¿Viejo PRI o nuevo PRI? La transición le llaman los ideólogos oficialistas u oficiosos al supuesto cambio de régimen político cuando en realidad es meramente un cambio de partido en el gobierno con las mismas políticas «públicas» neoliberales: el pripanismo renovado con un disfraz de una (post) modernidad ficticia. Cambio de piel ofídico y la […]
¿Viejo PRI o nuevo PRI? La transición le llaman los ideólogos oficialistas u oficiosos al supuesto cambio de régimen político cuando en realidad es meramente un cambio de partido en el gobierno con las mismas políticas «públicas» neoliberales: el pripanismo renovado con un disfraz de una (post) modernidad ficticia. Cambio de piel ofídico y la amenaza de incubar El huevo de la serpiente de un mayor autoritarismo de una vieja dictadura («perfecta», Vargas Llosa dixit) de más de 70 años. Ni del viejo ni del nuevo, «soy del PRI de todas las épocas», dijo el senador Manlio Fabio Beltrones.
En el año 2000, cuando hubo cambio de partido en el gobierno federal por primera vez, se habló hasta el cansancio de una «transición democrática». Al poco tiempo con Fox se hizo visible que las aspiraciones de cambio quedaban en el desencanto y la frustración por una grotesca y patética forma del quehacer político, al igual que en el 2006 con un gobierno ilegítimo y truculento que llevó a México al colapso social bajo el mando de una cleptocracia, una profunda corrupción e ineptitud.
La herencia priista finisecular y de doce años panistas ha dejado una verdadera catástrofe nacional. La profunda crisis social en realidad es el rotundo fracaso de una oligarquía incapaz de llevar a cabo un proyecto de desarrollo nacional soberano concebido para construir un estado de bienestar social. La plutocracia, clase dirigente, ha sido y es totalmente inepta para generar mejores condiciones de vida material y espiritual para el grueso de la población mexicana. Por el contrario, con las políticas neoliberales se ha ensañado ominosamente contra los trabajadores causando una mayor y lacerante pobreza social, agravada con una violencia devastadora.
La nueva presidencia en el poder federal no cuenta con ningún verdadero proyecto democrático para cambiar al país con base a reformas estructurales profundas para beneficio de la mayoría poblacional. A pesar de que «ganó» con una diferencia de tres millones de votos, lo cierto es que no tuvo el voto de más del 50 por ciento del electorado. Se impuso la democracia del poder y del dinero; la democracia de mercado. Es claro que no veremos actuar igual al PRI-Gobierno de antaño, de rancio abolengo bonapartista, sino a un partido de Estado con una amplia experiencia en la aplicación de las viejas políticas tecnoburocráticas neoliberales a partir de los años ochenta llevando agua a su molino con la «globalización» capitalista. Es muy cierto que las mutaciones del partido tricolor han existido desde hace décadas, pues los tiempos de cambio relativo lo han marcado los ritmos del proceso de acumulación del capital endógeno y exógeno y las tensiones políticas derivadas de las contradicciones y los conflictos sociales, pero también es cierto que tales cambios de ropaje político se han dado con base a un proyecto de desarrollo oligárquico semicolonial. Es esto lo que explica esencialmente el camaleonismo político priista, que es una forma de adaptación pragmática, oportunista, a los tiempos cambiantes; en eso reside el conocido gatopardismo a la mexicana, es decir, «cambiar algo para que nada cambie».
En ello también reside la naturaleza política de las llamadas reformas estructurales neoliberales -contrarreformas sociales acordes a la mundialización del capital, especialmente del financiero, y su crisis-, desmantelando los contratos sociales y los Estados de Bienestar, para disminuir salarios y empeorar las condiciones laborales: se trata, entonces, de una política perversa para precarizar las condiciones de vida de los trabajadores con la reforma laboral aprobada recientemente por los partidos sistémicos. La política de Enrique Peña Nieto es continuación de los sexenios anteriores aparentando «pactos políticos» que nada tienen que ver con un proyecto democrático para reorientar el rumbo nacional y tratar de salir de la profunda crisis y ejemplo de ello es lo sucedido el 1 de diciembre, y la integración de un gabinete del gobierno federal carente de experiencia para enfrentar los grandes problemas nacionales; es el caso, por ejemplo, del secretario de educación pública, Emilio Chuayffet, con un pasado siniestro por lo de la matanza de Acteal – 45 indígenas muertos, incluidos niños y mujeres embarazadas- que el próximo sábado 22 cumple 15 años de haberse perpetrado. Con esta designación no se pretende para nada resolver el grave rezago educativo sino llenar huecos políticos de poder.
Las provocaciones visibles por los gobiernos federal y del Distrito Federal para justificar la represión sobre las movilizaciones populares y juveniles del primero de diciembre intentan descalificar toda protesta contra el nuevo gobierno y criminalizar el legítimo derecho de ser oposición al poder establecido. Una violencia y un terrorismo estatales que nos recuerda los aciagos años priistas del criminal Díaz Ordaz y Echeverría. A su vez, Peña Nieto tiene sus antecedentes nefandos por la represión brutal contra el movimiento de San Salvador Atenco y el asesinato del estudiante Alexis Benhumea, en mayo del 2006. Lo sucedido el pasado 1 de diciembre es la respuesta violenta del poder a la profunda y legítima indignación popular y juvenil, la injusticia y la desigualdad social: el México Bárbaro. Una democracia bárbara (José Revueltas)… para despertar el México bronco.
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