Son las 21 horas del domingo 22 de noviembre de 2015 y la televisión argentina registra los festejos de la coalición derechista «Cambiemos». La tendencia ya es irreversible, Mauricio Macri es el presidente electo. La estética de shoping center que nos eriza la piel, la anti-fiesta estandarizada y guionada que nos abruma, la sustancia desagradable […]
Son las 21 horas del domingo 22 de noviembre de 2015 y la televisión argentina registra los festejos de la coalición derechista «Cambiemos». La tendencia ya es irreversible, Mauricio Macri es el presidente electo. La estética de shoping center que nos eriza la piel, la anti-fiesta estandarizada y guionada que nos abruma, la sustancia desagradable que fluye desde lo inauténtico y lo desarraigado y que se manifiesta en el ritual un poco rígido y bastante hueco, no oculta el aspecto verdaderamente inquietante del acontecimiento.
Una parte importante de la sociedad argentina acaba de escribir una página infame de nuestra historia. Sujetos aislados, despolitizados, privatizados, entretenidos, asustados y alejados de lo público y lo colectivo; seres satisfechos, prejuiciosos e impiadosos, altamente influenciados por discursividades punitivas y ganados por la lógica del espectáculo y por una filosofía práctica confeccionada con pequeños fastidios cotidianos y con grandes alienaciones, conducidos por una elite de tecnócratas, liberales y fascistas en disponibilidad, han demostrado que las mayorías electoralizadas y molecularizadas pueden ser innobles.
Es la primera vez en la historia argentina que una fuerza política que se presenta y se asume como «de derecha» gana una elección nacional. Antes, los sectores más retrógrados de la política argentina llegaban al gobierno por los medios tradicionales: golpes militares, fraudes, proscripciones. O eran, sencillamente, derechistas encubiertos y empíricos. Vale decir que, por lo general, eludían esa definición político-ideológica. Preferían llamarse conservadores, liberales, demócratas, organizadores o reorganizadores del Estado y la Nación, occidentales, racionales, técnicos, hombres de orden, o de centro, etc. Ahora la derecha argentina puede seducir a una parte importante de la sociedad, mejor: puede venderse y puede ser comprada. No es casualidad que su numen haya sido un especialista en marketing. En el sentido común de amplios sectores de la sociedad argentina la derecha ha dejado de remitir a una condición vil y sórdida. Más grave aún, para millones ha dejado de remitir a alguna condición.
El gobierno saliente contribuyó de mil modos a este proceso de despolitización de las clases dominadas y a la politización de las clases dominantes. Contribuyó al avance del capitalismo en todos los planos, pero fundamentalmente en el plano de las superestructuras. Poco hizo para contrarrestar las pasiones egoístas y otros fundamentos ideológicos del neoliberalismo. La izquierda, la de los partidos y la otra, tampoco logró construir una alternativa viable en la última década. El desenlace es lógico.
El gobierno saliente coartó las posibilidades de todos los espacios de politización autónoma (no liberal) y deliberación colectiva. Jamás apostó a la construcción de instancias de construcción identitaria de sujetos transformadores, a la autoorganización de base y de autorregulación de la convivencia social más allá del Estado y el capital.
Por cierto, nada de esto estaba en su ADN, a pesar algunos excesos retóricos y algunos entusiasmos pasajeros. La «grieta», la desunión nacional, en realidad fue sólo superficial, fue un argumento frívolo y reaccionario que la derecha logró instalar como lugar común. Y si bien la idea de una fractura en la sociedad nutrió por momentos cierta épica militante, el gobierno saliente no abandonó jamás su funcionalismo integrador de tensiones y conflictos. Nunca impulsó una real polarización entre el pueblo y las clases dominantes. A pesar de la obvia derechización, difícilmente estemos ad-portas de una «reacción burguesa».
Paradójicamente la derecha argentina, por incapacidad congénita para componer una imagen de igualdad formal y por falta de destreza hegemónica, puede llegar a ser más eficaz en esa función polarizadora.
Claro está, no podía resultar muy seductor el proyecto de armonización de las necesidades de acumulación del capital con la agenda del Papa Francisco, esa combinación de la recomposición de la rentabilidad empresarial con la redistribución del ingreso.
La versión derrotada no ofrecía ningún margen para participar, criticar, empujar, para vivir una gesta popular o algo parecido. Sólo convocaba al «desgarramiento» y a la resignación con inclusión. Dialéctica cero. Tragedia cero. Mística cero. Su principal mérito terminó siendo la condición anti-utópica y abiertamente pro-mercado, pro-colonial y pro-imperialista del rival.
Cabe destacar que el «voto contra Macri» (ya sea el espontáneo o el fogoneado por algunas organizaciones populares) puso en evidencia, además de cierta racionalidad económica y política primordial, muchas virtudes y muchos núcleos de buen sentido de nuestro pueblo. Pero los deméritos y la opacidad de la versión derrotada apilaban argumentos que hacían inviable la sospecha de que estaban juego dos sistemas éticos contrapuestos e irreconciliables.
Fue una versión muy al ras del piso, reacia a todo barniz progresista. Incapacitada para asumir el cambio como movimiento ascendente (en los términos del «progresismo»), terminó derrotada por quienes conciben al cambio en su otra acepción: lo que elimina el recuerdo, el tiempo y la memoria.
La política concebida y ejercida como gestión vertical del ciclo económico, del Estado y las instituciones; la política como «poliarquía», (más allá de que este concepto niegue la existencia de una clase dominante), se reduce indefectiblemente a la administración de los intereses de las clases dominantes por parte de un conjunto de aparatos y elites. Esa administración puede ser más o menos progresista, más o menos inclusiva, puede estar más cerca de unas fracciones de la clase dominante que de otras, puede apelar a discursividades y estilos diferentes, pero jamás podrá aproximarse a un «gobierno popular».
La política como gestión vertical es, entonces, un «formato político» de clase, muy adecuado para la acumulación de fuerzas en el campo de las clases dominantes y para la desacumulación en el campo de pueblo. Aunque esa gestión de cuenta de otros intereses más extensos, «nacionales» y/o «populares», aunque promueva una integración «semántica» de las clases subalternas, el eje de la política como gestión vertical es la reproducción del poder de la clase dominante. El formato fija coordenadas estrictas, propone una disputa por el grado de integración de los intereses económico-corporativos de las clases dominadas. Una disputa instituida que, obviamente, resulta muy limitada. Además, este formato subalterniza al pueblo, promueve la elipsis de la realidad social, despolitiza, fragmenta, aliena, confunde, derechiza…
La política como gestión vertical no modifica las relaciones de fuerzas en la sociedad y gira en torno de los quehaceres inmediatos, por eso debe asumir concepciones estratégicas flexibles.
La política como gestión vertical carece de inteligencia dialéctica. Sólo sabe elaborar discursos y planes coyunturales y parciales. No va a los problemas de fondo, ignora las corrientes históricas más profundas. No crea oportunidades para la praxis popular. Además, está obligada a desperdiciar la experiencia popular y a promover a personajes oportunistas, vanidosos, frívolos, superficiales y mediocres.
Entonces, no resulta una tarea sencilla instalar la idea de una contradicción sustantiva cuando se comparte el marco fundamental. Como tampoco era fácil para el candidato derrotado abandonar a último momento el sitial que lo entronizó: el lugar de la indefinición permanente, de la no-lucha en relación a los significados de los signos.
Ahora la versión conservadora y abiertamente pro-imperialista de la modernización sin pueblo y sin nación acaba de ser legitimada por la vía electoral. A diferencia del gobierno saliente, esta no cargará con los límites que imponen las conciliaciones, los compromisos, las regulaciones, las mediaciones y las mistificaciones populistas.
Esta vez la derecha encontró la forma de articular cierta conciencia reformista inadecuada promedio con las fantasías reaccionarias de una parte de la sociedad. (Incluyendo una actualización de las fantasías gorilas, las fantasías tecnocráticas y las fantasías que aspiran a erradicar el conflicto en la sociedad).
Ahora la derecha tiene vía libre para la subordinación absoluta al poder hegemónico mundial. Tienen vía libre el capital concentrado y su lógica de acumulación. Pero el pueblo es su límite.
La máscara búdica-shankárica caerá pronto y quedará expuesto el verdadero rostro hobbesiano, misántropo y paranoide. Cuando se silencien las voces preelectorales de los negadores de la materia, el tiempo y la causalidad, aparecerá la voz y la palabra inequívoca de la rancia derecha argentina: iniciativa privada, libre mercado, democracia de bajísima intensidad, pigmentocracia, meritocracia, progreso, orden, represión… ¿Qué puede representar la palabra libertad en la boca del empresario Mauricio Macri?
Los vendedores de la ilusión de que puede haber política sin conflicto, los paladines de la dialogicidad, de la política ligth, encontrarán sus límites frente al primer conflicto importante. La estrategia de auto-victimización no podrá sostenerse por mucho tiempo.
Es muy probable que el proyecto de la burguesía gane en agresividad pero pierda en consistencia. Tendrá más dificultades a la hora de exhibir una ideología que no sea accesoria, un ideal cultural propio y con capacidad de representar a la nación. El marketing jamás podrá proveer estos requisitos. Tampoco los cuadros fabricados por las universidades privadas y las ONGs.
Pero el pueblo argentino no está totalmente desarmado en esta coyuntura. Existen infinidad de redes de relaciones productivas, sociales, culturales, comunicativas, territoriales. No faltan los ámbitos, las experiencias y los libretos con perspectivas emancipadoras. La praxis será la partera de las nuevas identidades. Existen condiciones para construir una política emancipadora desde los territorios.
Ninguna filosofía o doctrina podrá colonizar la acción política popular. Es mejor abandonar esta pretensión ante el nuevo ciclo político que se inicia. Las sectas doctrinarias, atrincheradas en sus verdades eternas, no hicieron, no hacen, no harán revoluciones. Asimismo, debemos reconocer las limitaciones de las actitudes reactivas y coyunturalistas frente a los conflictos y aprender a no despreciar los momentos inmediatos de la política sin traicionarnos, sin rebajarnos a las reglas impuestas, sin sumarnos a los proyectos ajenos.
Tal vez se nos presente la ocasión de superar el sectarismo endémico y el espíritu de bando, de ponernos a trabajar para articular pasiones y razones socialistas en una agenda identitaria y democrática común. Esto es: construir un movimiento de movimientos y de redes que integre demandas diversas, fusionar a las izquierdas sociales, culturales, en una sola mediación política pluralista, sin caer en el fetichismo de las estructuras y lejos de las ilusiones reformistas. Sin olvidar que el pueblo y sus organizaciones de base, -no el Estado- es la fuente originaria del poder constituyente.
Tal vez haya llegado la hora de una fuerza política que asuma el proyecto de transformar las estructuras del Estado para hacer del Estado un potenciador del poder popular.
Tal vez sea el tiempo de comenzar a romper definitivamente con el imaginario de la civilización industrial, modernizadora, desarrollista y extractivista. Esto es, romper con la idea que nos propone como único horizonte posible la integración (subordinada) a esa civilización.
Tal vez sea el tiempo de exceder el plano de la disputa por el grado de integración de los intereses económico-corporativos de las clases dominadas. Para que las señoras de los barrios cerrados y del viejo Barrio Norte y los tilingos de los suburbios le tengan miedo a algo mucho más terrible que a un morocho que les orina la vereda o a una empleada doméstica que les exige el pago de los aportes patronales. Por ejemplo: miedo a una subjetividad colectiva basada en la autoorganización y el autogobierno popular, una subjetividad antiimperialista, anticapitalista y antipatriarcal.
Tal vez sea el tiempo de plantearse muy seriamente la posibilidad de que los morochos y las empleadas domésticas manden, que organicen la economía, la sociedad, la cultura, que construyan una vida arraigada, rica, múltiple y propia.