Como lo dijo Fernando Birri -a quien magistralmente parafraseó Galeano-, la utopía está en el horizonte y, aunque se aleje a cada paso que damos, nos hace caminar… nos hace avanzar. Ya es hora de que los mexicanos aprendamos a construir nuestra utopía, algo que nos ha costado trabajo, quizá porque nunca lo hemos intentado […]
Como lo dijo Fernando Birri -a quien magistralmente parafraseó Galeano-, la utopía está en el horizonte y, aunque se aleje a cada paso que damos, nos hace caminar… nos hace avanzar.
Ya es hora de que los mexicanos aprendamos a construir nuestra utopía, algo que nos ha costado trabajo, quizá porque nunca lo hemos intentado como debe ser. México, a lo largo de su historia como nación independiente, ha caminado de espaldas y a ciegas, hacia el futuro. Esto nos dice, al menos, dos verdades: vivimos de cara al pasado, pero con los ojos cerrados.
Hemos tenido grandes oportunidades para reconciliarnos con nosotros mismos y edificar nuestra utopía. Al finalizar el movimiento de independencia, se tuvo la ocasión perfecta para dar a luz un proyecto de país que se vio desperdiciada por el encono existente entre la mayor parte de la sociedad y la élite española, y -por otro lado- la falta de pericia para dirigir los derroteros de un gobierno incipiente que no supo debatir los proyectos políticos que se hicieron patentes en aquellos días.
La república juarista representó otra coyuntura para limar asperezas; sin embargo, nuevamente, se derrochó el momento porque los ideales liberales no terminaron de cuajar en la cruda realidad mexicana, que parecía no estar lista para tanta perla que se le ofrecía y terminó zozobrando al transformarse en aquello que tanto criticó.
El Porfiriato -sí, aunque no lo crean- fue un hálito de esperanza ante el desencanto juarista, que -poco a poco- se transformó en una atmósfera asfixiante de autoritarismo blando, pero realista y congruente con el viento de aquellos tiempos.
Acto seguido, la Revolución comenzó con el sueño maderista que se convirtió en pesadilla galopante, que se esfumó con el constitucionalismo conservador, pero condescendiente que -nuevamente- desembocó en un autoritarismo clientelar que parecía perpetuo y nada revolucionario.
A continuación, el convulsionado final de siglo dejó más dudas que certezas, las cuales quisieron verse reflejadas en la vacuidad y el eco de promesas de cambio de la oposición que se volvió gobierno y se enfermó de poder, llevándonos a naufragar en una tormenta de sangre y violencia, tras la cual el status quo salió herido, pero rampante.
Y, finalmente, este uno de julio, el tiempo nos puso una nueva cita con nosotros mismos. Si nos jactamos de mirar al pasado para avanzar al futuro, hagámoslo críticamente. Hemos sido un pueblo acostumbrado a hacer veranos de una sola golondrina, olvidándonos de que la vida también tiene tempestades, épocas heladas y sequías. En pocas palabras: no hemos ganado nada.
Mientras se sigan tomando decisiones con el estómago, mientras se critique desde la ignorancia, mientras puedan manipularnos al alcance de un botón, mientras la impericia nos haga sabios en suposiciones y mitos, mientras nuestras pasiones nos impidan ver la realidad, mientras sigamos siendo un museo de recuerdos patéticos, mientras nuestra anorexia mental nos impida ver nuestra verdadera imagen en el espejo, mientras no corramos el velo de nuestros ojos y demos la vuelta para caminar de frente, no podremos construir nuestra utopía.
Aprendamos a hacerlo, es ahora o nunca. Seamos ese pasado del futuro que soñamos y que anhelamos construir.
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