En las últimas elecciones presidenciales argentinas de fines de 2015 se impuso, a través de un reñido ballotage, la fórmula de una alianza de centro-derecha encabezada por el empresario Mauricio Macri sobre la fórmula, no menos derechista aunque propiciada por el propio oficialismo, encabezada por el empresario Daniel Scioli. Estas elecciones marcaron el cierre de […]
En las últimas elecciones presidenciales argentinas de fines de 2015 se impuso, a través de un reñido ballotage, la fórmula de una alianza de centro-derecha encabezada por el empresario Mauricio Macri sobre la fórmula, no menos derechista aunque propiciada por el propio oficialismo, encabezada por el empresario Daniel Scioli. Estas elecciones marcaron el cierre de un ciclo político que, para ahorrar palabras, vamos a llamar aquí el ciclo kirchnerista. Pero las razones para hablar de un cierre del ciclo kirchnerista no se restringen al hecho de que en esas elecciones triunfara un candidato opositor sino también, y acaso especialmente, a que tanto este candidato opositor como el oficialista e incluso el tercer candidato más votado, Massa, también proveniente del oficialismo aunque disidente, adoptaron durante sus campañas programas derechistas de ajuste extraordinariamente semejantes. Las elecciones de fines de 2005 se volvieron, de esta manera, en las presidenciales en las que menos diferencias político-ideológicas se constataron entre los discursos de los principales candidatos postulados por los partidos burgueses desde la última transición democrática de comienzos de los ochenta. Todos acordaron en proponer, ante la crisis del kirchnerismo, una salida hacia la derecha.
Pero ¿de qué manera se cerró, entonces, ese ciclo kirchnerista? Es evidente que no se cerró con la «patria liberada» que anunciaron algunos ingenuos, y ni siquiera con la instauración del «capitalismo nacional, popular, productivo y racional» que el ex presidente Kirchner prometiera en su primera campaña. El ciclo kirchnerista se cerró, simplemente, mediante un mero recambio electoral entre administraciones y dejando atrás otra administración justicialista saliente hundida en la corrupción. Pero todo cierre de un ciclo político, por penoso que resulte, invita a hacer balances. ¿Qué fue, entonces, el kirchnerismo?
El kirchnerismo fue la insurrección como restauración. 1 Esto significa que e l kirchnerismo debe entenderse como expresión de las relaciones de fuerzas entre clases emergentes del ascenso de las luchas sociales contra el neoliberalismo que culminó en la insurrección de fines de 2001 y la resultante crisis de acumulación y dominación capitalistas y, a la vez, como un intento de recomposición de esa acumulación y esa dominación. Ninguna de las dos partes de esta afirmación es suficiente sin la otra. Y, para el análisis del kirchnerismo, es imprescindible tener en cuenta ambos aspectos a la vez, así como la inevitable tensión entre ellos, porque de lo contrario ambos quedarían igualmente indeterminados. En las pocas páginas que siguen intentaremos presentar esta interpretación del kirchnerismo en términos de la conversión de aquella insurrección popular en una restauración del orden. Aunque e l fenómeno que analizaremos (el kirchnerismo) es relativamente complejo y el período que abarcaremos (de comienzos de 2002 a fines de 2015) es relativamente prolongado, de manera que tendremos que contentarnos con una exposición de nuestros argumentos más importantes, reduciendo la información empírica y las referencias bibliográficas a su mínima expresión.
La recomposición de la acumulación
El carácter restaurador del kirchnerismo puede verificarse tanto en su origen como en su trayectoria posterior. Respecto de su origen, y muy a pesar de la retórica refundacionalista de sus apologetas, recordemos que el kirchnerismo no constituyó un emergente de la insurrección de fines de 2001 sino una respuesta restauradora proveniente de las entrañas del propio orden establecido. Para que se entienda bien este punto, alcanza con comparar las salidas que encontraron los procesos de ascenso de las luchas sociales y de crisis del neoliberalismo en los casos argentino y boliviano. Los gobiernos de Evo Morales fueron un emergente del anterior proceso de resistencia contra el neoliberalismo. El mismo Evo era un campesino indígena y dirigente cocalero que había desempeñado un rol decisivo dentro de ese proceso de resistencia (en la guerra del gas, etc.), la organización política que le permitió el ascenso al poder (el MAS) se había gestado en el interior de dicho proceso, algunas de las principales demandas planteadas dentro de ese proceso (la nacionalización de los hidrocarburos, etc.) fueron asumidas y concretadas más tarde por el gobierno, y así sucesivamente. Esto no es un juicio a favor de los gobiernos de Evo Morales, vale aclarar, sino una constatación de la relación que guardó su acceso al poder con el proceso previo de ascenso de las luchas sociales y de crisis del neoliberalismo.
Es evidente, en todo caso, que las cosas fueron distintas en el caso argentino. Kirchner era un empresario millonario y un dirigente de primera línea del partido del orden por excelencia dentro del desvencijado sistema de partidos políticos argentino (el partido justicialista) y había desempeñado un cargo ejecutivo de primera importancia (como gobernador) en calidad de oficialista durante todo el menemismo. La organización política que permitió su acceso al poder fue una fracción de ese mismo partido justicialista y, más aún, fue impulsado como candidato oficialista por el propio Duhalde, en ejercicio provisional de la presidencia. La relación que guardó el ascenso al poder de Kirchner con el proceso previo de ascenso de las luchas sociales y de crisis del neoliberalismo sería entonces, y no podría sino ser, la de alguien que accedía a la presidencia para completar la tarea de restauración del orden que había iniciado, con relativo éxito, su antecesor Duhalde.
Y la trayectoria posterior del kirchnerismo ratificaría este carácter restaurador. Su política económica estuvo signada desde su inicio por las medidas adoptadas como respuestas forzadas a la enorme crisis económica que había culminado a fines de 2001. Las más importantes y exitosas de esas medidas fueron adoptadas durante la breve administración de Duhalde y la primera mitad de la administración de Kirchner. Repasémoslas, empezando por la propia devaluación forzada del peso que puso fin a la convertibilidad a comienzos de 2002 y las posteriores intervenciones en el mercado cambiario que estabilizaron el competitivo tipo de cambio resultante. La devaluación impuso inflacionariamente, en términos reales, un recorte de salarios que, combinado con sendos recortes también en términos reales de las tarifas de los servicios públicos y los precios de la energía y de las tasas de interés, impulsó una significativa recuperación de la rentabilidad de los sectores productivos del capital, reforzando la competitividad de los capitales orientados hacia la exportación así como protegiendo a los capitales menos competitivos orientados hacia el mercado interno.
La devaluación, combinada con el mejoramiento de los términos de intercambio en el mercado mundial, acarreó una sostenida expansión de las exportaciones y unos extraordinarios superávits comerciales. Y esta expansión de las exportaciones permitió a su vez la aplicación de impuestos a esas exportaciones (retenciones) que, combinadas con impuestos a un consumo que aumentaban al ritmo de la recuperación económica, generaron inicialmente importantes superávit fiscales y reservas de divisas. La renegociación y contención en términos reales de las tarifas de los servicios públicos y los precios de la energía y los combustibles, a cambio de concesiones en los restantes aspectos contractuales y regulatorios y más tarde de crecientes subsidios, fueron las medidas adoptadas ante la crisis del sistema de empresas privatizadas y concesionadas en los noventa. Las medidas destinadas a superar el congelamiento de los depósitos bancarios (el corralito) que se había impuesto durante la crisis de la convertibilidad iniciaron para la banca doméstica, al borde de una bancarrota generalizada, una senda de recuperación y de transformación hacia una mayor pesificación y una mayor orientación hacia el sector privado. Y la reestructuración de la deuda externa en manos de tenedores privados, junto con el pago de la deuda que se encontraba en manos de acreedores institucionales, adoptados como respuestas a la situación de default pasivo en que había quedado el estado después de la crisis de la convertibilidad, distendieron a su vez sus relaciones con los mercados y los organismos financieros internacionales.
Medidas como estas no comparten la característica de ser pilares de un nuevo modelo económico que el kirchnerismo habría venido a instaurar desde su ascenso al poder en 2003, sino más bien la de ser medidas, impuestas por las circunstancias, que el gobierno provisional de Duhalde adoptó ya en 2002 y que el nuevo gobierno de Kirchner retomó desde 2003 con la finalidad de restaurar el orden tras la profunda crisis económica que culminó a fines de 2001. La posterior pretensión de los apologetas del kirchnerismo de elevarlas al rango de pilares de un nuevo modelo económico, en consecuencia, no fue más que un nuevo caso de la consabida conversión de la necesidad en virtud. Pero esto no significa, no obstante, que estas medidas no compartieran cierto parentesco. Ellas apuntaron a reordenar la economía después de la ruptura definitiva del orden neoliberal previo articulado alrededor de la convertibilidad. Y, así como puede decirse que este último orden descansaba en la disciplina de mercado impuesta por esa convertibilidad, estas medidas, que apuntaron a restaurar el orden tras su ruptura, se caracterizaron en su conjunto por consentir una suerte de relajamiento de esa disciplina de mercado.2 Nos referimos a una moneda menos atada al dólar y a unos precios domésticos menos atados a los vigentes en el mercado mundial, a una tasa de interés menos determinada por los mercados financieros internacionales, a unos niveles de salarios y de ganancias, en síntesis, menos arraigados en las condiciones de explotación vigentes en los propios procesos de producción domésticos. Fue precisamente este relajamiento de la disciplina de mercado, a partir de un aparato productivo reconvertido durante el proceso de reestructuración capitalista de la década previa y en el marco de unas condiciones extraordinariamente favorables en el mercado mundial en materia de los precios de las commodities exportadas, el que impulsó la acelerada recomposición de la acumulación que cerró la crisis.
La recomposición de la dominación
Esta recomposición de la acumulación, a través de la recuperación del empleo y, aunque más tardía e irregularmente debido a la segmentación del mercado de trabajo, a través de la recuperación del salario y del consumo de los trabajadores, sentó a su vez las bases materiales para la recomposición de la dominación. Pero es importante señalar que esta relación entre las recomposiciones de la acumulación y de la dominación no debe entenderse de una manera mecánica. La depresión que se inició hacia 1998 y que se prolongó hasta mediados de 2002 fue, ciertamente, una de las más profundas que atravesó el capitalismo argentino en toda su historia. Dicho esto, sin embargo, fue la dimensión específicamente política, el vacío de poder sintetizado en la exigencia de ¡que se vayan todos! Planteada por los insurrectos en diciembre de 2001, la dimensión decisiva de la crisis que clausuró la década. La restauración del orden político, en consecuencia, era un desafío mucho más complejo que la recuperación del crecimiento económico. Ya hacia mediados de 2002, las tasas de uso de la capacidad instalada y de empleo comenzaron a repuntar y en 2003 el producto, el consumo y la inversión aumentaron francamente, iniciándose un quinquenio de intenso crecimiento económico. Pero, mientras tanto, aquella restauración del orden político seguía siendo en gran medida una tarea pendiente.
Las diferencias entre los gobiernos de Duhalde y Kirchner cobran relevancia en este punto. En efecto, la administración provisional de Duhalde había avanzado mucho en la tarea de reactivar la economía pero, carente de legitimidad, había enfrentado límites insalvables ante la tarea de restaurar el orden político. Duhalde dio un paso importante en este último sentido mediante la propia convocatoria a las presidenciales de abril de 2003, elecciones que se realizaron normalmente (a pesar de la crisis de representatividad) y en las que se impuso ampliamente el partido oficialista (el Partido Justicialista, es decir, el partido del orden) y, más específicamente, el candidato que había apadrinado (Kirchner, entre los tres presentados por el PJ, aunque con un escaso 22% de los votos). Pero la tarea de restaurar la legitimidad del orden político seguía siendo en buena medida una tarea pendiente y constituiría el principal desafío que debía enfrentar Kirchner.
Esta restauración del orden político era virtualmente imposible si el nuevo gobierno no incorporaba, de alguna manera, las demandas de las masas movilizadas durante el ciclo de ascenso de las luchas sociales que había culminado en la insurrección de fines de 2001. La restauración del orden político descansaría entonces, desde el inicio del gobierno de Kirchner, en la incorporación de esas demandas (incorporación restringida, naturalmente, por diversos procesos de selección y de re-significación de esas demandas) dentro de un modo de ejercicio de la dominación de corte neo-populista que requeriría un arbitraje del estado entre los intereses de las diversas clases y fracciones de clases mucho más activo que en la década previa.3
Las principales medidas adoptadas inicialmente en este sentido fueron de carácter democrático. Se trató, por una parte, de un conjunto de medidas vinculadas con las violaciones a los derechos humanos perpetradas por la última dictadura cívico-militar (purgas masivas en la cúpula de las fuerzas armadas, derogación de las leyes de amnistía dictadas previamente a favor de los militares, reapertura de causas judiciales) y, por otra, de otro conjunto de medidas vinculadas con el funcionamiento de algunas instituciones muy cuestionadas durante la década anterior (el caso más relevante fue la depuración de la corte suprema de justicia). Y estas iniciativas fueron acompañadas por un discurso que intentaba trazar una frontera político-ideológica entre su gobierno «nacional, popular, progresista y racional» y los gobiernos neoliberales de los noventa y a identificar al primero con el orden, como un gobierno que apunta a construir «un capitalismo serio, nacional y competitivo», y a los anteriores con el caos, como los gobiernos que habían conducido a la crisis de 2001.4 Y fueron acompañadas, además, por la citada recuperación y posterior expansión de la economía y por un retroceso de las luchas sociales, procesos ambos que habían comenzado ya hacia mediados de 2002 y que se reforzaron mutuamente.
Desde luego, como señalamos, esta incorporación de demandas fue restringida por procesos de selección y de re-significación de las mismas por parte del estado. Consideremos apenas un par de ejemplos. La demanda de que abandonara el poder la llamada clase política en su conjunto, contenido dominante en la exigencia de ¡que se vayan todos! planteada en la insurrección de diciembre de 2001, no fue ni podía ser incorporada como tal, pues el personal político kirchnerista provenía en su totalidad de esa misma clase política que había sido impugnada. Pero fue incorporada a través de políticas como las adoptadas en materia de derechos humanos, aún cuando la exigencia de juicio y castigo a los militares genocidas de la última dictadura no se había contado en los hechos entre los contenidos dominantes de esa insurrección de diciembre de 2001 La democratización pasó a significar el castigo a quienes habían detentado en poder en la dictadura, en lugar de significar el desplazamiento de quienes habían detentado y seguían detentando el poder en la democracia. La exigencia de renovación de la corte suprema, en cambio, sí se encontraba entre las demandas democráticas de 2001. Los integrantes de la corte eran considerados en los hechos, y con razón, como integrantes claves de esa clase política de la que había que deshacerse. Pero la satisfacción de esta exigencia involucraba a la vez una selección. Los máximos responsables del poder judicial serían reemplazados, mientras que los responsables de los poderes ejecutivo y legislativo seguirían siendo conspicuos integrantes de esa misma clase política. Y así sucesivamente.
Estos procesos de selección y re-significación no sólo mediaron la incorporación de las demandas democráticas, sino también de las demandas económicas y sociales. A los reclamos de puestos de trabajo del movimiento de desocupados, por ejemplo, la administración de Kirchner respondió, siguiendo los pasos de su antecesora de Duhalde, mediante la distribución masiva de subsidios de desempleo financiados a partir de las retenciones. La posterior reducción del desempleo, sin embargo, menguaría la importancia de estos subsidios y el kirchnerismo pasaría se centrarse en la intervención en el mercado de trabajo y, complementariamente, en la implementación de una política social (los denominados planes productivos) más focalizada en los sectores oficialmente considerados como inempleables de la clase trabajadora.
La incorporación de demandas convivió, ciertamente, con la represión de luchas sociales, aunque esta represión fue muy restringida. En efecto, desde un comienzo, la política kirchnerista frente a las protestas se diferenció de sus antecesoras menemista y duhaldista como una política de normalización mediante el aislamiento, en lugar de la represión, de las protestas que resultaban más disruptivas. La llamada estrategia de ni palos ni planes seguida a propósito de las acciones de los piqueteros duros durante 2003-04 ejemplificó esta política. Y, por lo demás, el propio modo de desenvolvimiento de la lucha de clases durante el período no implicó la multiplicación de protestas especialmente disruptivas.
La recomposición y el papel de la izquierda
Ahora bien, la recomposición de la acumulación y la dominación expuestas en los anteriores apartados ya había concluido a fines de 2005 o, a más tardar, a fines de 2007, es decir, durante el gobierno de Kirchner. Desde fines de 2007 o comienzos de 2008 en adelante, las políticas implementadas inicialmente comenzaron a evidenciar sus límites y a ser reemplazadas, ya por los gobiernos de Fernández de Kirchner, por otras que resultarían mucho menos exitosas. Estas nuevas políticas compartirían un mismo parentesco con sus predecesoras, pero ahora se revelarían como intentos, cada vez más desesperados e ineficaces, de reemplazar la disciplina de mercado perdida por una suerte de policía sobre los agentes del mercado. Repasemos, para comenzar, algunas de las nuevas medidas económicas adoptadas y sus límites. La inflación, indicador por excelencia del citado relajamiento de la disciplina de mercado, comenzó a acelerarse y a erosionar la competitividad del tipo de cambio. Las nuevas medidas adoptadas en este sentido abarcaron desde la tergiversación de los índices de inflación provistos por el organismo oficial de estadísticas (el INDEC) hasta los más variados e inútiles controles de precios, en el primer caso, y desde las pequeñas devaluaciones cada vez más frecuentes hasta los intrincados controles cambiarios gestionados por el organismo recaudador de impuestos (la AFIP), con los consecuentes desdoblamiento del mercado, ampliación de la brecha y retorno de las grandes devaluaciones, en el segundo.
La tendencia a la reducción de los superávits comerciales, en este contexto, encontró como respuesta la imposición de intrincadas trabas a las importaciones. Pero mucho más contundente fue el retorno de los déficits fiscales, financiados a costa de los aportes jubilatorios (de la ANSES), re-estatización mediante de los fondos privados (las AFJPs), y de las reservas del banco central (el BCRA) que cayeron dramáticamente. Los crecientes subsidios a las empresas privatizadas y concesionadas en los noventa, especialmente en materia de energía y transporte, fueron la partida del gasto público que explicó en mayor medida esos déficits. Sin embargo, estos crecientes subsidios tampoco alcanzaron para sostenerlas y numerosas empresas debieron ser rescatadas por el estado en medio de crisis de proporciones inauditas, como la hidrocarburífera y la ferroviaria. Los tardíos intentos del gobierno de volver a emitir deuda externa, aunque frustrados por el recrudecimiento del conflicto con los holds outs de anteriores renegociaciones, acabaron poniendo en cuestión su prescindencia previa respecto de los mercados y los organizamos financieros internacionales. La dolarización de los ahorros, finalmente, marcó un límite a la revitalización del sistema bancario doméstico.
La mayor parte de estas nuevas políticas se implementaron ante un escenario económico enrarecido por el desencadenamiento de la crisis mundial iniciada a fines de 2007 o comienzos de 2008 (la crisis de las hipotecas subprime). Pero, simultáneamente, también el escenario político se había complicado a partir de la primera crisis política importante que había enfrentado el kirchnerismo, a saber, la iniciada en el conflicto que el gobierno de Fernández de Kirchner mantuvo con la burguesía agraria y agroindustrial a raíz de su intento de imponer retenciones móviles a las exportaciones del sector, en 2008-09. Y también las nuevas medidas políticas encaradas por el kirchnerismo para enfrentar esta crisis política compartieron un parentesco con sus predecesoras. Así como Kirchner había recurrido a una estrategia de incorporación restringida de demandas ante el desafío que enfrentó de recomponer la dominación después de la crisis política de 2001 (especialmente entre 2003 y 2005), Fernández de Kirchner volvería a recurrir a ella años más tarde (hacia 2009-2010) ante el desafío de reconstruir el consenso después de dicha crisis política de 2008-09.
En efecto, la presidenta respondió a esta crisis política implementando una serie de medidas que incluyó las estatizaciones de Aerolíneas Argentinas y Austral y de las AFJPs, el lanzamiento de una artillería de medidas expansivas anti-cíclicas, la adquisición de los derechos de transmisión televisiva del fútbol mediante el programa Fútbol para Todos, la sanción de una nueva Ley de Medios Audiovisuales, la implementación de una Asignación Universal por Hijo, la sanción de una Ley de Matrimonio Igualitario, etc. Medidas como estas, aunque diferentes entre sí, tuvieron en común el hecho de que volvieron a rescatar demandas populares previas y volvieron a ser exitosas a corto plazo: reconstruyeron coyunturalmente el consenso alrededor de un kirchnerismo que, después de haber sido derrotada por fuerzas de derecha en las parlamentarias de mitad de mandato de 2009, resultó triunfador con mayoría absoluta en las presidenciales de 2011. Sin embargo, el kirchnerismo alcanzó este éxito de corto plazo respondiendo por izquierda (es decir, mediante una reiteración e incluso una radicalización de esa incorporación de demandas populares) a un desafío planteado por derecha (es decir, por el rechazo de la burguesía agraria y agroindustrial a seguir cediendo una porción de su renta y sus ganancias, una vez concluido el proceso de recomposición). Y esto condujo, a mediano plazo, a un desfasaje creciente entre la orientación política seguida por el segundo gobierno de Fernández de Kirchner y las relaciones de fuerzas entre clases y fracciones de clase vigente en la sociedad. Este desfasaje recién se clausuraría, precisamente, mediante la citada elección de Macri en las presidenciales de 2015.
Ahora bien, este cierre del ciclo kirchnerista nos pone ante el momento propicio para platear un último asunto que queremos abordar, a saber, al papel desempeñado por la izquierda política y social dentro de la recomposición de la acumulación y la dominación llevada adelante por el kirchnerismo. El siguiente hecho es incontrovertible. La mayoría de los partidos y las organizaciones sociales de izquierda que habían protagonizado el ascenso de las luchas sociales que culminó en la insurrección de fines de 2001 apoyaron a, e incluso se integraron dentro de, las administraciones kirchneristas. Y el significado político de este hecho también es, o al menos debería ser, incontrovertible desde una perspectiva de izquierda anticapitalista. Esta colaboración con las administraciones kirchneristas significó la colaboración con su empresa de recomposición de la acumulación y la dominación capitalistas en nuestro país. Ninguna consideración acerca de la orientación político-ideológica de estas administraciones ni de las concesiones que se vieron forzadas a realizar en esa empresa de restauración del orden puede modificar este significado. El único aspecto de esta colaboración que vale la pena discutir aquí, entonces, se relaciona con las razones que condujeron a la mayoría de la izquierda a hacerlo. Y, en este sentido, creemos que es necesario poner en el centro de la discusión el lastre que el populismo seguía y sigue representando para esa izquierda. Nos referimos al lastre de reformismo, de estatismo y de nacionalismo, de conciliación entre clases o, en pocas palabras, de heteronomía generalizada que el populismo continuaba depositando sobre los sectores más avanzados de las luchas sociales contra el neoliberalismo y que seguiría depositando sobre dichos sectores durante el posterior proceso de recomposición. Y no nos referimos solamente a esa porción mayoritaria de la izquierda que adhirió sin más al kirchnerismo, sino también a esa otra porción que, aún sin hacerlo, fue incapaz de superar el horizonte ideológico impuesto por el propio kirchnerismo.
En efecto, el hecho de que quienes dirigieron políticamente esa restauración del orden, cuadros provenientes del aparato del justicialismo como Duhalde o Kirchner, hayan vuelto a echar mano a la tradición populista es comprensible. Aunque olvidado durante una década de neoliberalismo, también gestionado por cuadros justicialistas, el populismo seguía siendo el recurso político-ideológico por excelencia frente a la tarea de gestionar la restauración del orden después de la crisis de ese neoliberalismo. Esto va de suyo. Y confirma, dicho sea de paso, la función política que el populismo desempeña en los hechos en las sociedades latinoamericanas actuales. Pero la pregunta que hay que responder aquí es más bien la relacionada con las razones que condujeron a que la mayoría de los cuadros y las organizaciones que integran nuestra izquierda social y política se encontraran ideológicamente desarmados para enfrentar esta restauración neo-populista del orden. Pues no fue el populismo de las masas, sino el populismo de la propia izquierda el que la desarmó ante esa restauración del orden capitalista.
La superación de este orden capitalista, mientras tanto, sigue requiriendo la emergencia y generalización de procesos de auto-organización y auto-determinación de masas, es decir, de autonomía social, que impugnen al mercado y al estado capitalistas en su calidad de modos irracionales de organización de la sociedad. Y, en los hechos, aunque no alcanzaron una profundidad y una amplitud que les permitiera inaugurar procesos de transición hacia un nuevo orden pos-capitalista, los procesos de ascenso de las luchas sociales y de crisis del neoliberalismo registrados en nuestro país y en otros países latinoamericanos involucraron muy numerosas y ricas experiencias de autonomía social. La autonomía ideológica, sin embargo, no es sino una de las dimensiones de esa autonomía social. Y en la medida en que la izquierda argentina y latinoamericana siga encerrada en el horizonte ideológico del populismo, es decir, de la burguesía, nunca tendremos una nueva izquierda anticapitalista.
Notas:
1 Este artículo presenta, muy sintéticamente, algunos de los argumentos más importantes que propusimos en Bonnet (2015); véase complementariamente el reciente trabajo de Piva (2015).
2 Respecto de las características de ese orden neoliberal instaurado en los noventa véase Bonnet (2008) así como Piva (2012).
3 Aquí empleamos el concepto de n eo-populismo , diferenciándolo del concepto clásico de populismo, intentando rendir cuenta de un modo de ejercicio de la dominación que incorpora algunos elementos de la tradición populista (como esta importancia concedida a este arbitraje estatal entre intereses) junto con otros provenientes más bien de la tradición liberal-progresista (como un mayor apego a los marcos institucionales de la democracia representativa). No podemos, sin embargo, desarrollar esta compleja cuestión dentro de los límites de este artículo.
4 Las expresiones fueron tomadas, respectivamente, de una entrevista a Kirchner publicada en Pagina 12 6/10/02 y de un discurso de Kirchner extractado por La Nación 23/10/03 (vale la pena consultar, asimismo, su discurso de asunción del 25/5/03).
Referencias
Bonnet, A. (2008): La hegemonía menemista. El neoconservadurismo en Argentina, 1989-2001. Buenos Aires: Prometeo, 2008.
Bonnet, A. (2015): La insurrección como restauración. El kirchnerismo, 2002-2015 . Buenos Aires: Prometeo, 2015.
Piva, A. (2012): Acumulación y hegemonía en la Argentina menemista, Bs. As., Biblos.
Piva, A. (2015): Economía y política en la Argentina kirchnerista, Bs. As., Batalla de ideas.
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