Vuelvo a pisar tierra santafesina, mi querida provincia, esas pampas anchas trabajadas, ese Paraná donde se ve el cielo, esos recuerdos de cabalgatas de sol a sol. Llego a Villa Constitución. Me llevan a ver las ruinas de Cilsa, la fábrica que producía los mejores textiles del país. No se puede creer el espectáculo. Ruinas, […]
Vuelvo a pisar tierra santafesina, mi querida provincia, esas pampas anchas trabajadas, ese Paraná donde se ve el cielo, esos recuerdos de cabalgatas de sol a sol. Llego a Villa Constitución. Me llevan a ver las ruinas de Cilsa, la fábrica que producía los mejores textiles del país. No se puede creer el espectáculo. Ruinas, como el Berlín del ’45. Ruinas de una fábrica llena de obreras en permanente producción. Un orgullo para todos. En ruinas. La Argentina que nos dejaron los ’90. La de los sobresueldos suculentos en los bolsillos de los aprovechados funcionarios. Se robó todo, se destruyó todo. Ahí está, en el suelo, el trabajo. Cercanos se oyen los gritos, las risas y los llantos de niños de villas miseria. Todo en medio de un paisaje verde, rico de árboles, de plantas, del río que se asoma por todos lados. Pero las ruinas. Un arco desnudo sostiene todavía el nombre de Cilsa.
Pero, ¿qué pasó? La explicación es corta. El dueño se mudó. Se llevó parte de las máquinas. Hasta que una vez aparecieron grúas que destruyeron todo. Todo. Paredes, techos, ventanas, y se llevaron las máquinas restantes y después se robaron todos los hierros de la construcción. Así de simple. ¿Y quién fue? «Gente interesada», es la respuesta. Alguien insinúa: estuvo metida la policía. Y ahora vienen los pobres de las villas y se llevan ladrillos, cascotes. Todo ha quedado abandonado. Pero el ser humano no se rinde ante los destructores en provecho propio. Jóvenes estudiantes y viejos luchadores de esa Villa Constitución que tiene tanto para contar de sus luchas obreras se han unido. Quieren hacer de ese enorme paisaje natural, manchado por las ruinas y la hipocresía social, un parque ecológico con todos los ejemplares de los árboles y las plantas autóctonas. Así volverán los animales silvestres que habitaron en otros siglos. Piensan también levantar en medio del idilio una casa de la cultura, con biblioteca y cursos, como hacían los obreros de todas partes del mundo cuando llegaron hace más de un siglo y crearon la Sociedad de Oficios varios con un salón para debatir, una biblioteca y un conjunto filodramático para solaz de la gente. Y a esto, la gente joven de alma de Villa Constitución quiere agregar lugares para el deporte: fútbol y tenis para la juventud y bochas para los viejos. Para que vengan también los chicos y los viejos de las villas miseria que hacen un cordón a ese paraíso.
Un riñón ecológico para Villa Constitución, que puede convertirse en el corazón solidario de la ciudad. Ese conjunto de jóvenes constituyentes nos convocó a gente de toda la República a ver eso y dar la mano para que todo sea posible. Representantes estudiantiles, de sindicatos de la lucha, docentes, de partidos políticos que sueñan todavía, libertarios que siempre aparecen a pesar de los siglos. Se habla del egoísmo de la destrucción y del desprecio del sistema por la gente. Pero también se habla de los árboles, como futuro. De esa especie indestructible, pura nobleza, que atrae lluvias y mariposas, pájaros con trinos. «Destruyeron el trabajo -dice un estudiante con cara de algo de Moreno y otro poco de Castelli-, pero nosotros le vamos a plantar árboles.»
Pienso en las conversaciones de Alexander von Humboldt con los pueblos originarios en su viaje americano. Con admiración recordaba el sabio el cuidado de la naturaleza de esos seres y el dolor de ellos ante el avance de la conquista española, a cañonazos, con esclavitud y la cruz y la espada.
Una enorme casa de la cultura rodeada de verde eterno se merece esa Villa Constitución humillada por las ruinas de la que fue la fábrica de los mejores productos textiles del país.
De Villa Constitución seguimos el recorrido santafesino. Esta vez al norte. A Reconquista. Allí queremos asistir al homenaje a Gastón Gori, fallecido hace poco tiempo, y autor de esa investigación profunda que fue La Forestal y que lleva el subtítulo de «La tragedia del quebracho colorado». Exactamente el mismo ejemplo de lo que pasó en Villa Constitución. En toda esa zona cercana a Reconquista dominó la empresa inglesa que explotó el quebracho y, después de hacer ganancias fabulosas y explotar en forma indigna a los hacheros, se marchó cuando ya no quedaban ni las raíces de ese árbol tan noble, de madera dura como el hierro. Quedó la tierra envilecida, las ruinas de las fábricas de tanino, los obreros sin trabajo y los pueblos en extrema soledad. Los ingleses ni siquiera les pagaron la indemnización justa que establecía la ley, sólo una parte de ella.
Gastón Gori fue el primer investigador histórico en la Argentina que hizo un profundo libro donde detalla esa explotación de la naturaleza, de los seres humanos y principalmente la masacre que hará la policía privada de la empresa extranjera y el Ejército argentino. Es patética la connivencia del gobernador radical Mosca con la empresa británica. El mirará impávido, sin reaccionar, el castigo, las torturas y la muerte de los sufridos hacheros. Gori describe luego la miseria y desolación que dejó el latifundio inglés en la región. Veamos sólo un pueblo, llamado La Sarnosita. «La Sarnosita es sólo un nombre. Y vendrán después decenas de kilómetros hasta completar cien de trayecto en la soledad, poblados minúsculos, estaciones ferroviarias decaídas, algún rancherío donde se cobijan la pobreza o la miseria de la gente nativa, enclavado el caserío chato y ralo en latifundios ex La Forestal, en esas herencias de soledad de las tierras apenas holladas por el viajero, por el hachero o por el que cuida ganado, sufrido de garrapatas o de cachapés (…) Después viene la penosa decadencia de Colmena, donde no ha quedado de La Forestal otra cosa que la memoria de miserias, baldío y el rancherío disperso, sin nada que recuerde el champagne con que allí se obsequiaba a funcionarios públicos, sin que queden vestigios de edificios que existieron y que demolió el interés movido por intenciones ajenas a la prosperidad de ese viejo reducto de trabajadores forestales.» Y así sigue el texto, recorriendo el espanto. Este capítulo de la explotación del trabajador y de la tierra argentina por especuladores capitalistas debería aprenderse en nuestras escuelas. Y el sacrificio obrero que sólo luchó por más dignidad.
Hay que tener en cuenta el sacrificio de esos hacheros para derribar los quebrachos duros como piedra y acero. Y picados por toda clase de bichos de esas regiones. Además, la solidaridad que hubo entre ellos y cómo jugaron su vida y su libertad. Más todavía: las torturas y palizas a que fueron sometidos antes de ser asesinados por los uniformados. No, todo el mundo se calló la boca: las legislaturas y parlamentos, el gobernador Mosca y sus ministros, el presidente Yrigoyen. Ni el Ejército ni la Unión Cívica Radical pidieron jamás disculpas por esta experiencia tan triste de nuestra historia. En el libro de Gori está el testimonio del sindicalista libertario Borda, quien señala que la policía pagada por los ingleses estaba integrada «por el bandidaje de toda laya» que contrabandeaba alcohol, tabaco y armas desde Brasil y Paraguay. Describe el asesinato del obrero anarquista Francisco Coronel, y la ayuda solidaria de todas las sociedades de oficios varios integradas en la FORA anarquista de Buenos Aires.
Cilsa en Villa Constitución y sus antecedentes de La Forestal del norte de la misma provincia santafesina dejaron ruinas. Las ruinas de un sistema que sigue dominando el mundo. Un mundo de hambre, miserias y balas. Transformemos las ruinas en árboles para que las nuevas generaciones tengan belleza y alegría. Y -como expresaba el diario La Protesta, donde se denunciaba los crímenes de La Forestal- «trabajo para todos a través de la solidaridad y la paz eterna»
* Escritor anarquista