Advertencia: la nota que sigue tuvo su punto final a última hora de la tarde del 1º de septiembre. Minutos después se conoció la noticia de un atentado fallido contra la vicepresidente Cristina Fernández. Pese a que hasta el momento no hay información fehaciente respecto de lo ocurrido, corresponde el rechazo terminante a la metodología del atentado individual. No es así como se podrá afrontar y resolver la dramática situación que vive Argentina. Dicho esto y mientras se espera el esclarecimiento del hecho, mantiene plena vigencia el informe analítico aquí presentado, contribución además para la interpretación de la irracional agresión de ayer.
2 de septiembre, 16hs.
Plantado ante un tribunal oral, el hasta ahora ignoto fiscal Diego Luciani desgranó argumentos y pruebas irrefutables contra la cónyuge supérstite del matrimonio Kirchner. Tras un alegato expuesto durante nueve sesiones, respaldado por pruebas acumuladas en tres toneladas de papel, el fiscal culminó su acusación contra la actual vicepresidente Cristina Fernández y una decena de integrantes de lo que denominó “asociación ilícita”, con un pedido de 12 años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos.
Carece de sentido abundar en detalles. La prensa comercial dio hasta el hartazgo todos los pormenores. En este caso el saqueo fue organizado mediante una empresa ficticia fundada una semana antes de la asunción de Néstor Kirchner, en mayo de 2003, y cerrada una semana antes de que Fernández entregara el gobierno a Mauricio Macri, en diciembre de 2019. En ese período mediante la obra pública se transfirió al testaferro un excedente de 1000 millones de dólares, que mediante una torpe ingeniería mafiosa culminarían en las arcas del matrimonio gobernante. Según lo programado la sentencia llegará en cuatro meses, aunque su consolidación podría llevar años y jamás consumarse con la prisión efectiva de la hoy vicepresidente, quien afronta además una cantidad de juicios en curso, por al menos cuatro mil millones de dólares más.
A cuarenta años de distancia, el poder judicial es llamado otra vez a cumplir un papel decisivo en la institucionalidad del capital. En los años 1980 fue con el juicio a las cúpulas militares, responsables de la innoble masacre represiva. Para garantizar la continuidad del sistema la burguesía arrojó el lastre uniformado -las fuerzas armadas lanzadas a la orgía represiva desde 1974, cuando todavía había un régimen civil. Hoy, necesita depurarse de las camarillas con veleidades de nueva clase dominante, a las que recurrió en 2002 cuando se derrumbó el sistema trabajosamente recompuesto desde 1983.
De las Juntas a la protoburguesía: condenar para salvarse
En aquella oportunidad fue indispensable condenar a los militares para evitar la radicalización de una masa popular que ganó las calles con demandas democráticas y económicas. Hoy, resulta imperativo poner freno a quienes, usufructuando el vacío de poder provocado por el colapso del gobierno de la UCR y la así llamada “izquierda peronista”, se encaramaron en los sillones del poder institucional. Cuando lo lograron, se lanzaron en desenfrenada carrera por acumular capital y reemplazar a la burguesía tradicional, al punto de descomponer por completo el mecanismo de gobierno burgués y poner en riesgo otra vez, la gobernabilidad de clase. El desplazamiento del eje espeja la dinámica del país y su acelerada decadencia. También revela la permanente ausencia de una clase trabajadora consciente y organizada.
De todos modos, el pedido de condena provocó un estallido en el elenco kirchnerista, ya fragmentado por incontables reyertas internas. Contrariando violentamente su historia, la vicepresidente pasó a identificarse con Perón y reivindicar al Partido Justicialista, hasta ahora blanco de su lenguaje soez y sus peores insultos. No obtuvo sin embargo el apoyo franco de gobernadores e intendentes. Y asestó un golpe adicional a su frente interno y al tambaleante gobierno de Alberto Fernández. De hecho, la totalidad de aparato peronista nacional se siente amenazado por una cruzada anticorrupción. Esa es la razón por la cual, aunque vacilante, rodea a quien el fiscal Luciani acusa como jefe de la “asociación ilícita”. Se desató así una lucha en la que los acusadores dicen defender los principios republicanos y los acusados recurren a un cómodo neologismo en inglés, “lawfare”, con el que aluden al empleo del aparato judicial para intervenir en la lucha política. Ambas partes mienten, desde luego. Con alguna excepción, los flamantes republicanos han estado involucrados desde siempre en negocios sucios con el Estado burgués como palanca. En cuanto al lawfare, no pueden alardear de sagacidad quienes apelan a tan extraordinario descubrimiento teórico: la utilización del poder judicial en la lucha política es tan antigua como el Estado. Y lo sabe bien la Sra. Fernández que en un audio muy difundido indicaba años atrás a uno de sus lacayos: “hay que salir a apretar jueces”.
El rayo que no cesa
Como sea, mientras la economía recorre el último tramo antes del inexorable colapso, dueñas absolutas del escenario político las clases dominantes tienen a la sociedad aturdida entre la corrupción y el lawfare. Imposible saber qué proporción de la población -y en especial, cuántos jóvenes- creen realmente que Fernández es inocente víctima de acoso judicial. Lo cierto es que pocos comprenden la naturaleza del conflicto desatado. El país está sumido en una lucha interburguesa. El tradicional poder establecido contra un puñado de advenedizos. La confusión frente a lo obvio proviene de la defección de las izquierdas que sucumbieron al chantaje del “mal menor”, arrastrados primero a una utopía pequeño-burguesa (el Frepaso y la Alianza) y luego a su transformación en masa de maniobra de mafias ávidas de capital, incluidos narcotraficantes. En cambio, el poder tradicional no se confundió, aunque sí puso de manifiesto la escualidez de sus cuadros y la endeblez de sus fuerzas.
Ahora es tarde para quienes se arrodillaron para votar a Daniel Scioli en 2015 y a los Fernández en 2019. La ofensiva del capital está en marcha y sólo se verá dificultada -eventualmente desviada- por las insanables debilidades intrínsecas del gran capital y, último pero de primera importancia, la desesperación de las diferentes capas de la pequeña burguesía, que si acaso saltaran al escenario político, lo harían por la ultraderecha.
En las fisuras de este entramado se multiplican los conflictos de diferentes sectores sociales. Tanto la CGT como los sindicatos que la integran hacen todo a su alcance para evitar que esos innumerables indicios del malestar social se transformen en lucha unificada. Hasta ahora lo consiguen. La burguesía no tiene contrincantes en el campo de batalla.
Crisis institucional
No obstante, un rayo cayó en ese panorama bajo control. El fiscal ahora célebre, formalizó una crisis institucional arrastrada desde el naufragio del gobierno de Mauricio Macri a inicios de 2018 y configurada en su actual diseño con la asunción de Alberto Fernández en diciembre de 2019, impuesto y telecomandado por su vice.
Sumado al descalabro económico, el desmoronamiento institucional coloca al país en situación de crisis extrema, cuya naturaleza parecen no interpretar actores locales y extranjeros, aunque para muchos de ellos es imprescindible negarse a comprenderla, porque están en juego sus propios intereses.
Se trata, claro está, de una sistemática avanzada de la derecha. La cuestión es ¿contra quién? Pues: contra la otra derecha, la advenediza, torpemente camuflada como “progresista”. La mano ejecutora es el poder judicial. Por ahora. El objetivo lo discute en estas horas el círculo áulico del capital: ¿todas las facciones del arcoíris peronista, o sólo el minúsculo núcleo kirchnerista? Lo definirá la relación de fuerzas que se vaya conformando en medio de esta escaramuza, destinada a convertirse en algo semejante a una guerra, en caso de que no haya definición neta de hegemonía en un plazo breve. Guerra civil, sí, pero de contornos aún no prefigurados. Una vez más tendrá el impulso de la ultraderecha católica, que apelará -ya lo está haciendo, ahora timoneada por el propio Papa, que en eso tiene experiencia- a métodos semejantes a los utilizados en los años 1960/70, esta vez con la existencia de una masa de maniobra inexistente medio siglo atrás, formada por millones de marginalizados y legiones juveniles atenazadas por la pobreza y sin conciencia social de ningún tipo.
Acorde con la degradación que todo lo corroe, se calificó como “gobiernos de izquierda” a los del matrimonio advenedizo. La falsa asunción de la lucha por los derechos humanos y el ataque retórico contra el poder establecido se impuso con la colaboración de una izquierda reformista (restos descompuestos del PS y la totalidad de las fracciones del aún más corrompido PC, más las numerosas fracciones de un peronismo contestatario sin rumbo ni timonel). Así se impuso esa estafa histórica. El complemento imprescindible fue una izquierda originalmente no reformista, ahogada por el sectarismo y la rápida transformación en infantoizquierdismo dependiente del Estado burgués mediante el electoralismo desenfrenado y las absurdamente llamadas “organizaciones piqueteras”.
Como no podía ser de otro modo, aquel engendro contra natura se agotó a poco andar. Su única victoria -para nada menor- fue la cooptación o directa demolición de los agrupamientos revolucionarios con base teórica y estrategia socialista, arrasados por el oleaje reaccionario que ahogaría, de manera ignominiosa, a millares de militantes originalmente comprometidos y finalmente sometidos a la presión dominante. Este resultado no era fatal. Un factor decisivo fue la reversión de la Revolución Bolivariana tras la muerte de Hugo Chávez, la deriva económica de la Revolución cubana y, en primer lugar, la inexistencia o incapacidad de los revolucionarios marxistas para edificar una alternativa de masas tras la estrategia socialista.
Los salvadores burgueses del naufragio de 2001 no tuvieron fuerzas para otra cosa que cooptar militancia sin base teórica ni moral, al calor de lo cual se abocaron a acumular bienes y dinero mediante el saqueo de las arcas públicas. Se agotaron en apenas 12 años. Ya durante el período del matrimonio que encabezó esta operación sin destino, comenzó la contraofensiva del gran capital para recuperar su lugar. Demoró 14 años, pero llegó su hora.
El detalle es que, a diferencia de los 1980, cuando el papel del imperialismo en la guerra de Malvinas y del capital financiero internacional con el desfalco de la deuda externa, ahora los beneficiarios del saqueo inicialmente llevado a cabo por Néstor Kirchner son empresarios, traficantes y fulleros locales, instalados en todos los partidos del capital y, principalmente, en el peronismo. (Nota bene: ya no basta proclamarse antimperialista).
Expansión o hundimiento
Está en marcha un ajuste económico pocas veces visto. Golpeará como un mortero sobre la sociedad. Mentiras y maniobras que enrarecen al extremo el clima político, buscan ocultar la realidad de la agresión económica contra 8 de cada 10 ciudadanos. Pretensión absurda. Aunque distante de lo necesario para que funcione el sistema capitalista, el ajuste en curso tendrá respuesta social. La inflación marcha al ritmo del 100% anual y en aumento. Con Bonos y otras dádivas, en acuerdo con los CEOs de la CGT, el gobierno tratará de evitar un choque frontal con la clase obrera. Ya hay, y habrá más, paliativos dinerarios y subsidios de tarifas para desocupados, además de multiplicar el reparto de víveres para comedores populares. Mientras se mantenga la actual relación de fuerzas los jubilados continuarán siendo la variable de ajuste más castigada. En tanto la inflación continuará golpeando y las clases medias no podrán mirar hacia otro lado.
Gobierno y oposición intentarán utilizar como masa de maniobra a las franjas desesperadas de la población. Demagogia populista de un lado y brutalidad ultracapitalista por el otro, disfrazados de falso antimperialismo y no menos simulado liberalismo, avanzan hacia una convergencia en el fascismo.
Sigue como propósito del nuevo ministro de Economía el plan ya descripto en estas columnas: reconstruir el país con base en la venta de gas y cereales a Europa y apoyo impetuoso a la producción de litio (Argentina en las vísperas). Lo diseñó un sector del gran capital cuando aún suponía que podía llevarlo a cabo Alberto Fernández, antes de su desdibujamiento. Ahora lo enarbola Sergio Massa, antiguo colaborador de Washington, desde un cargo equivalente a primer ministro, donde llegó con apoyo de la vicepresidente y su séquito pseudo progresista. Dividida en todo, la burguesía también se fractura respecto de apoyar o no esta quimera desde ahora. Por eso un sector del la UCR, a comenzar por su presidente, propone aliarse desde ya con franjas peronistas, para poner en marcha ese supuesto círculo virtuoso. Pero la operación exacerba las diferencias internas del núcleo conducido por la vicepresidente. Ahora a la franja “progresista” se le exige sumisión total y explícita a un proyecto bendecido por la Casa Blanca, que en todo caso lo confía a un próximo gobierno de Juntos por el Cambio.
Fuera de esta perspectiva, queda la resignación al naufragio antes de las próximas elecciones presidenciales. Eso explica la anuencia de la Sra. Fernández, empeñada en eludir los procesos judiciales y mantener espacio para una candidatura en 2023.
Quedó en el pasado el oficialista Frente de Todos. En Juntos por el Cambio se revelan estrategias contrapuestas. ¿Podrá la burguesía recomponer un instrumento político para ganar en 2023 y gobernar los cuatro años siguientes? Con certeza no aparecerá una fuerza lo suficientemente sólida como para afrontar la crisis argentina. No aspiran a tanto en las clases dominantes. Basta con que alcance la capacidad de arrastrar a la masa disgregada en dos sentidos previsibles: hacia un accionar con base popular y consignas falsamente progresistas, y hacia el liberalismo autodefinido como “libertario”. Otro engaño más en la larga lista de manipulación en perjuicio de una sociedad desarticulada y un proletariado sin conciencia de clase.
@BilbaoL
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