El alto a la violencia es ya un clamor nacional, una urgente necesidad de cada persona y también colectiva. Pero tal exigencia necesita expresarse con más fuerza aún, organizadamente y, si es posible, multitudinariamente. De allí que haya sido tan oportuna la voz de los principales autores de caricaturas de la prensa y otros medios, […]
El alto a la violencia es ya un clamor nacional, una urgente necesidad de cada persona y también colectiva. Pero tal exigencia necesita expresarse con más fuerza aún, organizadamente y, si es posible, multitudinariamente. De allí que haya sido tan oportuna la voz de los principales autores de caricaturas de la prensa y otros medios, que ha encontrado eco en la amplia opinión y en infinidad de personalidades y colectivos que coinciden en su llamado al alto a la violencia.
El problema es que en el medio, en el camino para lograr la pacificación del país, las opiniones o posiciones se multiplican. Para el gobierno, el instrumento de preferencia ha sido el militar, lo mismo se llame un día «guerra contra el narco» y otro batalla por la seguridad social. El problema es que, según se desprende de la experiencia en el gobierno de Felipe Calderón, ese medio no ha sido ni remotamente el más eficaz para librarnos de las oleadas de sangre que nos ahogan.
No digo que la presencia del Ejército sea inútil en esa guerra, pero parece ya claro que ni es suficiente ni mucho menos el único instrumento. Y aquí es donde se concentran las críticas al gobierno de Calderón: la exclusividad o el carácter unilateral de la estrategia, el haber perdido de vista la múltiple complejidad del grave problema, el haber dejado en la penumbra un conjunto de acciones que también parecen necesarias para alcanzar la deseada pacificación.
Entre muchas voces que se han expresado, se insiste en la necesidad de atacar el problema del lavado de dinero, frenar las operaciones multimillonarias y delictivas, y mantener a raya los trasiegos económicos que forman la base del poder de las pandillas y del crimen organizado. Pero ante el peligro real de que entonces salten a la vista manejos inaceptables de poder decente del dinero, el aparato oficial ha guardado al respecto casi un total silencio. ¿Intereses y miedo de ir hasta el final?
Hay también, por supuesto, la necesidad de atacar a fondo la corrupción en todas las esferas y a todos los niveles del gobierno, comenzando por el Poder Judicial, en que se investigarían un sin fin de funcionarios responsables de corrupción, sobornos y de un sinnúmero de faltas graves a la ética más elemental del desempeño público.
La cuestión es que el problema rebasa las estrategias o enfoques unilaterales, y por su complejidad reclama que sea atacado desde muy diversos ángulos, también el de la prevención en forma masiva y el educativo, y el fundamental de abrir perspectivas de futuro a una juventud que ve con desesperanza el porvenir, cerradas las vías de un desarrollo más genuino y justo de la nación. ¿O de qué otra manera se explica que el crimen organizado cuente con tan numerosos batallones de relevo, en realidad de jóvenes dispuestos a matar o morir?
¿No es claro que el abandono y la desilusión son algunos de los principales nutrientes de la actual situación?
El reclamo fundamental al gobierno de México es que únicamente ha enfocado sus baterías a la estrategia militar y represiva, dejando en lo oscuro otras necesidades evidentes. Si hay algo que ha hecho falta en este momento del país es un planteamiento de conjunto, con la misma fuerza que ha tenido la discutida, y exclusiva, vía de las armas. Reconocemos la extraordinaria complejidad del problema, y por eso mismo exigimos que la estrategia para enfrentarlo sea compleja y multifacética, y no centrada en un solo camino.
Sabemos de organizaciones de la sociedad civil, como Alto al Secuestro y México SOS, presididas por hombres y mujeres de indudable valía. Y tenemos presentes las grandes manifestaciones a que convocaron hace algunos años para detener la violencia en México. ¿No es el momento de repetir estas expresiones de repudio y estas convocatorias para que la nación se aleje de la delincuencia, de la sangre y la violencia, y de que se invite a multiplicar estos esfuerzos de la sociedad civil en todo el país? ¿Y no resulta necesario que se convoque a una reflexión pública a fondo, para encontrar las complejas vías de solución a un problema que nos está destruyendo como nación, o debilitándonos extraordinariamente?
Se acerca el tiempo de los cambios políticos, y se discuten hasta la saciedad las posibilidades de los diferentes partidos y sus presuntos candidatos. Pero el problema crucial de la seguridad y de la ley, que es hoy el más urgente para la mayoría de los mexicanos, permanece en el limbo, más allá de algunas salidas de pura retórica. ¿No es tiempo de que los partidos y sus presuntos candidatos reflexionen a fondo y se pronuncien sobre esta cuestión, que hoy es la más apremiante para los mexicanos? ¿No es hora de convocar a un serio debate nacional sobre las líneas del cambio y de la regeneración de México?
Porque el verdadero problema reside allí: la prolongación de un estado de cosas que nos ha conducido a la gravedad actual. ¿No ha llegado entonces el momento de corregir y cambiar, y de pensar en la sociedad como un todo, comenzando por sus sectores más indefensos y carentes? ¿De regenerar a fondo un país con tantas virtudes que, no obstante, vive amenazado y al filo del abismo?