidos, y arrancar de raíz la obsesión de tomar el poder por cualquier vía.
Debemos abandonar el estado como horizonte exclusivo de la teoría y la acción políticas, para aventurarnos en el mundo de la pluralidad y construir en él nuevas perspectivas. La política como sentido del bien común implica dejar atrás nociones obsoletas, como la de soberanía nacional o imperialismo estadounidense, para hacer frente con claridad a la nueva lógica imperial del capital transnacionalizado.
Necesitamos renunciar seriamente al socialismo, reconocer que llega a su fin y aguantar a pie firme las consecuencias. Saber que el futuro no está predeterminado, y que del capitalismo no sigue el socialismo sino algo aún por inventar, es muy inquietante para quienes hemos sido formados en esa tradición y dedicamos buena parte de la vida a luchar por ese ideal. Pero establecer teórica y prácticamente esta convicción es una tarea urgente.
¿Cómo disolver el viejo debate sobre el poder? Se habla de él como si fuera una cosa, que unos tienen en demasía y otros no tienen, algo que sería preciso redistribuir. El Banco Mundial puso de moda el espantoso término empoderar. Quiere empoderar a mujeres, niños, indios, pobres…
Necesitamos otras palabras para hablar de lo que no es lo contrario del poder (aquello que lo resiste), sino algo radicalmente distinto. No es su reflejo ni su opuesto. Está en otra parte. Es una relación. Y se llama dignidad.
Humanistas y revolucionarios de todo el espectro político proponen modificar las ideologías sin cambiar las instituciones. Los reformistas quieren cambiar las instituciones sin alterar el sistema ideológico. Eso es cambiarlo todo para que nada cambie.
Lo que hace falta es cambiar el régimen institucional de producción de verdad, o sea, los enunciados conforme a los cuales nos gobernamos nosotros mismos y a otros. Se requiere la conmoción simultánea de ideologías e instituciones, articulando un saber histórico de lucha que exprese la autonomía de nuestros núcleos culturales independientes, conectados entre sí en forma de red.
Se trata de con-mover, no de pro-mover. Conmover es una linda palabra. Supone moverse con el otro, como en una danza, y hacerlo con todo, con el corazón y el estómago y el ser entero, no sólo con la cabeza. Y la conmoción opera por contagio.
En el plano ideológico, hace falta atreverse a renunciar a los discursos globalizantes, para reinventar el habla, el lenguaje, las categorías, los sistemas que producen los enunciados con los que nos gobernamos.
Necesitamos abandonar el cientificismo y darnos cuenta que el humanismo es cada vez más abiertamente totalitario, una provocación que prostituye el pensamiento. Su paradigma es el tecnócrata profesionalizado e institucionalizado.
En el plano institucional, en vez de reformar o combatir a las instituciones en decadencia o tomarlas en nuestras manos, necesitamos disolverlas, es decir, eliminar la supuesta necesidad de su existencia.
No se trata ya de la descentralización, la simple transferencia de funciones del centro a la periferia, con propósitos de eficiencia. Se trata de reconfigurar el centro…al disolverlo. Es el paso de la descentralización al descentralismo.
Desmantelar los aparatos de estado que definen el poder empieza por disolver la profesionalización e institucionalización de las necesidades y capacidades de la gente. No se trata de apoderarse de ellos, ya que contienen u patrón ajeno y enajenado, el virus del poder y la lógica del capital, sino de hacerlos radicalmente irrelevantes al articular otras maneras de pensar y hacer las cosas.
En vez de instituciones cada vez más abiertamente contraproductivas (escuelas que producen ignorancia, sistema de salud que enferman, etc.), cada una de las cuales es un mecanismo de dominación, se trata de poner en operación otras herramientas, que puedan estar realmente en manos de la gente y expresar sustantivamente su actividad, su capacidad, su creatividad.
La modernización de la maquinaria política la hace cada vez más impotente, por su carácter fragmentario y feudal y la rigidez de sus normas, de sus ventanillas cuadradas. De arriba hacia abajo, en esas condiciones, los impulsos caen en el vació social; de abajo hacia arriba, en el vacío institucional.
Dejar de mirar hacia arriba, abandonando toda obsesión por la toma del poder, no implica descuidarnos. Necesitamos estar alertas ante los desaguisados y despropósitos que se tejen en los poderes constituidos para impedirlos y emplear los procedimientos jurídicos y políticos y las instituciones existentes como marco para la transición.
Necesitamos vaciar de poder político todos los aparatos del estado y dejarles sólo funciones administrativas de coordinación y servicio.
Necesitamos resistir la falsa disyuntiva entre el camino institucional, electorero, y las armas, como si esas fueran las únicas opciones. Nuestras tareas tienen un compromiso fundamental con la no violencia, que no es pasividad ni pacifismo, sino modo de vida, afirmado en la dignidad.
Para realizar todas esas tareas necesitamos alianzas y coaliciones. Pero debemos estar conscientes de que la alianza plena es imposible. Más allá de intereses creados y estilos organizativos, la dificultad está en que caminamos en sentidos opuestos, con diferentes motivos, razones y propósitos.
No parece posible plantearse seriamente la convergencia de todas las organizaciones que pretenden ubicarse a la izquierda del espectro ideológico. Pero esto no implica, necesariamente, aceptar la división y caer en la manía que convierte al compañero en el enemigo principal.
Las circunstancias nos exigen a todos mantenernos a ras de tierra y desde ahí ver hacia los lados. Si eso implica que aprendamos a escuchar a la gente, a reconocer en qué anda, hacia dónde soplan sus vientos; si logramos dejarnos llevar por ella, confiando en su buen juicio; si nos dejamos guiar por su inspiración y su fuerza, más que por nuestras manías ideológicas y nuestras construcciones intelectuales; si son sus sueños, más que los congelados en vocaciones ya obsoletas, los que ahora nos pondremos a soñar; si aprendemos seriamente a participar en la política del NO, el NO al capital y al estado, y los muchos SÍes, es decir, las muchas afirmaciones distintas a partir de una negación común; si desde el pluralismo radical, juntos pero no revueltos, como se ha tejido la acción en la APPO y La otra campaña, organizamos ahora nuestro caminar será posible realizar todas nuestras tareas.
La era que puede suceder a la actual, si se mantienen las inercias de los poderes constituidos, contiene horrores que sólo la imaginación desbordada de algunos escritores, como Orwell, ha sido capaz de formular. Aunque algunos signos empiezan a observarse en la realidad actual, son apenas un pálido esbozo de lo que puede ocurrir.
Como ha dicho John Berger, sin embargo, nombrar lo intolerable, en un mundo cada vez más desesperado, es en sí mismo la esperanza. Si algo se considera intolerable ha de hacerse algo. Por eso la esperanza es la esencia de los movimientos populares. Al redescubrirla como fuerza social se abre la posibilidad del cambio.
La esperanza no es la convicción de que las cosas ocurrirán como uno las piensa. Es la convicción de que algo tiene sentido, independientemente de lo que ocurra. Por eso la pura esperanza reside en primer término, en forma misteriosa, en la capacidad de nombrar lo intolerable, una capacidad que viene de lejos y hace inevitables la política y el coraje.
Hemos sido capaces de nombrar lo intolerable. No podemos tolerar más el régimen actual, que destruye por igual tierras y culturas. Y no estamos dispuestos a tolerar el régimen que podría instalarse en su lugar, en una nueva era. En vez de mantenernos a la expectativa o depositar la esperanza en nuevos espejismos, nos hemos puesto en movimiento, desenchufándonos paulatinamente de los sistemas esclavizantes que nos mutilan, para construir en libertad un mundo nuevo, en que quepan los muchos mundos que somos. Así estamos definiendo, en la práctica, el sentido de la nueva era.
De eso tratan, creo yo, los movimientos antisistémicos.
San Pablo Etla, Oaxaca, diciembre de 2007