En Página/12 del domingo hay una entrevista que me gustaría comentar, no para agregar nada a lo que desde ya dice tan sugestivamente, sino para permitirme algunas reflexiones contiguas al tema que trata, con el deseo de seguir una discusión. El tema al que me refiero está en una excelente entrevista hecha por Santiago O’Donnell […]
En Página/12 del domingo hay una entrevista que me gustaría comentar, no para agregar nada a lo que desde ya dice tan sugestivamente, sino para permitirme algunas reflexiones contiguas al tema que trata, con el deseo de seguir una discusión. El tema al que me refiero está en una excelente entrevista hecha por Santiago O’Donnell a Julian Assange, que provisoriamente me lleva a formular una inquietud. ¿Cómo se reconstruye una forma de la ciudadanía abierta, sustentada en un sujeto complejo y autodeliberativo, menos vulnerable a maniobras de agencias estatales que manejan operaciones secretas, sean políticas, jurídicas o militares? De otro modo, se trataría de la pregunta sobre cuánto de lo que nuestra conciencia cree ser una verdad, poseída exclusivamente por nosotros, se debe dejar pasar al mundo público. Ya sea para decirlo todo «brutalmente» o para dejar filtrar lo civilmente necesario, sin incurrir en «sincericidio» o retaceo de información. Es la antigua discusión sobre qué es un ciudadano, figura en declive en todo el mundo.
Julian Assange actúa con una ética personal, una suerte de protocolo reflexivo del débil, pero conoce perfectamente el funcionamiento de las comunicaciones políticas corporativas basadas en el sigilo o en el secreto, bajo la obvia hipótesis de que lo fundamental de la política sucede en torno a engarces secretos, encapsulamiento de claves, flujos informáticos reservados entre agentes de inteligencia (notoriamente en casos de guerras: Irak, Afganistan, Libia, Siria, etc.) o correos electrónicos sobre asuntos públicos circulados por vía privada (en el caso de Hillary Clinton). Hay pues un tipo de militancia novedosa en Assange dando a conocer el soporte secreto de «operaciones sigilosas» de Estados y Corporaciones, que suelen implicar muertes en acciones militares clandestinas o decisiones financieras sigilosas o ilegales que afectan a millones de personas.
En todas estas cuestiones ha intervenido la organización de Assange, con numerosos militantes en todo el mundo y respaldo de periódicos generalmente vinculados a un genérico y resistente progresismo mundial. Agreguemos que el gobierno de Cristina Kirchner y el de Lula en su momento lo han sostenido en su refugio en la Embajada de Ecuador en Londres, y formaron parte de su círculo de protección ante los violentos requerimientos judiciales que recibe de otros países. De la muy interesante entrevista de O’Donnell, se desprende la idea de un nuevo tipo de militancia planetaria de tipo tecnológica y con una red de agentes confidenciales preparados o espontáneos, casi siempre exógenos pero también en el seno de los grandes Bancos Mundiales de Información Secreta. Todo ello le exige al creador de WikiLeaks (nombre tomado a medias de lo que ya inventó Internet por su cuenta, y de las palabras fuga, escape… no de «gas» sino de «información», que a su manera también es un tipo de fluido etéreo y asfixiante). Todo ello exige una visión geopolítica del mundo, una idea de lo estratégico -este viejo concepto Assange lo emplea a menudo- y una polarización nueva en las formas de lucha, como sería una confrontación con los establecimientos más poderosos de control de flujos o stocks de información mundial (Corporaciones, CIA, la incendiaria Iron Mountain y sus afines en todo el mundo) lo que sugiere un tipo de lucha en una esfera especial. No hay una sola Catalogación Secreta Universal, sino varias, escindidas por Estados, coaliciones, empresas, medios monopólicos de comunicación, etc., y por contraparte, la nueva militancia tecnológica neolibertaria, de revelación por filtración masiva -esperándose que su difusión sin más produzca efectos democratizadores en el horizonte social público.
El secreto mundial de países coaligados o no, hace de la información una lógica sistémica, pero muy movediza, con su correspondiente entropía (espero haber usado bien esta palabra). Los grupos de dominio ejercen un tipo de meta-control que posee sistematizaciones pero también sus propios puntos de fuga aparentemente dispersos, asimismo previstos o inspeccionados por ellos mismos. Es muy interesante el análisis de Assange del comportamiento del grupo de Hillary Clinton (con sus mails desplazados desde la dimensión pública a la encubierta), para lo cual, ante las pertinentes preguntas sobre sus «fuentes» que le hace el entrevistador, Assange debe decir que si esas informaciones las hubiera recibido de otro país con intereses en la elección norteamericana, de Rusia, por ejemplo,»no las aceptaría aun en el caso de ser documentos verdaderos», pero potencialmente capaces de alterar relaciones de fuerza en las que el frágil perdería la potencia de lo que podríamos llamar su «interés desinteresado», su causa vinculada a la ética universal altruista.
Assange asombra por la precisión de su lenguaje, con especulaciones de alta política y refinamientos geopolíticos, todo pasado por la creación de un poder contrainformático, cuyas notaciones de lenguaje son, lógicamente, las de la llamada bien o mal «revolución informática». En Assange la descripción de lo que hace WikiLeaks es cruda, incisiva, directa, absolutamente profesional. Obliga a pensar en la distancia con los estilos y destinos militantes que muchos conocimos y practicamos, y seguimos practicando, fuera de este proyecto tan complejo de captura de información reservada, enseguida convertida en actos judiciales (pues difunde secretos, masacres o maniobras de Agencias especializadas en vigilancias, escuchas y seguimientos de vidas), luego en un juego de fuerzas entre países, y en la laboriosa construcción de una ética del uso de la información. Esta última tarea de profundo interés, que se evidencia en las entrelíneas de la entrevista a Assange, merece atención y debate. Pues todo indica que esta experiencia modifica la estructura tradicional del juicio político, al menos en cuanto a que este tenía (y tiene) un componente literal y otro de paradoja de las consecuencias -ambos públicos- a lo que se agrega la amplia faja de comunicaciones cerradas a espaldas del arcaico «contrato social», con planificaciones militares, políticas o financieras al margen del supuesto panóptico social democrático, en vías de extinción como espacio público.
Si este espacio existe ya no lo vemos nosotros sino que está disuelto en las redes precintadas del Estado o corporaciones aledañas; es él quien siempre nos ve a nosotros. La paradoja de las consecuencias que permitía un tinte trágico pues se refería a quien quería el bien y producía el mal, ahora es al revés y enfoca el caso Trump, que invierte la ecuación. Es lo más inconveniente por su patoterismo racista, pero sus «efectos» reales pueden ser favorables a que se abran fisuras alternativas, reacciones populares, una nueva unidad latinoamericana y acciones por el estilo. ¿Podemos pensar así? Zizek, en este diario, lo ha insinuado. «La única manera de responder a Trump hubiera sido apropiarse de la rabia contra el establishment y no descartarlo como primitivismo de basura blanca». Assange no ha expulsado de su lenguaje la palabra «tragedia», propia de la paradoja de las consecuencias entendidas a la manera clásica, como lo incierto e imprevisible de cualquier acto político. La emplea para el caso Hillary. La tragedia de ella está irónicamente descrita. Primero ocultó procedimientos irregulares en redes, luego ocultó lo que ocultaba y en una tercera vuelta de tuerca ocultó lo que ocultó que ocultaba. Una tragedia alude a la más vieja noción sobre lo político, elegir entre dos polaridades inconvincentes. Respiramos: ella anima una consideración sobre la naturaleza última de lo político, que nos devuelve a la lógica de lo público, del viejo ciudadano informado de por sí, que sabe de las contradicciones mundanas más que de estas maniobras en las tinieblas, que precisan un nuevo tipo de héroe perseguido para develarse. Pero éste no es tema de Assange.
Y cuando habla de este tema, Assange lo simplifica: libertad de expresión contra autoridad. Aperturas de los cofres secretos de los países imperiales ante crímenes militares y financieros. Recibimos, es claro, la tarea imaginativa de Assange como necesaria, además de su tarea provocarnos solidaridad y honda simpatía. Pero intuimos que estas opiniones deben ser pasadas nuevamente por el cedazo de los legados militantes por todos conocidos. Por eso, otra cuestión es la que se abre ante el juicio sobre Trump. Todo lo que dice sobre él Assange ingresa dramáticamente en el debate actual: ¿Qué hay que acentuar primero, su xenofobia, su desprecio a instituciones y personas, su guerrerismo real o impostado, o lo que llamaríamos la paradoja de que con sus arbitrariedades flagrantes, facilita el reagrupamiento mundial de radicalizaciones democráticas o izquierdas nuevas, hoy aletargadas? No está claro en Assange, porque lo que no prima en él es la clásica manera del análisis político, en la que la reflexión política complementa con sus conocimientos históricos el estilo de investigación en las tinieblas. Así es entre nosotros en la larga tradición que tiene este tema desde Rodolfo Walsh a Horacio Verbitsky.
Assange evoca a menudo consignas libertarias, o del liberalismo anarquista. Cuando explica el triunfo de Macri apela a las «redes sociales» y agrega que probablemente ahora está más débil también por las mismas redes. Por cierto, nunca, nada o nadie dejan ahora de usar las redes sociales, pero todavía no se ha escuchado una teoría sobre ellas al nivel de lo que propone Assange, que inevitablemente debería conceptualizar más profundamente las menciones u omisiones a la fuente, el sistema jurídico ya reventado por dentro, el secreto sobre operaciones no legales, los efectos de una revelación y -como si esto fuera poco-, la existencia de un operador cuya biografía es conocida, el propio Assange, asumiendo la figura encomiada del perseguido internacional, refugiado en la embajada europea de un país latinoamericano, por querer recrear una «polis genuinamente informada» a la altura de la «razón comunicativa». Pero filosóficamente corresponde a una historia sin sujeto, que por momentos debe aclarar cómo se producen otras operaciones similares. Por ejemplo, con la apertura de los Panama Papers, Assange comunicó que ese procedimiento provino de un organismo norteamericano de estrepitoso nombre, la Organized Crime and Corruption Reporting Project. Al parecer el objetivo era Rusia, para lo cual no importaba que otros, los muy conocidos bribones vernáculos, la ligaran de rebote. ¿Cómo juzgar entonces esta guerra entre organismos que investigan las entrañas del monstruo, incluso los que el propio monstruo alimenta? No dudamos de que este es un nuevo elenco de contradicciones, pero lo que hay que ver es si éstas explican las formas clásicas de la ética y el análisis político, o si a la inversa, la vieja tarea militante social e historizada, no ha fenecido, obligándose sin embargo a estar al tanto de estas luchas entre agrupaciones especializadas en revelaciones diseminables en el seno de lo popular-ciudadano.
Este movimiento de piezas geopolítico-informáticas embutidas en la dialéctica del secreto y revelación del secreto, a diferencia de los viejos ejercicios de «desenmascaramiento ideológico» muestran necesariamente su preferencia a analizar los acontecimientos mundiales por sus consecuencias y no por la forma ética de su origen. Algo semejante ocurre con Zizek, pero este es el caso de un filósofo que intenta reconstruir el sujeto desde sus propios vacíos e inconsistencias, incluso sin abandonar del todo al sufrido Descartes. Para quienes obviamente seguimos sosteniendo las militancias clásicas y también apoyamos a Assange, sin embargo deberíamos sostener en primer lugar lo inadmisible de la figura de Trump, antes de postular que habrá consecuencias inversas de sus biliosas acciones, gracias a su obtusa inhumanidad. Eso podrá suceder; seguramente ya está sucediendo, pero si empezamos por ahí, luego nos obligamos a declarar «¡eh, pero nada que ver con Trump!», lo que en verdad, para Assange y todos nosotros, no debe ser una aclaración a posteriori -a pesar de Hillary y de que la CIA estaba más de acuerdo con ella que con él-, sino un punto de partida moral, para luego ser consistentes en la reflexión sobre lo inevitablemente paradójico de toda afirmación política. Esto nunca dejará de ocurrir, si no el mundo entero estaría a merced de los burócratas de la escucha secreta y su corte de difusores que se arrogan la primicia del análisis de la palabra «pelotudo»* dicha de un modo que hasta la Real Academia -organización no clandestina de España- dictaminaría como «uso irónico y de sentido reversible entre personas que se tienen confianza».
* Gilipollas, en castellano estándar.