Los ataques con explosivos perpetrados la madrugada de ayer contra gasoductos de Pemex en Veracruz -además de una explosión en un oleoducto de Tlaxcala que podría ser parte de la serie- provocaron el desplazamiento de miles de personas de sus lugares de residencia; las pérdidas económicas no se han cuantificado y afortunadamente no hubo muertos […]
Los ataques con explosivos perpetrados la madrugada de ayer contra gasoductos de Pemex en Veracruz -además de una explosión en un oleoducto de Tlaxcala que podría ser parte de la serie- provocaron el desplazamiento de miles de personas de sus lugares de residencia; las pérdidas económicas no se han cuantificado y afortunadamente no hubo muertos ni lesionados. Al parecer, los atentados son la continuación de los realizados a principios de julio pasado por el Ejército Popular Revolucionario, EPR, en demanda de la presentación de dos de sus integrantes que se encuentran desaparecidos y fueron capturados, a decir de la organización armada, por efectivos gubernamentales.
El Ejecutivo federal condenó de inmediato los ataques, respondió con una movilización militar en las zonas afectadas y anunció, en voz del secretario de Gobernación, Francisco Ramírez Acuña, que se actuará «con toda la energía» contra los responsables. Desde Nueva Delhi, Felipe Calderón Hinojosa llamó a los otros poderes, a los partidos, a la sociedad y a los medios a «unir fuerzas» para condenar los atentados y se manifestó por el fortalecimiento de los cuerpos de seguridad del Estado.
Ciertamente, todo país necesita organismos de seguridad nacional y pública capacitados, eficaces y bien provistos. El gobierno tiene, por lo demás, la obligación de preservar la integridad de la infraestructura y procurar que no vuelvan a ocurrir ataques como los de ayer. Por otra parte, resulta condenable todo acto de destrucción de infraestructura propiedad de la Nación, no sólo porque es contrario a la legalidad sino porque estos procedimientos, aun si se realizan en nombre de una reivindicación social o política, tienden a empeorar la situación de los más desfavorecidos, alimentan a los sectores más autoritarios del gobierno con pretextos para acentuar la represión contra disidencias y oposiciones violentas o pacíficas y enrarecen el ambiente político, de por sí afectado por la dislocación institucional que vive el país desde las elecciones presidenciales del año pasado.
Sin embargo, la condena de los atentados y la persecución de sus autores no basta para despejar la razón inmediata y las causas profundas del accionar eperrista. La primera es la inadmisible «desaparición» de dos ciudadanos mexicanos, guerrilleros o no, hecho que violenta gravemente los derechos humanos y se percibe como barrunto de un retorno a las guerras sucias en las que se involucró el Poder Ejecutivo en las presidencias de Luis Echeverría y José López Portillo. En cuanto a las causas de fondo, las invocaciones a «la fuerza del Estado», tan socorridas durante lo que va de la presente administración, apuntan a suprimir los síntomas de una crisis social, política y económica, pero no resolverán los problemas de fondo. Otro tanto ocurre con el combate oficial contra el narcotráfico, actividad delictiva cuyo auge no podría explicarse si el campo no estuviera sumido en una catástrofe, si el desempleo no campeara en las ciudades y si no floreciera, en todos los niveles de gobierno, una escandalosa corrupción.
No deja de resultar sorprendente que con 19 millones de mexicanos en situación de «pobreza alimentaria» y con otros 49 millones que carecen de los recursos suficientes para cubrir sus necesidades básicas de vestido, vivienda, salud, educación y transporte, la exasperación social no haya desembocado en una violencia masiva y no haya sido mayor el colapso de la autoridad gubernamental en las extensas regiones del territorio que, con todo y operativos espectaculares, siguen bajo control de la delincuencia organizada.
Sólo una desoladora carencia de sentido de país puede explicar que el grupo en el poder no caiga en la cuenta que la gran amenaza a la seguridad nacional, a la estabilidad política y a la vigencia del estado de derecho no proviene de las organizaciones guerrilleras ni de la delincuencia común, sino de un modelo económico y social que ha hundido en la miseria y en el hambre a la mitad de la población y que se mantiene, pese a todo, en vigor.
La nueva serie de actos de propaganda armada efectuados, al parecer, por el EPR, debiera llevar a los gobernantes en turno a reflexionar sobre la pavorosa ausencia de perspectivas que enfrentan, debido a la política económica y a la ausencia de política social, millones de mexicanos que no tienen más futuro que la emigración a Estados Unidos, la mendicidad en las calles, el reclutamiento por alguna de las delincuencias organizadas -la del narcotráfico, la del secuestro, la del robo de autos- o la incorporación a grupos político-militares que propugnan el cambio político y económico por la vía de las armas.
Es posible que, con este telón de fondo, el actual gobierno se aproxime a una encrucijada: o da un golpe de timón en la conducción política, económica y social y empieza de una vez por todas a atender la desesperada situación de la mitad del país y a escuchar la inconformidad de los excluidos por una institucionalidad crecientemente oligárquica y falta de representatividad y de contenido, o se aventura abiertamente por el camino de la represión, la construcción de un Estado policiaco y autoritario y la supresión, así sea de facto , de las garantías individuales. En el primero de esos escenarios tendría que hacer frente a los intereses de los grandes capitales nacionales y foráneos que le dieron su respaldo para que mantuviera intactos la desigualdad y los privilegios a los poderosos; en el segundo no le alcanzarían todas las corporaciones de seguridad para enfrentar el descontento de la gente.