En México pareciera que la sociedad va por un lado y el aparato político por otro, muy diferente. En general, a juzgar por las diarias declaraciones de los políticos vivimos un mundo «normal», con problemas, sí, pero controlables y atendidos. En cambio la sociedad está llegando a sus límites por tanto crimen, por tanta deleznable […]
En México pareciera que la sociedad va por un lado y el aparato político por otro, muy diferente. En general, a juzgar por las diarias declaraciones de los políticos vivimos un mundo «normal», con problemas, sí, pero controlables y atendidos. En cambio la sociedad está llegando a sus límites por tanto crimen, por tanta deleznable corrupción, por la amenaza imparable que sienten sus integrantes y que puede romper, para siempre, sus esperanzas, el bienestar a que tienen derecho, esa sí, su vida de normalidad: sintiéndose impotentes y abandonados, pudiendo aparecer a la vuelta de cualquier esquina, sin protección alguna, el rayo que les rompa la existencia.
Sí, la tragedia de Cuernavaca (envío otra vez a Javier Sicilia mis sentimientos de pésame para acompañarlo en su dolor y desesperación, y también mi congratulación por lo que ha logrado comunicar de necesidad de todos, de reacción colectiva). Su tragedia es, lo menos que se puede decir, la muestra de un botón que viven ya decenas de miles de mexicanos, cerca de la sociedad entera, que experimenta la impotencia de vivir en una sociedad desprotegida, amenazada, juguete de la arbitrariedad y de la ausencia de instituciones confiables, de leyes que realmente se apliquen y aplaquen. Cómo no, en manos de tantos cínicos e irresponsables…
Pero el drama de una sociedad bajo amenaza es peor aun cuando nos detenemos a pensar, por un instante, en la tremenda calamidad de una sociedad con las profundas desigualdades que vivimos. Aquí la desesperación permanente de la vida llega a honduras insospechadas, tanto o más, por su inminencia y presencia ineludible, que el sentimiento de la violencia e impotencia por el que cruzamos. Una sociedad bajo amenaza desde tantos lados, también por la injusticia que entraña, es una sociedad que ve el cambio no sólo como una posibilidad sino seguramente como una necesidad, la única esperanza de futuro, la única luz y promesa de seguir viviendo en términos de humanidad.
Y entonces ¡cuidado! porque las sociedades se convierten de pronto en un ariete imparable, mostrando una fuerza y poder insospechables. No tan remoto en experiencias históricas actuales o recientes. En todo caso tal es nuestro tiempo en infinidad de direcciones y latitudes. Desde la derrota de las sangrientas dictaduras latinoamericanas de varias décadas hasta el impensable, inesperado triunfo electoral de un afroamericano en Estados Unidos (aunque en su gestión Obama haya desilusionado a muchos simpatizantes). Y, ahora, además, la emocionante rebelión en contra de las longevas tiranías de buena parte del norte de África y del Medio Oriente, con participación sobre todo de los jóvenes y de las clases explotadas.
Exigencias de cambio, de democracia y respeto a los derechos humanos. Exigencias de que se ponga un alto definitivo a la corrupción. Demandas en favor de la vida y de la paz. Exigencia entonces, sobre todo, de pacificar la existencia e iniciar un curso nuevo de organización social en que se destierren la arbitrariedad, la violencia y la agresividad, y en que el poder del dinero, si posible, reduzca su voracidad y dominio, su arbitraria referencia como único y más alto valor.
«¡…Estamos hasta la madre…!» Es verdad, pero alguien preguntaba «¿…y después qué…?» La cuestión es que también en nuestro país estamos llegando al límite y al borde de un estallido, o de una serie de estallidos sociales que llegado el caso será muy difícil ahogar o evitar. Lo que resulta increíble es que mientras esta desesperación y espíritu de protesta, y exigencia del cambio, penetra en todo el cuerpo social, abajo y arriba, pero otra vez sobre todo entre los más jóvenes y entre los más necesitados, el aparato o los aparatos oficiales siguen procediendo como si no ocurriera algo importante al lado o debajo de todos ellos. Su comportamiento sigue siendo igual de superficial y cínico como lo marcan su propia tradición e historia.
No estoy hablando de que estemos necesariamente al borde de un estallido armado y violento, sin excluirlo, sino de que la necesidad del cambio podría tomar cauces hoy inesperados (aunque con antecedentes significativos). Lo más probable, a mi entender, es que esta ruptura con lo más negro del pasado y del presente, que se manifestará de manera masiva, pueda expresarse y brotar fuertemente en la ocasión del proceso electoral del 2012.
¿Es posible seguir por los caminos más trillados, en que la forma (cartones y ceremonias anquilosadas) sea realmente atractiva para una sociedad que vive ya una dosis grande de desesperanza e irritación? Parece muy remoto. En principio, no el estallido violento y armado sino el mayoritario y radical rechazo en las urnas, impugnación severa con el voto a la parálisis y cinismo reinantes, otra vez, exigencia de cambio con el arma de más eficacia que el pueblo mayoritario de México tiene y tendrá en sus manos en el corto plazo.
Pienso que la situación actual, bastante desesperada para muchos, empujará, orillará a la ciudadanía, pero sobre todo a la más joven y necesitada, a la ciudadanía del campo y de las ciudades, también al proletariado en general, a volcarse en el 2012 a favor de quien proponga un cambio más profundo y la posibilidad de ofrecer un rostro más limpio y confiable como jefe de las instituciones mexicanas. ¿Cómo se dijo? «Hay pueblo y hay líder». Y ese podría ser, con mucha probabilidad, el sólo camino abierto para el cambio necesario. ¿O de qué otra parte puede venir?