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Balcarce / los otros

Fuentes: Rebelión

Te escribo, entonces, desarmado, y me acojo al sueño eterno de la revolución para resistir a lo que no resiste en mí. Te escribo, y el sueño eterno de la revolución sostiene mi pluma, pero no le permito que se deslice al papel y sea, en el papel, una inventiva pomposa, una interpelación pedante o, […]

Te escribo, entonces, desarmado, y me acojo al sueño eterno de la

revolución para resistir a lo que no resiste en mí. Te escribo, y el sueño

eterno de la revolución sostiene mi pluma, pero no le permito que se

deslice al papel y sea, en el papel, una inventiva pomposa, una

interpelación pedante o, para complacer a los flojos, un estertor.

Te escribo para que no confundas lo real con la verdad.

La revolución es un sueño eterno. Andrés Rivera

ç»Si ponemos a Balcarce cuando Mauricio es presidente, estamos diciendo «no nos la creemos, no somos dioses. Balcarce viene acá y está perfecto, somos seres humanos comunes»», expresa don Jaime Durán Barba, y Balcarce va a Balcarce, y Balcarce escribe (y lee) a través de las redes sociales Twitter y Facebook. Y Balcarce sale en los diarios, en boca de Marcos Peña: «Es un celebrity el perro (risas). Habla de una agenda. Es muy interesante, el tema de las mascotas es muy importante para mucha gente. Y mucho más importante que muchas discusiones que parecen de gran valor político. En ese sentido, lo del perro surgió genuinamente del equipo y es lindo lo que produce en la gente».

En cambio, cuando Balcarce habla del Pro-Plan desata el espanto que sea un humano el que habla como un perro: «sí, él hablando como un perro» dice el articulista anónimo de Clarín ¡horrorizado! por el escrito de Horacio González. El articulista pasa una aplanadora cultural, en la que no detecta ninguna huella de la historia literaria en ese escrito, y da por sentado en el mismo acto de su horrorización que Balcarce -el otro- lee y escribe a la vez que ¡es un perro!

Más verosímil que el perro que lee y escribe es el Juan J. Castelli, que en letra de Rivera, le dice a Belgrano «¿Qué hago yo, primo, un abogado, arrestándolos, formándoles consejo de guerra por ladrones, por insubordinación, por amotinamiento, a ellos, que se guían por los reglamentos españoles del siglo de mariacastaña, para que no me hagan, amotinados, lo que le hicieron a usted y a Balcarce, sabiendo que aun a los más miserables les sobran padrinos, aquí, en Buenos Aires?».

Balcarce y la (no) identidad. O la identidad suspendida.

La historia como un imposible. Y las conjeturas del nombre de un perro cuyo dueño es el aparato de PROpaganda, a decir del jefe de ministros «lo del perro surgió genuinamente del equipo y es lindo lo que produce en la gente». ¡Adoptar un perro pulgoso y callejero, para mostrar que se es capaz de tener un perro pulgoso y callejero! Y observar, por si no alcanzara, que «es lindo lo que produce en la gente», dado que «habla de una agenda» (política), y el perro-mascota (objeto de subjetivación y propaganda) es «mucho más importante que muchas discusiones que parecen de gran valor político».

Aun me sorprende que en ninguno de los PROgramas televisivos hayan PROpuesto algo así cómo #porquesellamabalcarce, de forma que una vez más se fortalezca eso que necesita fortalecerse, el denominado «sentido común», como acción de despolitización legitimada (socialmente legitimada). Wang Hui afirma, cuando nos invita a Debatir por nuestro futuro en Sobre la Idea del Comunismo, que «el sistema de mercado se instaura cuando la sociedad (y no el Estado) se retira por completo del campo de la política». Es indudable que ese Balcarce, pulgoso y callejero, oculta antes que poner en evidencia «la grieta» que separa a los excluidos sociales de los socialmente incluidos. Grieta que es a la vez real y verdadera, y que es la principal -quizá la única- a ser eliminada. Y aunque «el tema de las mascotas es muy importante para mucha gente» no es en nada, aunque así lo envista Marcos Peña, un tema político, y menos aún una invocación a la política. Es, en todo caso, poner en retirada a la sociedad, y por completo, del campo de la política.

Parafraseando a Slavoj Zizek, no hay nada más privado que una comunidad sustentada en (y por) el Estado que percibe a los excluidos y ve en ellos la fuente de todas las amenazas, una comunidad preocupada en mantenerlos a conveniente distancia.

El humorista Diego Capusotto capta a la perfección lo expresado por Zizek en su personaje Micky Vainilla cuando canta, por ejemplo, en una reversión de Duerme Negrito, «duerme duerme negrito / y no vengas a mi country negrito / hay vigilancia en la puerta para ti / … / y si el negro entra al country / viene el de seguridad y ¡zaz! / lo corre con la itaca checapumba checapum…», para terminar con un aleccionador ejercicio de cinismo filantrópico al expresar airadamente lo que se está invirtiendo para que los excluidos vuelvan a creer: «vamos a hacer… toda una ciudad trucha, para que ellos vayan todos a vivir ahí y puedan creer que tienen dignidad», generándose la convivencia en la necesidad de mano de obra barata porque en el capitalismo hay lugar para todos, en esa casa que «como toda gran casa tiene habitación de servicio».

Volviendo a Zizek, «sin el antagonismo entre los incluidos y los excluidos, podemos encontrarnos cómodamente instalados en un mundo en el cual Bill Gates es el mayor filántropo que lucha contra la pobreza y las enfermedades, y Rupert Murdoch es el más abnegado ambientalista que moviliza a cientos de millones de personas a través de su imperio periodístico». O podemos «llegar a creer» que Balcarce es un perro -en la manifiesta necesidad generada a la Micky Vainilla-.

No debemos caer en ciertas trampas, de la mera discusión de formas, ni exagerar el contenido Balcarce, sino «usarlo» para «restituir» nombres o para «de-soterrar» significados.

Balcarce, antes que nombre, remite a dos lugares y a repostería. La ciudad, San José de Balcarce y el partido homónimo, las serranías, la célebre cuna de Juan Manuel Fangio, y desde hace unos años la capital nacional del postre (debido al imperial ruso, patentado por la fábrica Balcarce S.A.). Y el otro lugar, por excelencia, a Balcarce 50, donde se encuentra emplazada la Casa de Gobierno.

Balcarce, también y aunque mayoritariamente ignorado, está asociado a un apellido de la gesta de Mayo.

Interludio

El coronel barcelonés Francisco González Balcarce y Elat (1745-1793), oficial de la unidad de caballería «Cuerpo de Blandengues de la Frontera de Buenos Aires», y la dama porteña María Victoria Damasia Martínez Fontes y Bustamante fueron los padres de Juan Ramón, Antonio, Marcos, Francisco, José, Basilea, Diego, Ana María y Tomasa (todos de apellido González Balcarce y Martínez Fontes).

Juan Ramón González Balcarce (1773-1836). Fue un político y militar que alcanzó el rango de general, de extracción federal, y que participó activamente en las guerras independentistas. Fue dos veces gobernador intendente y dos veces gobernador de Buenos Aires. Fue el custodio oficial de la revolución en el traslado a España del virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros, depuesto por los hombres de mayo. Participó, parcialmente, de la primera campaña al Alto Perú, en cuyo camino debió dar sepultura al contrarrevolucionario y ex-virrey Santiago de Liniers ejecutado por tropas revolucionarias. En la segunda expedición al Alto Perú, Balcarce se ocupó del ala norte del ejército, cubriendo las campañas de Belgrano. Participó junto a éste en la organización de la batalla de Tucumán, y en la batalla de Salta. Fue ministro de guerra de Dorrego, Viamonte y Rosas.

Antonio González Balcarce (1774-1820). Fue, igual que su hermano mayor, un político y militar que alcanzó el rango de general y que estuvo involucrado activamente en las guerras independentistas. Participó de la defensa de Montevideo ante las invasiones inglesas (1807), donde fue tomado prisionero y llevado a Londres. Combatió en España junto a sus hermanos y a José de San Martín contra el ejército napoleónico. Fue el segundo comandante de la primera campaña al Alto Perú. Cuando las tropas de esta campaña, bajo el mando de Francisco Ortiz de Ocampo, apresaron a Santiago de Liniers y su grupo contrarrevolucionario, y Ortiz de Ocampo se negó a cumplir la orden de Juan José Castelli, fue Antonio Balcarce el encargado de hacer cumplir la orden de fusilar a los contrarrevolucionarios. Depuesto Ortiz de Ocampo, la expedición continuó al mando de Antonio Balcarce, y bajo su mando, las tropas revolucionarias obtuvieron la primera victoria de los ejércitos patrios en la batalla de Suipacha (por ello es considerado primer héroe de las batallas de la independencia). Fue el segundo gobernador intendente de Buenos Aires, y fue director supremo de las Provincias Unidas del Río de La Plata. Fue segundo comandante, secundando a San Martín, en las batallas de Cancha Rayada y Maipú, convirtiéndose en jefe del Ejército Libertador (ala sur) y triunfando en la batalla de Biobio.

Marcos Balcarce (1777-1832). Fue un político y militar que alcanzó el grado de general, participando activamente en las guerras independentistas. En 1807 fue tomado prisionero en la defensa de Montevideo y llevado a Europa. Combatió en el ejército español que enfrentaba al ejército napoleónico. Se destacó por ser presidente del Cabildo, gobernador intendente de Cuyo, quedó al frente del gobierno porteño, en dos breves períodos. Fue, al igual que su hermano Juan Ramón, ministro de guerra, en este caso de los gobiernos de Las Heras, Rivadavia, Vicente López y Rosas.

Francisco González Balcarce (1778-1812). Fue un militar que integró el ejército del Norte, y murió en el combate de Nazareno en 1812. Su hermano Juan Ramón recibió sus restos al llegar a Tucumán.

José González Balcarce (1779-1806). Desde los 12 años se desempeñaba en el cuerpo de Blandengues. Combatió contra los ingleses en 1806, en Buenos Aires. En 1807 murió combatiendo contra los ingleses en Montevideo.

Diego González Balcarce (1784-1816). Fue militar. En 1807 cayó prisionero de los británicos en Montevideo y en Europa fue enviado a combatir con el ejército realista contra el ejército napoleónico. En España llegó a obtener el grado de teniente coronel. Al regresar a Buenos Aires se unió al fervor revolucionario. Secundó a Belgrano en la campaña al Paraguay. Participó en la segunda y tercera campaña al Alto Perú. En la tercera, su regimiento fue dispersado del campo de batalla, y no logró reunir a su tropa. Enfermó de muerte al ocultarse del enemigo, y falleció en Tucumán poco antes de la declaración de la Independencia.

El «linaje» Balcarce no culmina, como es de suponer, con estos hermanos abocados a la revolución independentista.

Lucas González Balcarce (1777-1812). Primo doble hermano de los anteriores, fue el hijo del capitán Juan Antonio González Balcarce y Elat y Máxima Damasia Martínez Fontes y Bustamante. En 1810 ingresó al Regimiento de Caballería de la Patria, y se incorporó al Ejército del Norte. En enero de 1812 murió en la batalla de Nazareno (en la misma que su primo Francisco).

Mariano Severo González Balcarce y Bouchardo (1807-1885). Médico y diplomático argentino, hijo de Antonio González Balcarce y Dominga Francisca Buchardo San Martín (1778-1853). Tuvo una amplia tarea política, entre la que destaca la hoy denominada «misión Balcarce» donde necesitó negociar como representante de la Argentina ante representantes españoles los alcances del tratado Confederación-España. Es conocido por haber sido, primero médico personal de San Martín, y luego su yerno. Casado con Mercedes Tomasa de San Martín y Escalada (1816-1875), tuvo dos hijas: María Mercedes González Balcarce y San Martín (1833-1860) y Josefa Dominga González Balcarce y San Martín (1836-1924), es decir, las únicas dos nietas del General San Martín. Josefa, además de cumplir un importante papel en cuanto a la reconstrucción de la vida personal de su abuelo en el exilio francés, fundó un albergue en Brunoy el que en la primera guerra mundial se convirtió en un importante hospital. Por este hecho, fue condecorada con la legión de honor, y una calle de Brunoy lleva su nombre.

Florencio González Balcarce y Bouchardo (1818-1839). Poeta romántico, considerado el primero de su generación. En 1833 dijo Florencio Varela «aparece ahora en la escena literaria para ocupar después un lugar muy distinguido entre los poetas argentinos. Cuenta apenas 25 años, y sería una injusticia no reconocerle ya acreedor a aquel título tan difícil de merecer». De inteligencia precoz, a los 15 años ya estudiaba en la Universidad de Buenos Aires. En 1837, enfermo de tuberculosis, viajó a Francia para tomar cursos en la Sorbona. Allí, en Francia, frecuentó al General San Martín, hecho que lo llevó a escribir en su homenaje el conocido poema El Cigarro. Volvió a Buenos Aires para morir en la casa en la que había nacido.

Casa de los Balcarce, conocida en la época como «casa de los hombres buenos». La propiedad, casa que incluía dos solares, fue adquirida por Dominga Francisca Buchardo San Martín en 1803, y pasó a formar parte del patrimonio conyugal al casarse Dominga con Antonio González Balcarce. Allí vivió la familia González Balcarce y Bouchardo, Dominga, Antonio, y sus hijos Mariano, Lorenzo, María Melitona, Antonio, Florencio, y Máxima Antonia.

Calle Balcarce. Llamada, sucesivamente, como calle de la Ronda, calle del Fuerte, calle del Santo Cristo, calle de Gana. En 1821, a solicitud de la viuda de Antonio González Balcarce (héroe de Suipacha), Bernardino Rivadavia, como ministro de Martín Rodríguez, firmó el decreto de nominación y homenaje. Al día de la fecha, Balcarce es el nombre más antiguo de todas las calles de la ciudad de Buenos Aires.

Fin del interludio

Cuando Durán Barba dice «Balcarce viene acá y está perfecto, somos seres humanos comunes», de manera espectacular está poniendo de manifiesto una discordancia cuya «presencia fascinante está allí sólo para encubrir el vacío del lugar que ocupa» volviendo, según expresa Zizek en El Sublime Objeto de la Ideología (SOI), incongruente al orden simbólico. Esta incongruencia afecta lo Real, es decir aquello que se resiste a ser simbolizado pero que a la vez está presupuesto y propuesto por lo simbólico (i.e., el orden simbólico como aquel orden que puede estructurar nuestra percepción de la realidad). Más aún, Balcarce vuelve incongruente toda historización, porque toda historización implica un núcleo vacío, que no puede ser simbolizado pero que puede ser producido retroactivamente por la simbolización. Dicho de otra manera, un acontecimiento histórico recibirá su significado concreto retroactivamente. «La historia ocurre, por así decirlo, a crédito; sólo el desarrollo subsiguiente decidirá retroactivamente si la violencia revolucionaria en curso será perdonada, legitimada, o si continuará ejerciendo una presión sobre los hombros de la actual generación como su culpa, su deuda por saldar», indica Zizek.

Es allí donde radica la maestría de la obra de Rivera, situada en los minutos finales de la vida de Castelli, como interpelación, sobre qué significado tuvo aquella revolución de mayo -o de otra manera, qué respuesta podemos darle a Castelli-. A ese Castelli, el orador de la revolución que, paradójicamente, está muriendo de cáncer de lengua, y se pregunta «¿Qué juramos, allí en el Cabildo, de rodillas, ese día oscuro y otoñal de mayo? ¿Qué juró Saavedra? ¿Qué Belgrano, mi primo? ¿Y qué el doctor Moreno, que me dijo rezo a Dios para que a usted, Castelli, y a mí, la muerte nos sorprenda jóvenes?»… «Juré que la revolución no sería un té servido a las cinco de la tarde».

Rivera recupera a un revolucionario enfermo, abatido, pobre, e íntegro, ese que sabe que ningún hombre va más lejos que su sombra, o el que sostiene que «hombres como yo, cualquiera sea la hora de sus relojes, no tienen la malsana costumbre de olvidar sus enemigos». Ese que proclamó en Tiahuanaco la libertad del indio porque «los indios son y deben ser reputados con igual opción que los demás habitantes nacionales a todos los cargos, empleos, destinos, honores y distinciones por la igualdad de derechos ciudadanos, sin otra diferencia que el mérito o la aptitud» (fragmento de la Declaración de Tiahuanaco, 25/05/1811). Ese Castelli -que no es un perro pulgoso y callejero que habla por virtud de otros animales- nos conmina a no olvidarnos que si la revolución no es, es a falta de revolucionarios no de revolución, y si aquellos derechos del indio y de otros grupos al día de hoy siguen estando postergados es porque «conciben, lo escribí en algún papel, un vasallaje de vasallos sobre vasallos. Mi primo, Belgrano, no descubrió nada nuevo cuando dijo que no conocen más patria, ni más rey, ni más religión que su interés».

En lo retroactivo, Castelli nos hace la pregunta si aquella violencia revolucionaria no ejerce presión sobre los hombros de la actual generación, como su deuda por saldar, para que no haya sido en vano. Castelli «divide«, «a-grieta«, porque incomoda, porque multiplica las miradas, porque piensa o cree que «la verdad es escandalosa» y «lo demás es aflicción inútil». Porque a pesar de todo, la revolución es posible, la revolución es un sueño eterno bajo la pregunta «¿qué revolución compensará la pena de los hombres?».

¿Y Balcarce?

En la «operación Balcarce», la historia no tiene «ocurrencia a crédito», porque el núcleo vacío ha sido doblemente vaciado, y no hay retroactivo posible (sólo una fluctuación temporal, presente continuo sin pasado ni devenir; una variante más del fin de la historia).

Balcarce es el nombre ya siquiera, perdido, de una calle de Buenos Aires. Balcarce diluye, entre todos los nombres Balcarce, al revolucionario que ordenó el fusilamiento de los rebeldes que atentaban contra la gesta de mayo, y se convierte en «lo común dentro de los comunes», en un perro pulgoso y callejero, cuando Balcarce fue lo excepcional, fue un fiel cumplidor del dictum de Marat -a decir de Rivera, ese que exige que toda revolución tenga el suficiente valor de decapitar los símbolos del régimen anterior-.

Por otro lado, es demostrable que la «operación Balcarce» no interpela, sino que apela, busca una empatía por afectividad, que va «del contagio afectivo a la simpatía». Se presenta un a priori, de presunta verdad axiológica, donde los valores se revelan en lo afectivo, y a las relaciones concretas «al definirlas sin referencia al mundo concreto y a su historia, se [las] inhibe de leer en ellas lo único que puede conferirles significación interhumana» indica León Rozitchner, en Persona y Comunidad, al refutar la significación ética de la afectividad en Max Scheler. «La afectividad encuentra su movilidad en la ambigüedad y en la ambivalencia, es decir, en la ruptura de la relación unívoca que la persona, como centro de actos de valor, mantiene con una determinada ordenación de la realidad» nos dice este pensador latinoamericano.

«El tema de las mascotas es muy importante para mucha gente».

Los «valores son aprehendidos por medio de un acto que no es de conocimiento intelectual, sino afectivo» y si «la función del conocimiento está ya dada por la afectividad, y esta encuentra su sentido y su verdad en la relación afectiva que mantenemos con los otros, ¿qué otra posibilidad habrá, fuera del error, de dirigir el afecto a lo que nos es totalmente heterogéneo?». ¡Eh aquí el mundo del amor! Y el mundo del amor permanece en lo homogéneo, volviendo herético a aquel que se rebela contra «los que aman», ese que «busca penetrar en lo real abriendo, merced al conocimiento, una fisura en el mundo homogéneo de la afectividad» sostiene Rozitchner.

La afectividad va constituyéndose, por expresarlo de modo breve, de actos inmediatos, sensibles, mistificados, para -en voz de Scheler- calmar el vacío del corazón. «La perspectiva que la afectividad concede niega entonces toda objetividad como objetividad que debe ser conocida en un mundo que necesita de la reflexión para desentrañar sus múltiples sentidos» argumenta Rozitchner, a lo que agrega que «en toda relación debemos preguntarnos reflexivamente por el orden dado en lo existente, sentido encubierto en medio de las creaciones humanas» porque «la realidad es una realidad a desentrañar, y frente a ella la afectividad no es sino el índice que requiere la elaboración de la inteligencia para llegar a ser un índice verdadero de la realidad».

Apartándonos de lo expuesto por Rozitchner, pero guiados por sus considerandos, podemos argumentar que en ese imperio de la afectividad son reconocibles otras cuestiones, propias de lo político, en acto de sujeción (o en acto no emancipatorio). Nos retrotrae el clásico dilema familiar «por qué me hacés esto, a mí, que te doy todo mi afecto», entre cuyas múltiples consecuencias se encuentran principalmente dos: la manipulación, y la suspensión del deseo del otro. Más aun, no son lógicas causales, sino concatenaciones (de círculo vicioso) en tanto que la manipulación suspende al deseo del otro pero esta suspensión hace que la manipulación pueda efectivizarse. Esta ronda logra instaurar un «falso» deseo, que suple al acto emancipatorio y propende al logro del «funcionamiento» circular de abolición del deseo.

Para decirlo sin rodeos: la afectividad, desde el plano político, busca la instauración de un régimen conformista («no pida aumento de salario, tenga un perro y acarícielo, verá que puede ser feliz con poco»), y logra conseguir una dependencia (subjetiva) cuya ruptura no puede ser más que traumática, y por ello consecuentemente el «miedo» a toda ruptura. En el mundo del amor no puede haber lugar a la duda, lo heterogéneo no da derecho a conocer, imprime sólo la posibilidad de homogeneizar, y para ello es necesario suplantar la heterogeneidad por el homogéneo «nosotros, los que amamos» cuando ello contiene el anverso cínico de la desaparición de aquello que no puede (por afectividad) conocerse.

En el mundo del amor termina subyaciendo el miedo, porque el que no ama (como nosotros amamos), el que no desea (como nosotros deseamos), merece ser apartado, condenado -en el mejor de los casos al ostracismo-. Esto es un proceso de herejización, una construcción del hereje, del salvaje, que pone en duda nuestra constitución afectiva, y habría que indagar si en última instancia no refuerza el deseo por no saber, un inconfeso deseo por la opción a ignorar, porque optar por «conocer» y «desentrañar» la realidad implica posicionarse (activamente) por lo político, y este posicionamiento reluce, brilla, relampaguea como lo extraordinario, lo fuera de lugar, lo a-sistemático, lo propio de lo salvaje.

En el mundo del amor reina el consenso -cuasi- absoluto, sustentado por los que aman (como nosotros amamos), y «traficado» como elección individual entre multitudes cuya suma de sufragios «impone» vivir en el mundo del amor (o la revolución de la alegría) consolidándose la política de hacer desaparecer precisamente la política. Y así, «olvidada toda política, la palabra democracia se convierte en el eufemismo que designa un sistema de dominación al que ya no se quiere llamar por su nombre, y a la vez el nombre del sujeto diabólico que aparece en el lugar de ese nombre borrado», tal indica Jacques Rancière en El Odio a la Democracia.

«Balcarce viene acá y está perfecto, somos seres humanos comunes». Esta simplicidad -aparente- es el borramiento de diferencias cualitativas bajo el soporte equivalente entre lo real y la verdad. Más aún, lo real como aquello que es susceptible de mostración-presentación, para cumplir la función de identificación subjetiva de disolución y transferencia.

Podemos esgrimir, al menos, dos análisis en «somos seres humanos comunes». El primero de ellos surge en la solapada arrogancia: desde el nacimiento un ser humano es un ser humano, y todo lo humano le es común a la vez que propio, por lo que la extraordinariedad con la que se presenta tener un perro pulgoso y callejero, que va a la casa de gobierno, para aseverar «somos seres humanos comunes», hace ver en definitiva lo extraordinario presupuesto en el ideario PRO. Lo segundo es que el secreto en «somos seres humanos comunes» reside en la identificación enfatizada de lo común, que de esta forma borra la especificidad de la trama de relaciones de poder a la que está sometido un jefe de Estado -por ejemplo-, y por lo tanto sumerge a la sociedad en el mar de la enajenación (enajenación empática). Una operación que, mediante la empatía e identificación (aparente), disuelve al Estado, dado que por un lado y mediante las acciones en el ejercicio del poder de Estado surge el famoso apotegma «el Estado soy Yo», por otro, en la empatía -imagen especular- cada individuo -en su ciudadanía (borrada)- presupone «el estado soy yo».

Este falseamiento de lo común «disuelve» la responsabilidad política, y esta «disolución» de responsabilidades políticas (transferidas en «el estado soy yo») hace que no exista responsabilidad alguna, mientras todos nos volvemos responsables. Se trata de una asimilación por penetración empática. Es significativo, por ejemplo, que muchos sectores hablen de «honrar nuestra deuda» (externa) -responsabilidad de todos- cuando la amplia mayoría no tomó decisión alguna de endeudarse (consciente o inconscientemente), y algunos aventureros hasta tengan el grado tal de intentar hacerle creer a la población que «lo que hay que pagar por habitante no es nada». Aquí Macri es tan común a nosotros, tan pero tan común, que su deuda (privada primero y estatizada luego) es nuestra deuda y sus acreedores nuestros acreedores, y la responsabilidad de la deuda (privada) ha pasado a ser de todo el pueblo argentino.

Si alguien sabe de borramientos, esa persona es Durán Barba (y su discípulo más pertinente). Gabriela Mattina, en De «Macri» a «Mauricio», plantea la cuestión de los deslizamientos de identidad familiar, de Franco a Juliana-Antonia. «De este modo, se consolida el pasaje de un polo familiar identificado con el poder a otro asociado a la emotividad, el cual no s o lo contribuye a suavizar la figura de Macri, sino que también se engarza con la reciente centralidad que las alusiones a la felicidad y los sueños adquirieron en el repertorio del PRO». Estamos inmersos en lo que podría denominarse «la construcción Antonia». Quién (qué malvado) podría dedicar una línea de crítica a una niñita, si no fuera que esa niñita no es, como no lee y escribe el perro callejero y pulgoso ¡por más que lo sienten sobre un teclado! El ser humano común (niñita Antonia) ha dejado su condición de sujeto para pasar a ser objeto de la política, y nada de lo común le es ya propio cuando su vida común de niñita es PROpaganda.

Balcarce y Antonia deconstruyen el discurso duranbarbista en el corazón mismo del discurso, facticamente.

Balcarce -en su retroactividad histórica- es (lo) otro: por ejemplo, el héroe de Suipacha, el fusilamiento de los restauradores realistas, la familia que luchó contra las invasiones inglesas, la familia de San Martín, y así se socava la idea que en algún momento expresó Macri: «nunca entendí los temas de soberanía en un país tan grande como el nuestro» por lo que «las Islas Malvinas serían un fuerte déficit adicional para la Argentina«.

Las tapas de las revistas hacen que se comprenda que Antonia no es una niñita común, porque -precisamente- las niñitas comunes no salen en las tapas de las revistas. El problema también radica en ese pensamiento que se instaura de forma tal que porque muestran las puertas abiertas de las mansiones a las que asisten se asiste de igual manera a la vida que viven esos «seres humanos comunes» según las máximas de don Jaime.

No pida aumento de salario, tenga un perro y acariciarlo, verá que puede ser feliz con poco… lo dijo Macri ¡en 1996! «ya que no tienen pan, por lo menos tienen circo» (en alusión a que la gente gasta lo que no tiene para ver a sus ídolos en un partido de fútbol).

«Escribo la historia de una carencia, no la carencia de una historia» dice el Castelli de Rivera.

Más desconcertante que Balcarce en el sillón de Rivadavia presumo que debe ser para el pobre animal habitar en Barrio Parque, por las peculiaridades de su estirpe y la «conmovedora» historia de su «encuentro».

Y Castelli-Rivera se pregunta «¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía? ¿Por qué, con la suficiencia pedante de los conversos, muchos de los que estuvieron de nuestro lado, en los días de mayo, traicionan la utopía?» Castelli, aquel que, cualquiera sea la hora de los relojes, no tenía la malsana costumbre de olvidar sus enemigos.

Somos oradores sin fieles, ideólogos sin discípulos, predicadores en el

desierto. No hay nada detrás de nosotros; nada, debajo de nosotros, que

nos sostenga. Revolucionarios sin revolución: eso somos. Para decirlo

todo: muertos con permiso. Aún así, elijamos las palabras que el desierto

recibirá: no hay revolución sin revolucionarios.

La revolución es un sueño eterno. Andrés Rivera

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.