Manuel Castells lo tiene requeteclaro: «Las insurrecciones populares en el mundo árabe son tal vez la transformación más importante que internet ha inducido y facilitado». Y continúa diciendo en la misma entrevista a propósito de las revoluciones populares en los países árabes y el papel que las redes sociales están jugando, eventualmente, en su concitación […]
Manuel Castells lo tiene requeteclaro: «Las insurrecciones populares en el mundo árabe son tal vez la transformación más importante que internet ha inducido y facilitado». Y continúa diciendo en la misma entrevista a propósito de las revoluciones populares en los países árabes y el papel que las redes sociales están jugando, eventualmente, en su concitación y desarrollo: «Nadie que esté diariamente en las redes sociales (y este es el caso de setecientos de los mil doscientos millones de usuarios de redes sociales) sigue siendo la misma persona. Pero es una interacción en línea / fuera de línea, no un mundo virtual esotérico. Cómo ha cambiado, cómo cambia cada día, esta nueva comunicación es una cuestión que se debe responder mediante una investigación académica, no a través de cotilleos de tertulianos».
Eso sí es verdad: la discusión sobre el valor y el papel de las redes sociales no es cosa que deba dejarse en manos de tertulianos y, si se me apura, en manos de ninguno de los extremos del espectro de los ciberfanáticos y los ciberderrotistas. Acompañaré por eso mis dudas con la voz de otros que si no son más guapos, sí son más listos: Malcolm Gladwell, el columnista de The New Yorker con parte de su obra traducida al castellano, escribía precisamente no hace demasiado, en octubre de 2010, una columna titulada «Why the revolution will not be tweeted«. Quizás algunos piensen que se estará ahora, precisamente, mordiendo la lengua o aporreándose los dedos por aquello que escribió, pero creo que lo esencial de su argumento sigue teniendo vigencia: las relaciones que se tejen en las redes sociales son laxas. Se convocan y aceptan con tanta facilidad como se cambian o abandonan, y eso no suele bastar para generar una revolución. Lo dicho: algunos verán en esa afirmación su propia negación.
El soberbio Zygmunt Bauman dice a propósito de las redes en Amor líquido: «Chateamos y tenemos compinches con quienes chatear. Los compinches, como bien lo sabe cualquier adicto, van y vienen, aparecen y desaparecen, pero siempre hay alguno en línea para ahogar el silencio con mensajes. En la relación de compinches, el ir y venir de los mensajes, la circulación de los mensajes, es el mensaje, sin que importe el contenido. Tenemos pertenencia… al constante flujo de palabras y oraciones inconclusas (abreviadas, por cierto, truncadas para acelerar la circulación). Pertenecemos al habla, no a aquello de lo cual se habla». Cierto: en la red se habla por hablar, como en la vida; no se calla para no permitir que el silencio denuncie nuestra soledad; y por eso nos encontramos, también, con una gran cantidad de flatulencias digitales que sofocan los mensajes con valor (como en la vida en general, por otro lado). El que deja de hablar queda fuera: esa es la regla de oro de las comunidades digitales, de las redes sociales, una suerte de opulencia comunicacional -como la llamara Román Gubern– que no siempre equivale a consistencia de los lazos y riqueza de nuestro entendimiento.
Sherry Turkle, Catedrática de Sociología del MIT, una de las grandes conocedoras de la web, autora de aquel mítico Life on the screen de mediados de los años 90, resurge ahora con un libro significamente titulado Alone together. Why we expect more from technology and less from each other (Juntos en solitario: por qué esperamos más de las tecnologías que de los demás), un trabajo fruto del esfuerzo de investigación comprendido dentro del proyecto Technology and self del propio MIT. Su introducción no deja lugar a dudas sobre el carácter de sus descubrimientos: «»Este no es un libro sobre robots. Trata, más bien, de la manera en que cambiamos cuando la tecnología nos ofrece sustitutos para la conexión de unos con otros cara a cara. Se nos ofrecen robots y todo un mundo de relaciones mediadas por máquinas en dispositivos en red. Al enviar mensajes instantáneos, correos electrónicos, textos, al twittear, las tecnologías están redibujando los límites entre la intimidad y la soledad. Hablamos de «deshacernos» de los nuestros e-mails, como si estas notas fueran un equipaje demasiado pesado. Los adolescentes no hacen llamadas telefónicas, temiendo «revelar demasiado.» Prefieren enviar mensajes de texto a hablar. Los adultos prefieren también el teclado sobre la voz humana. Es más eficiente, dicen. Las cosas que pasan en «tiempo real» toman demasiado tiempo».
Demasiado tiempo… Si las relaciones personales cotidianas, que eran la base de las alianzas duraderas, de la amistad y la complicidad, de las pequeñas y grandes revoluciones, nos llevan demasiado tiempo, ¿podemos realmente confiar en el poder de las redes sociales para fundamental cualquier cambio? Sé que el maestro Piscitelli se reirá de mis cuitas y reflexiones porque ya ha calificado a Sherry Turkle de tecnofóbica y anda elucubrando sobre las Tesis twitterdoctorales, pero reivindico una reflexión pausada sobre la intrínseca ambivalencia de las redes sociales.
Que ustedes lo pasen bien (+ en @futuroslibro y futurosdellibro.com en Facebook, por llevarme la contraria)
http://www.madrimasd.org/blogs/futurosdellibro/2011/03/08/132998