Nueve años, once meses y contando. Sólo falta uno mes para cumplirse la primera década de la desaparición forzada de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, la noche del 26 de septiembre de 2014, un hecho atroz que el propio Gobierno Federal actual reconoció como un crimen de Estado, una herida que ha marcado a toda una generación y que ha abierto una brecha ya casi insalvable entre la sociedad -sobre todo la juventud- y el Estado, una infamia que no tiene perdón y que no debe alcanzar el olvido, otra profunda llaga que como Tlatelolco es incurable, incluso con el esclarecimiento de lo acontecido, pues jamás debe repetirse.
El pasado 8 julio el presidente Andrés Manuel López Obrador dio a conocer su primer reporte sobre el caso Ayotzinapa, un documento que resume información ya divulgada, pero que, lamentablemente, establece una ruta que podría alejar la justicia y regresar el manto de impunidad que tanto se ha buscado develar. En dicho informe el Mandatario exculpa al Ejército mexicano de su participación en los hechos, queriendo alejar la atención ante las muy diversas formas en las que las Fuerzas Armadas mexicanas han negado la entrega de información y han obstaculizado justicia, lo que también han hecho jueces, magistrados y dependencia de Gobierno encargadas de la “justicia”, es decir, ese crimen sigue mostrando la participación del Estado para encubrir la verdad y alargar el dolor de las y los familiares, quienes incansablemente se han mantenido en pie de lucha durante estos ya casi 10 años.
Tras la publicación del reporte presidencial muchas voces se alzaron para lamentar ese viraje discursivo, por ejemplo, Amnistía Internacional señaló que se trata de “un retroceso en el esclarecimiento del caso”, pues si ya se había reconocido como un crimen de Estado, y existen muchas pruebas ya divulgadas y usadas por los diferentes grupos de investigación –independientes y gubernamentales- ¿cómo ahora quieren hacer creer a la sociedad que el Ejército no tuvo participación y no es cómplice de tan crueles hechos?
Y no se trata de una cacería a la institución castrense, sino de la búsqueda de verdades verdaderas y no de “verdades históricas”, ya sean del periodo de gobierno de Enrique Peña Nieto, quien no ha sido juzgado ni llamado ante la justicia, o de la actual administración federal, pues no olvidemos que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) documentó la participación del Ejército y dio a conocer que sabían sobre el operativo que se realizó contra los 43 normalistas, y tampoco se olvide que al menos un miembro del Ejército estaba infiltrado entre los estudiantes y realizaba trabajo de espionaje cuya información era usada para saber los movimientos estudiantiles de Ayotzinapa, por lo que la noche trágica los gobiernos de los tres niveles tenían informes sobre las acciones de los 43. Es absurdo querer decir que se busca dañar al Ejército, cuando desde esa misma noche los familiares han pedido ayuda para encontrar a sus hijos y han confiado en el actual Gobierno, otorgando su esperanza de que la justicia llegue.
El caso Ayotzinapa ha demostrado reiteradamente cómo el Estado se protege a sí mismo, pues aunque se reconoció que fue un crimen orquestado desde la estructura de poder con la participación de una diversidad de personajes e instituciones de todos los niveles, hasta hoy ninguna cabeza de poder ha sido realmente juzgada y sentenciada a cabalidad por el crimen de Estado, por ejemplo, Murillo Karam se encuentra en prisión domiciliaria, y militares, policías y otros funcionarios detenidos han sido liberados poco a poco, quedando en su mayoría exonerados de toda responsabilidad, y ni hablar del ex presidente Enrique Peña Nieto, quien goza de la impunidad del poder. Entonces, estamos ante un crimen de Estado en el que el Estado se “culpa” y exonera a sí mismo. Ayotzinapa va quedando a diez años como una herencia incomoda para el sexenio venidero, es una prueba de fuego y una urgencia nacional.
¡Justicia para Ayotzinapa, fue el Estado!
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