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Algunas claves en la política argentina y en las alternativas de izquierda

Fuentes: Rebelión

Una despolitizada campaña electoral fue el prólogo de la previsible derrota oficialista. No fue un rayo en cielo sereno. Ya los primeros truenos resonaron con el malestar por una inflación que viene deteriorando salarios y planes sociales, la bronca por el estado del transporte ferroviario, las luchas contra la depredación social y ambiental que dejan […]

Una despolitizada campaña electoral fue el prólogo de la previsible derrota oficialista. No fue un rayo en cielo sereno. Ya los primeros truenos resonaron con el malestar por una inflación que viene deteriorando salarios y planes sociales, la bronca por el estado del transporte ferroviario, las luchas contra la depredación social y ambiental que dejan los emprendimientos mineros, sojeros e inmobiliarios, el contraste entre un discurso «nacional y popular» y los acuerdos con Chevrón y el Banco Mundial, así como la creciente inseguridad a la que las bandas narco-policiales condenan a los barrios más pobres, todo lo cual fue agrietando la mística refundacional con que el kirchnerismo construyó su hegemonía.

Si la masividad alcanzada por los cacerolazos había indicado el alejamiento de sectores medio-altos, el lento pero persistente incremento en la conflictividad laboral y social fueron inequívocas señales de disconformidad en extensos sectores populares.

Este malhumor popular, tan evidente por abajo, no fue registrado por las agrupaciones juveniles y populares kirchneristas, que se mantuvieron alineadas con el viejo y conservador PJ, ni por quienes prefirieron palpar el pulso de éstas, antes que hacerlo con los millones de compañeros y compañeras de nuestro pueblo trabajador, ni unido ni organizado en ellas.

Mientras el obelisco, espontánea cita de festejos populares, asistía al fin del escrutinio en soledad, la «oposición» celebraba en sus pequeños Bunkers el triunfo que el pueblo -sin entusiasmo- les otorgó. Elección plena de contrastes, mientras toda la superestructura política viraba hacia la derecha, una parte minoritaria pero significativa de los sectores populares votaba a la izquierda, masivamente en provincias como Salta o Tierra del Fuego.

Imposibilitada la reelección, quedaron posicionados como presidenciables Massa, Scioli, Macri, Cobos, Pino, Carrió, Binner, sin descartar cualquier combinación entre ellos, por más sorprendente que parezca. Las posteriores conversaciones de Insaurralde con Massa, levantaron un sin fin de especulaciones para nada descabelladas, en tanto todo es dable de esperar de una casta política a la que el régimen delegativo permite independizarse de sus electores, alentando una «borocotización» que se acentúa y asume múltiples formas.

Entre tanta volatilidad, conviene encontrar algunas claves desde donde proyectar las resistencias populares y la construcción de alternativas.

 

¿Fin de ciclo?

 

Mientras desde el oficialismo señalan la mayoría que conservan en el Congreso y recuerdan la recuperación tras la derrota del 2009 que suponen, pueden volver a repetir, desde la oposición enfatizan la pérdida de más de la mitad de los votos que el gobierno obtuvo apenas dos años atrás.

Sin embargo, no son las posibilidades de sucederse a sí mismo por parte del gobierno las que condicionan centralmente las características del próximo período.

El actual ciclo económico, político y social no comenzó con la asunción de Néstor Kirchner sino con la rebelión popular del 2001, que imposibilitó se consolidara un gobierno que no contemplara, siquiera parcialmente, las reivindicaciones populares.

Fue el kirchnerismo el que leyó correctamente la nueva relación de fuerzas y reconstituyó la gobernabilidad del viejo y repudiado régimen, otorgando una serie de concesiones a los sectores populares, mientras se definía claramente por un capitalismo «serio», insertado en el mercado mundial.

El neoliberalismo, en crisis de legitimidad y derrotado por el pueblo, fue reemplazado por un neodesarrollismo que introdujo importantes transformaciones socio-culturales y en las políticas de Estado, pero al mismo tiempo conservó y amplió el saqueo de los bienes naturales y la precarización del trabajo y la vida. Recostado en lo novedoso en relación al neoliberalismo y en un pujante crecimiento económico y alza de los precios de los bienes primarios, se alimentó el mito de un capitalismo desarrollista y soberano, impulsado por una burguesía nacional apoyada desde el Estado.

Pero este «modelo» va topándose con sus propias contradicciones y límites y, si en los primeros años, entre el 2003 y el 2007, pudo garantizar al mismo tiempo las ganancias empresarias y una mejora en el empleo y salario de los trabajadores, sostener ahora esta situación implicaría tomar medidas de fondo y tocar intereses de los grandes grupos económicos que el gobierno no está dispuesto a adoptar, atado a los intereses de «corporaciones» como la Barrick, Monsanto, IRSA, las automotrices y los intereses generales del capitalismo argentino.

Por su parte, estos hoy exigen, mediante sus voceros, periodistas y políticos, realizar ajustes al modelo. El gobierno, aún vacilando ante el temor a perder todo apoyo popular, coincide en que la devaluación, el aumento en las tarifas de los servicios públicos, el enfriamiento salarial, la acentuación del extractivismo y una nueva ronda de endeudamiento con los organismos internacionales, se vayan constituyendo en incuestionable agenda económica. El propio Axel Kicillof, flamante ministro de economía, en su momento señalaba como uno de los factores que «generaron un espacio de rentabilidad que dinamizó algunas producciones domésticas«, el que «los salarios reales, por su parte, apenas lograron superar los niveles de 2001 y su incremento marchó siempre a la zaga de los aumentos de precios» (Pagina 12. suplemento Cash, 19/12/2010), despertando lógicas inquietudes frente al retraso salarial.

Difiriendo en los ritmos, ni el gobierno intenta mantener su «modelo» tal como se diera ni la oposición pretende modificarlo en sus bases esenciales. Scioli -que puede alinearse con unos tanto como con otros- lo expresó claramente: «continuidad con cambios» es su consigna. Es decir, una serie de ajustes económicos y políticos que vayan contra las conquistas obtenidas por nuestro pueblo, conservando en lo esencial al «modelo».

La equivalencia que el «progresismo» hace entre la defensa de estas conquistas y la defensa del gobierno conduce a un callejón sin salida, en tanto no sólo el ajuste vendrá de la mano del oficialismo, sino que las medidas más progresivas que éste adoptó, no las tomó en los momentos de mayor apoyo popular sino empujado por su contrario.

El «fin de ciclo» no dependerá de un triunfo de la oposición ni de las posibilidades de una continuidad pactada tras el 2015 -lo que reduce el análisis a una mirada por arriba- sino de la conflictividad social y de la disposición popular a la lucha para defender lo conquistado e ir por más. Si el ciclo actual de conquistas relativas se inició con las luchas populares del 2001, un nuevo auge de las mismas es la que puede evitar un profundo retroceso y derrotas que lo cierren, así como preparar nuevos y superiores «ciclos».

Las brechas abiertas por el tira y afloje que enfrenta al gobierno y la oposición -en lo que el pueblo no puede ser neutral- podrán ser aprovechados por los sectores populares para relanzar la lucha y construir alternativas socio-políticas a todos ellos. En su impulso y autonomía las izquierdas pueden y deben realizar un aporte esencial.

 

De la política a la gestión

 

No sólo el modelo económico sino también las prácticas políticas del kirchnerismo van topándose con sus límites. Colocar como cabeza de lista a Insaurralde -típico caudillo del PJ, conservador y pragmático- constituyó una señal en este sentido, que la posterior elección de Capitanich como jefe de gabinete vino a reconfirmar.

Si en los ’90 el neoliberalismo, apoyado en las derrotas populares, había trocado la política en «gestión», supuestamente neutral entre los intereses contradictorios y antagónicos que cruzan la sociedad, tras las rebeliones argentinas y latinoamericanas de principios de siglo ya no resultó posible, para quien quisiera construir hegemonía y recomponer la gobernabilidad de los viejos regímenes, mostrarse como gestor «neutral». El comienzo de la lucha autodeterminada de los pueblos constituyó un dato imposible de soslayar para una política de liberación, así como tampoco para las que se proponían recomponer el sistema. El kirchnerismo utilizó a su favor esto que había surgido desde abajo, pero reivindicando un quehacer político en donde el pueblo sea receptor pasivo y oficie de masa de maniobras de la política construida por otros. Paradójicamente, se reivindicó la política para expropiar al pueblo de un protagonismo independiente por el que intentaba decidir sobre el conjunto de los asuntos de la sociedad.

Quienes asemejan al kirchnerismo con el proceso bolivariano pierden de vista esta fundamental diferencia entre ambos. Mientras en Venezuela se impulsaba el empoderamiento popular, aquí se fomentaba la delegación. Mientras Chávez intentaba debilitar el viejo Estado impulsando misiones, comunas y otras formas de autorganización popular, el kirchnerismo maquilló y sostuvo el régimen político delegativo y fragmentó o subordinó las organizaciones populares.

La resignificación de lo político apuntó a congelar la crisis de la institucionalidad política y jurídica argentina, pero no la solucionó ni mucho menos democratizó. Y si el kirchnerismo supo mostrarse joven, innovador, capaz de plantarse frente a los partidos e instituciones del régimen (entusiasmando al pueblo y enojando a sectores del poder), poco a poco se descubrió que en el desván, un retrato mostraba su viejo rostro ajado y putrefacto.

Una épica cada vez más limitada a los enfrentamientos con el Grupo Clarín acompaña un nuevo viraje de lo político a la «gestión». Sus alas más «progresistas», entrampadas en la lógica de las transformaciones desde los despachos y oficinas, y la opción por el mal menor y el reino de lo «posible», no parecen con la suficiente voluntad de enfrentar este curso, acompañando el declive general del mismo como opción transformadora, quizás a mayor velocidad, ahora que se derrumbó el mito de que a la izquierda del kirchnerismo existía sólo la pared.

Para las izquierdas queda planteada la tarea -en todos y cada uno de los planos posibles incluido el electoral- de reivindicar e implementar una «otra política», para la construcción de un poder popular constituyente de un nuevo régimen y sociedad, que trascienda la democracia liberal.

 

El agotamiento de las lógicas centroizquierdistas

 

Los resultados electorales confirmaron la crisis del centroizquierda en todas sus vertientes. No es la primera vez que ésta crece y luego implosiona; el Partido Intransigente en los ’80 y el Frente Grande en los ’90 llegaron a concitar esperanzas de millones y terminaron con más pena que gloria.

¿Mala suerte? ¿El destino? No. Se trata de la lógica de construcción política que los caracteriza y los conduce indefectiblemente al mismo lugar. Si alguna de sus fuerzas difiere en su programa, todas coinciden en una lógica por la cual el cambio social surgirá desde el seno de las instituciones de ésta «democracia». De ahí, a una política de alianzas para acumular fuerzas para la disputa de poder, centrada en las fuerzas existentes dentro de este marco institucional, es decir, siempre a su derecha a la que terminan subordinándose, hay un solo paso. Así, en su momento, el Frente Grande llegó al poder junto a De la Rúa, con los resultados ya conocidos, y Binner y Pino aportan patéticamente al pan-radicalismo, el primero tan o más reaccionario y conservador aún que ellos.

Sólo un pequeño sector de éste espacio, el encabezado por De Genaro y Claudio Lozano, se ha negado en esta ocasión a tragarse el sapo de ir con los radicales, aún éstos no se diferencien en nada de un Binner, al que acompañaron con fervor. Si bien se trata de una toma de posición positiva, no rompieron con las estrategias y lógicas del centro-izquierdismo, al que reivindican, aspirando a repetir aquí el modelo del Frente Amplio uruguayo o el PT de Brasil, ya plenamente integrados a la institucionalidad del sistema y gestores del mismo. Apoyándose principalmente en una parte de la CTA, ya hace casi dos décadas sostienen la misma estrategia y -mientras buscan incansablemente su frente de liberación nacional en donde no lo pueden encontrar- han sido parte sucesivamente del Frente Grande, el sabatellismo y el FAP; conduciendo al agotamiento de luchas y valiosas iniciativas, como el Frente Nacional contra la Pobreza y la Constituyente Social, al encajonarlas en el mero objetivo de imponer sus propuestas a través de las urnas.

Si las decenas de miles de trabajadores y jóvenes y muchas de las agrupaciones de base que los acompañaron son parte imprescindible de la construcción de una nueva izquierda popular y latinoamericanista, no sucede lo mismo con sus grupos políticos dirigentes. Empalmar con éstos y con sus lógicas políticas, tras tantas experiencias hechas, significará alejarse de los compañeros y compañeras que los castigaron donde más les duele, abandonándolos en las urnas. Y peor aún, será un escollo para encontrar un camino hacia los sectores plebeyos que se alejan del kirchnerismo e intuyen que yendo por el mismo camino, se termina siempre en similar destino.

 

Hay vida a la izquierda del kirchnerismo

 

Tras años en que el oficialismo negó existiera nada a su izquierda, el resultado electoral demostró lo contrario. Casi un millón y medio de votos han virado hacia alguna de estas opciones, mayoritariamente al Frente de Izquierda (FIT), aunque también hubieron otras, locales, pero que pueden llegar a tener gran potencialidad.

Entre las razones de la buena performance del FIT -junto a la extendida desconfianza hacia los políticos y la política tradicional y la debacle del centroizquierda- se encuentra el que ha mantenido la unidad como proyección nacional, así como su inserción en luchas emblemáticas como las que simbolizan Zanón o Mariano Ferreyra. Por otra parte, mientras en muchas propagandas de los partidos sistémicos, el pueblo aparecía -no casualmente- representado por un chico interrogando o interpelando al padre o candidato, en un paternalismo delegativo que ya repugna, el FIT puso el foco en la solución a las reivindicaciones centrales de los sectores populares, mientras sus propagandas las protagonizaban maestras, jubilados, trabajadores, gente del pueblo.

La rebelión del 2001 ya le había presentado a esta izquierda una gran oportunidad, una responsabilidad, de la que no estuvo a la altura, concentrada en su autoconstrucción y con dificultades para ser preñada por las enormes energías populares que desde abajo emergían.

La historia a veces es complaciente, aunque nunca se repite, y le otorgó una segunda oportunidad, en una situación muy diferente y con un pueblo aún desperezándose. Oportunidad que podrá aprovechar si revierte su extrañamiento de las ricas, complejas y plenas de contradicciones experiencias de lucha y cambio social en América Latina y su negativa a fecundar una alternativa emancipatoria junto a otras experiencias populares y de la izquierda no trotskista. Asimismo, el privilegiar la conquista de la «dirección de las masas» por sobre la construcción del poder popular le dificulta a esta izquierda superar la separación entre la lucha económica y la política, escisión constitutiva de la explotación capitalista. En lo inmediato se le plantean los desafíos de combinar un discurso radical con una política pasible de ser tomada por amplios sectores populares y el de liberar al FIT del corsé al que lo constriñen las fronteras de los tres partidos que lo componen.

Por fuera del FIT, algunas expresiones de una nueva izquierda popular, surgida en el marco de las luchas y transformaciones en América Latina, se presentaron por primera vez a elecciones en algunas localidades y provincias. Con características diferentes entre sí -habrá que ver la voluntad de confluir- se presentaron Patria Grande (en el Frente Ciudad Nueva) en La Plata, Marea Popular en Luján, Ciudad Futura en Rosario y el Partido por un Pueblo Unido en Jujuy. En Tierra del Fuego, la candidatura a diputado de Oscar Martínez, luchador de izquierda y dirigente metalúrgico, logró transformar al Partido Popular Solidario en la segunda fuerza de la provincia.

En la Ciudad de Buenos Aires, donde tienen presencia gran parte de las organizaciones de esta nueva izquierda, apareció mayoritariamente oculta tras otras opciones y no pudo presentar una lista unificada, lo que hubiera permitido una mayor inserción en los sectores populares de la ciudad y comenzar a sentar las bases de una alternativa desde abajo y a la izquierda, que aporte a la construcción del poder popular. Los tiempos electorales parecieron aquí imponer su ritmo por sobre los de la construcción del poder popular, dificultando el arraigo y visualización de las propuestas y los esfuerzos de una numerosa militancia.

Sin embargo, merecen celebrarse las primeras intervenciones electorales de estas organizaciones surgidas de la lucha social, al decidirse, tarde pero positivamente, a incorporar nuevos planos de intervención para la construcción de alternativas emancipatorias. Fuera de los lógicos tropezones de quien da sus primeros pasos, el techo de esta nueva izquierda si acierta a intervenir en lo electoral para subvertir la «democracia» liberal y no para aprender sus reglas del juego, puede llegar a ser mucho más elevado, dada la fuerte crisis de representación que sigue afectando a los partidos y las instituciones del régimen.

La capacidad de diálogo de esta nueva izquierda -por la que supo reconocer que no cabía oponerse en bloque a todas las medidas gubernamentales (varias habían sido levantadas durante largos años por las luchas populares) y que correspondía resignificarlas para alentar nuevos reclamos y movilizaciones- constituye uno de sus puntos fuertes, aún no quedara siempre nítidamente reflejada la distancia que media entre aprovechar toda oportunidad para construir poder popular y «defender los pasos adelante» del gobierno.

Esta valiosa apertura de la nueva izquierda deberá rehuir de la tentación de actuar en espejo con la izquierda más tradicional, evitando responder al sectarismo con más sectarismo, en tanto esa izquierda es parte ineludible del pueblo trabajador. Será parte del desafío de recuperar lo mejor de las diferentes y valiosas tradiciones de lucha y populares de la Argentina y América Latina -no sin beneficio de inventario y en creativas síntesis- sin las cuales no habrá una nueva izquierda popular que trascienda lo testimonial.

Hacia adelante -si el 2015 queda dentro de un horizonte que requiere comenzar a prepararlo ya mismo- restan dos años donde lo fundamental será la intervención en la lucha y organización popular contra los ajustes y contra las consecuencias de la crisis civilizatoria que impone el capital, empalmando con los miles de compañeros y compañeras a los que el descontento social los lleva a buscar nuevos horizontes y perspectivas, enriqueciendo así a la nueva izquierda y su identidad.

El nuevo ciclo de luchas en el que parece entrar nuestra América Latina, de la mano del pueblo bolivariano de Venezuela, los campesinos colombianos, los estudiantes chilenos y los sectores populares del Brasil que enfrentan al «progresismo» del gobierno de Dilma, puede aportar a poner en un lugar de primer orden una agenda popular y a la politización de las luchas y la construcción de alternativas latinoamericanistas, feministas, ecologistas y por el socialismo del siglo XXI.