El fuego devora un vehículo frente al palacio de gobierno de Chilpancingo. En el chasis de otro derribado, sobre uno de sus costados, manos rabiosas pintaron: Justicia. Guerrero está en llamas. La lumbre que devora edificios públicos y automotores expresa la rabia y la indignación crecientes de cada vez más jóvenes en la entidad. Es […]
El fuego devora un vehículo frente al palacio de gobierno de Chilpancingo. En el chasis de otro derribado, sobre uno de sus costados, manos rabiosas pintaron: Justicia
. Guerrero está en llamas.
La lumbre que devora edificios públicos y automotores expresa la rabia y la indignación crecientes de cada vez más jóvenes en la entidad. Es el termómetro de una insurgencia cívica y popular de largo aliento que sacude todo su territorio, y se extiende a más municipios y sectores. Es la evidencia de una ira que cada día que transcurre se radicaliza más y más.
En un primer momento las protestas se centraron a las autoridades locales y el Partido de la Revolución Democrática. Edificios municipales y las oficinas del sol azteca fueron incendiadas. Las flamas de la cólera se extendieron después contra el gobernador con licencia Ángel Aguirre. Hoy han alcanzado al presidente Enrique Peña Nieto. La exigencia de su renuncia es un clamor a lo largo y lo ancho de la entidad y del país.
Alrededor de 22 de los 81 municipios del estado están tomados. La cuenta crece cada día. Los plantones surgen como hongos en las plazas públicas. La revuelta no sólo obstaculiza el buen funcionamiento de los cabildos. La multitud analiza echar a andar gobiernos paralelos.
Como resultado del alzamiento cívico, la economía local funciona a trompicones. Los hoteles se han vaciado. Los interminables bloqueos carreteros estrangulan el transporte de carga y de pasajeros. El cerco a los grandes centros comerciales frena las transacciones comerciales.
Esta nueva insurgencia cívica y popular recuerda la vivida en la entidad entre 1957 y 1962, en contra del despótico gobernador Raúl Caballero Aburto y en favor de la democratización, a la que el gobierno federal respondió con dos masacres (Chilpancingo, en 1960, e Iguala, en 1962), y que culminó, años después, con la formación de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR), conducida por el profesor Genaro Vázquez Rojas.
La revuelta actual tiene en normalistas, maestros, policías comunitarias y organizaciones campesinas su columna vertebral. Su larga tradición de lucha y su experiencia organizativa son el sustrato que sostiene la movilización. Sin embargo, el levantamiento va mucho más allá de ellas. En algunas regiones participan hasta empresarios.
En Guerrero existen desde hace 45 años organizaciones insurgentes. Según un recuento periodístico, desde 1994 se han manifestado públicamente 23 de ellas. Hay evidencias serias de la presencia y actuación de, al menos, cinco. Tienen implantación social en varias regiones, capacidad de fuego y experiencia en la acción. Varias han acordado formas de entendimiento y coordinación.
La expansión de la insurgencia cívico popular guerrerense ha sido acompañada y cobijada por un amplísimo y creciente movimiento nacional de solidaridad. El mundo universitario está en ebullición. Al menos 82 escuelas y centros de educación superior pararon exigiendo la presentación con vida de los 43 normalistas rurales desaparecidos. En las redes sociales son apabullantes las muestras de descontento contra Enrique Peña Nieto.
La estrategia gubernamental para enfrentar la crisis ha sido desastrosa. Error tras error, cada paso que las autoridades dan las acercan irremediablemente al borde del abismo. Incapaces de comprender la naturaleza de la insurgencia cívica que tienen frente a sí, han respondido echando mano de politiquería barata y maniobras burdas. Su apuesta de ganar tiempo y esperar un milagro tiene saldos cada vez más negativos.
Así aconteció con su último ardid. La versión de que los alumnos de Ayotzinapa habrían sido ejecutados, calcinados en un basurero de Cocula y sus cenizas arrojadas al río, de acuerdo con testimonios de presuntos integrantes del cártel Guerreros unidos, difundida por la Procuraduría General de la República (PGR), ha propiciado que los ánimos se exacerben aún más. Lejos de ofrecer una explicación convincente de los hechos, la conferencia de Jesús Murillo Karam causó más dudas y malestar. La arrogancia de su respuesta a las preguntas de los reporteros generó más indignación.
El gobierno federal pretende establecer un relato oficial
de la masacre y una verdad jurídica
para evadir su negligencia y responsabilidad en los hechos y librar posibles demandas internacionales en su contra. Busca ocultar que se trató de un crimen de Estado y de delitos de lesa humanidad. Sin embargo, su explicación
está llena de omisiones, inconsistencias y contradicciones. No es creíble.
De frente, Felipe de la Cruz Sandoval, vocero de los padres de los normalistas desaparecidos, dijo al presidente Peña Nieto en el encuentro sostenido en Los Pinos el pasado 29 de octubre: Creo yo que si usted no tiene la capacidad para darnos la respuesta, ya también debe de estar pensando lo mismo que el gobernador de Guerrero
.
No es el único que lo piensa. Una y otra vez, en las distintas movilizaciones que se producen en el país, la multitud corea dos consignas que sintetizan no sólo un estado de ánimo pasajero, sino las convicciones profundas de quienes las vocean. Al gritar ¡Fue el Estado!
, señalan a quien consideran responsable de la barbarie. Al exigir ¡Fuera Peña!
expresan lo que ven como vía de salida del conflicto. La insurgencia cívica y popular ha entrado a una nueva etapa.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2014/11/11/opinion/017a2pol
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