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Benito Juárez: Comunalidad, territorio y ecología en los Chimalapas

Fuentes: Rebelión

En plena carretera entre Chiapas y Oaxaca en el pequeño poblado oaxaqueño de El Jícaro, nace la brecha que, en aproximadamente tres horas de sinuoso trazado, nos lleva a la comunidad de Benito Juárez. Emplazada en la zona oriente del municipio de San Miguel Chimalapa constituye, junto a Santa María, una de las áreas más […]

En plena carretera entre Chiapas y Oaxaca en el pequeño poblado oaxaqueño de El Jícaro, nace la brecha que, en aproximadamente tres horas de sinuoso trazado, nos lleva a la comunidad de Benito Juárez. Emplazada en la zona oriente del municipio de San Miguel Chimalapa constituye, junto a Santa María, una de las áreas más ricas en biodiversidad y de mayor importancia ecológica de toda América. Una región, los Chimalapas, cuyas luchas por el respeto a sus tierras comunales y a su modo de vida se remontan a siglos atrás cuando, en 1687, tuvieron que pagar a la Corona Española por sus propias tierras. Un hecho que ellos mismos entienden como definitorio de su propia identidad al bautizarse a sí mismos como chimalapas, «jícara de oro» en lengua zoque.

 

La fundación de Benito Juárez

 

Al escuchar a los mayores de Benito Juárez contar cómo surgió la comunidad, se siente estar escuchando una voz, la de la memoria histórica, convertida en mucho más que eso. Y es que casi 40 años después, aquella historia se ha convertido en un relato de resonancias mitológicas, al estilo de aquellos otros relatos en los que la fuerza y la determinación de algún héroe salvó a la comunidad de la nada, haciéndola llegar a ser lo que ahora es. Una identidad que, como relata el «mito», ha estado ya siempre unida a la lucha por sus derechos territoriales. Sin embargo, en este caso, no hay ningún héroe protagonista. Lo son todos los que en aquel tiempo (in illo tempore, diría Mircea Eliade) resistieron por más de un año frente al monstruo siniestro y poderoso, transformado en esta ocasión en importante empresa maderera, pero que, desde incluso antes, espera acechante, transfigurado en infinitas y extrañas criaturas y figuras económicas y de poder.

 

Teófilo Solano es uno de aquellos comuneros que consiguieron que la empresa Sánchez Monroy abandonara la zona después de décadas de explotación salvaje de la selva y el bosque Chimalapa. El aserrradero «vino directamente de México y pidió a Chiapas permiso para instalarse. El Gobierno de Chiapas se lo dio, pero lo pasó como nacional. Pero aquí no es nacional. Aquí la tierra tiene dueño», nos cuenta, tal y como señala la Resolución Presidencial de 1967 en la que se definen los límites de San Miguel. Corría el año 1971 cuando «pusimos la cadena para que no se llevaran la madera que estaban aserrando» y «estuvimos un año y medio en el monte sufriendo hambre, golpes y amenazas de parte de los federales». Antonio Gutiérrez, otro de los protagonistas, completa el relato: «Para sacar a la compañía tuvimos que poner la cadena para que no sacara la maquinaria. Tenía que pagar por la madera que ya había sacado».

 

Poco a poco, a los doce comuneros iniciales se les fueron sumando otros llegados de todo México, hasta que la maderera abandonó sus instalaciones. Y es que los Chimalapas nunca se han opuesto a la llegada de gente de fuera. Benito Juárez, por ejemplo, fue fundada tanto por quienes ya habitaban la región como por otros llegados de Oaxaca, Veracruz, México e incluso Chiapas (estado del que proceden la mayoría de «supuestos propietarios» e «invasores» de las tierras Chimalapas). Su resistencia siempre ha sido en contra de aquellos que llegaban para imponer una forma de explotación de su riqueza natural con pretensiones meramente económicas, poniendo en peligro no sólo al propio bosque y a la selva, sino también todo un modo de vida alternativo a la lógica del progreso y el desarrollo occidental.

 

La realidad de la utopía

 

El discurso ideológico del poder trata siempre de imponer la idea de que cualquier construcción socio-política alternativa al capitalismo que proponga modelos más equitativos de convivencia es, cuando no «radical», al menos sí utópica. Hablar del pueblo como sujeto auténtico de decisión política, de relaciones económicas no basadas en la propiedad privada y la competencia son sólo, según nos dicen, quimeras inalcanzables. Aquí estamos, según los teóricos del neoliberalismo, en «el fin de la historia», cuando la humanidad ha alcanzado el modelo económico más justo posible, a pesar de que los datos concretos nos hacen ver que las diferencias económicas son cada vez más grandes. Pero aquí están también esos pueblos que según Hegel permanecen «al margen de la historia», resistiendo durante siglos, perpetuando la utopía a través de su propia historia, construyéndose a sí mismos en lucha constante con esa otra historia que se les trata de imponer desde el poder como única auténticamente racional.

 

La historia, ese proceso evolutivo que, de manera unilineal y acrítica, marca los designios de la civilización, de lo cultural y humanamente superior, ha tratado de hacer de las tierras chimalapas campo de cultivo del progreso y el desarrollo. La última de las agresiones sufridas por Benito Juárez sólo ha sido eso, parte de un proceso que los chimas no están dispuestos a seguir soportando. Cuando a principios de julio, un grupo de ejidatarios y pequeños propietarios organizados en la Triple SSS chiapaneca «La Mercancía» (nombre muy revelador) destrozaban el corral comunitario situado en el paraje La Hondonada, y se llevaban el alambre que marcaba los límites de las tierras comunales, no sólo se vivía una etapa más de la lucha por los derechos de unas tierras, sino también de la lucha por una forma de vida que entiende la tierra como parte esencial de la identidad comunal.

 

La tierra: bien comunal

 

La acción y la reflexión acerca de la comunalidad ha sido y es una constante entre los pueblos de Oaxaca. Desde Guelatao, región distante de Los Chimalapas pero con unas tradiciones ancladas de igual modo en la práctica comunitaria, el antropólogo zapoteco Jaime Martínez Luna puede ayudarnos a entender las bases de la organización socio-política de los chimas. Para él «el territorio comunal ha sido para los pueblos indígenas no únicamente un patrimonio para su sobrevivencia, sino la fuente misma de su realización cotidiana. La tierra para la comunidad no significa una mercancía sino una relación y expresión profunda de su visión del mundo. La tierra no es una cosa, sino la madre misma de la comunidad».

 

Las tierras comunales no son sólo parte esencial de su identidad, sino también de su lucha por la autonomía. Para Martínez Luna, «nuestra economía está dirigida hacia dos aspectos: el autoconsumo y los factores de acumulación hacia la compartencia con la comunidad. Consideramos que la tierra nos da lo que necesitamos y que si nos da más, la producción la debemos compartir principalmente en las fiestas o en las celebraciones de barrio o familiares». Pero las constantes invasiones de las tierras Chimalapas ponen en peligro un espacio que no sólo es esencial a nivel medioambiental para todo ser humano, sino que les permite mantener un elevado nivel de autonomía alimentaria. Para el comunero de Benito Juárez, Angélico Solano «los invasores usan las tierras para ganadería: tumbar, quemar… Y lo que no estamos dispuestos es a que nuestro bosque y nuestra selva se sigan quemando». Incendios que, según nos cuentan, benefician a los grandes ganaderos al permitir la regeneración del pasto.

 

Sin embargo, los permisos de explotación ganadera y maderera siguen concediéndose a grandes terratenientes y grandes empresas. Y mientras, los legítimos dueños de la tierra chimalapa, tienen vedado el uso del bosque para su propia existencia. Así nos lo relata Conrado Solano: «El bosque es de los indios, es nuestro, pero el Gobierno nos lo ha vedado. No hay permiso para tumbar un árbol y construir una casa. No tenemos permiso para cazar».

 

Los Chimalapas han hecho propuestas concretas para poder desarrollar un uso controlado de los recursos del bosque. Han tratado de incluir ese punto en varias de sus iniciativas como la Reserva Ecológica Campesina (alternativa a la Reserva de la Biosfera impulsada en el marco del Plan Puebla Panamá) o, en el caso de Benito Juárez, en el Estatuto Comunal. Sin embargo la política que favorece la explotación extensiva al margen de planteamientos conservacionistas continuó, y el derecho chimalapa a hacer uso de sus tierras, sigue sin ser reconocido.

 

El deber colectivo por trabajar en la protección del bosque y de la selva ha sido en los Chimalapas parte también de su identidad comunal. Sin embargo los modos de acción comunitaria contra, por ejemplo, los incendios, tampoco fueron respetados. Jesús Cruz, comunero de Benito Juárez, así lo indica: «Anteriormente la comunidad entera participaba en el control de los incendios. Pero llegaron los órganos del gobierno a dividirnos a través de brigadas de la Semarnap acabó con esa idea. Hicieron grupos en cada comunidad y se les pagaba, lo que consiguió que la gente dijera que fueran sólo aquellos a los que se les estaba pagando. Además, ahora son muy pocos y no pueden controlar todos los incendios».

 

La lucha por la autonomía

 

La estrategia del poder para hacer a los pueblos originarios dependientes de las estructuras económicas dominantes y de las formas de vida que les dan soporte es doble. Por un lado la de crear necesidades unidas a un modo de vida que les es ajena; por otro, imposibilitar que sus formas tradicionales de existencia puedan desarrollarse: «No nos sentimos pobres, nos lo han hecho sentir y nos han vuelto cada vez más pobres en realidad. (…) La comodidad, la acumulación, son valores que no sentimos como necesarios, sin embargo poco a poco nos lo han venido introduciendo por todos los poros de la vida cotidiana». Pero frente a esos embates del poder, «ahora la autodeterminación, la libre determinación o la autonomía como se quiera entender, aparece ante nuestras mentes como una nueva forma de garantizarnos la sobrevivencia y como una garantía para la defensa de la pluralidad y la diversidad. En estos esfuerzos, nuestros obstáculos inmediatos son los partidos políticos», señala Martínez Luna. «Nos han hecho dependientes», señala el comunero Pedro Estrada refiriéndose no sólo a los partidos políticos.

 

Así, la lucha toma una nueva perspectiva, la de la defensa de los «usos y costumbres» como forma de organización política alternativa a las democracias basadas en los partidos políticos. Una lucha difícil: «Los usos y costumbres nos dicen que es el pueblo el que pone su propia autoridad, pero ahora ya no. Ahora son los partidos y de por medio está el factor número uno que es el dinero, que ha comprado en muchas ocasiones la votación de los pobres campesinos. Y a lo último son pequeños grupos que imponen su propia autoridad y no el pueblo». Así, por ejemplo, tanto «la autoridad comunal como el Presidente municipal (de San Miguel) tienen la misma idea de que le pueblo no se organice. De hecho el primero es dominado por el segundo». Y para ello, por ejemplo, «la postura del gobierno es repartir programas con la intención de que el pueblo se desbarate y no se organice. Porque el interés de los gobiernos del Estado son sus proyectos», explica Conrado Solano.

 

Pero a pesar de ello, Benito Juárez sigue fiel a las formas asamblearias de organización política. Mariano Cruz es Secretario Auxiliar del Comisariado de Bienes Comunales de San Miguel Chimalapa (cargo que se renueva cada año): «Yo para hacer algo tengo que hacer una reunión con el pueblo para ver si están o no de acuerdo. Aunque yo quiera algo, si el pueblo no quiere, pues no. Es la decisión del pueblo». Y confiesa: «si hago algo que no quiere el pueblo, pues me sacan y ponen otro, si es que no voy a dar al bote», bromea. Lo que se intenta es que toda la comunidad participe en la toma de decisiones porque, por ejemplo, «los problemas que tenemos con las tierras no son de uno ni de dos, sino de todititos, hasta del más tiernecito. Y es problema de él porque también es dueño de esta región». Una autonomía política que busca en el pueblo organizado, y no en las cúpulas políticas, la única instancia de decisión. Para el comunero Alberto Matus (también presente durante el movimiento de 1971), «la autonomía es no depender de los jefes de arriba. Ellos no sufren, ellos están bien, con su salario, comen bien, pero no ven la pobreza y el sufrimiento del campesino. (…) Si el pueblo no se organiza, el Gobierno nunca va a decir ‘les voy a echar la mano’. (…) Aunque le demos el voto a quien sea, no nos ayuda, simplemente nos engañan con alguna despensa». Pedro Estrada es de la misma opinión: «Este es un cuento de nunca acabar. Cuando hay campaña hay muchas promesas. Ya es una costumbre en México el hablar muy bonito en las campañas, pero en la mera hora de los hechos, no hay nada. Incluso, como nos ocurrió hace poco, nos llegan a reclamar el por qué no les votamos si nos habían entregado despensas».

 

La lucha en Benito Juárez, como en todos los Chimalapas, no es sólo por los derechos históricos y legales sobre un territorio. Todo ello sólo es la punta del iceberg que esconde una lucha por todo un modo de vida en el que la autonomía en sus diferentes expresiones y a partir de su vínculo con la tierra, extiende sus ramificaciones a una política y una economía que, como no podría ser de otra manera, ven en la tierra no un «recurso natural» a ser explotado, sino base cultural que dota de sentido a toda su existencia y que, por tanto, hay que respetar y conservar para el bien común. Hasta qué punto la cosmovisión comunal es una alternativa a un mundo que sobre la base del interés puramente económico trata de acabar con todo otro posible modo de vida, creo que es difícil de que se le escape a alguien.