Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez
Se considera de forma generalizada que la comunidad del software libre, junto con el ecosistema comercial que lo rodea, ha señalado el camino hacia el éxito del desarrollo cooperativo de recursos comunes. Hemos sido testigos de una serie de tentativas de trasladar el modelo del software libre a iniciativas de otros ámbitos. Los regímenes de contenidos libres, cuya punta de lanza son sitios como la Wikipedia, han adoptado ese modelo con un éxito considerable. Otros ámbitos, como el del hardware , todavía esperan encontrar su senda. El editor de este medio ha leído hace poco un interesante libro ( Biology is Technology , de Rob Carlson) que plantea una curiosa pregunta: ¿hay espacio para un ecosistema basado en torno al » software » libre, pero alojado en procesadores biológicos?
La tesis central del libro es que la piratería biológica avanza a ritmo acelerado para convertirse en otra disciplina más de la ingeniería. Se pergeñan «dispositivos físicos» de elementos corrientes, se sofistican cada vez más las herramientas de desarrollo y el nivel de conocimientos necesarios para hacer algo interesante se desploma. El concurso anual International Genetically Engineered Machine , cuyo objetivo es, entre otras cosas, aumentar el número de «elementos biológicos» disponibles, está recibiendo propuestas que reciben una puntuación muy elevada y han sido elaborados por alumnos de educación secundaria. La cantidad de piratería de sustrato biológico aumenta con rapidez… y seguirá haciéndolo.
Las dosis de creatividad que apreciaremos en este ámbito suscitan al mismo tiempo confianza y pánico manifiesto. La piratería biológica tiene potencial para transformar la atención sanitaria, abordar problemas energéticos, mitigar el cambio climático y muchas más cosas. Pero también podría sembrar la devastación medioambiental y favorecer ataques horrendos, tanto de sujetos individuales como de gobiernos. Carlson defiende con energía la apertura como la mejor política para abordar esta tecnología. Afirma que sólo mediante la apertura podremos erigir el tipo de economía que necesitamos para hacer el mejor uso de esta tecnología y, al mismo tiempo, comprender lo que otros se disponen a hacer y defendernos de los errores y los abusos. Tratar de mantener en secreto la tecnología nunca funciona. El editor de este medio podría comparar los intentos de restringir la biotecnología con los esfuerzos oficiales realizados hace una generación para limitar la tecnología de encriptación.
De todos modos, apertura no sólo significa libertad frente a las injerencias reguladoras; Carlson dedica bastante espacio a analizar la posibilidad de crear un ecosistema comercial con éxito basándose en el modelo de código abierto. Desde un plano abstracto, la idea resulta convincente: no es difícil entender que la programación con nucleótidos es, en esencia, la misma tarea que la programación con bits. Un nucleótido es capaz de codificar dos bits en lugar de uno; y el procesador subyacente es más pequeño, está húmedo y huele, pero no deja de ser un programa. Dado que las herramientas para trabajar con ADN están adquiriendo una orientación semejante a la de los ordenadores (se vuelven rápidamente más pequeños, más baratos y más potentes) hay mucho que decir sobre la creación de bibliotecas libres de autorizaciones basadas en programas genéticos desarrollados en sótanos y garajes particulares.
Hay algunos proyectos para hacer precisamente eso. La Fundación BioBricks está trabajando para crear un conjunto de componentes biológicos de libre disposición. Otra iniciativa es Biological Open Source , oportunamente abreviada como BiOS. Estos empeños parecen prometedores, pero se avecina un problema espinoso, con el que los lectores de LWN ya estarán familiarizados.
Ese problema, como es natural, es el de las patentes. En la actualidad, en Estados Unidos y otros países se pueden patentar las secuencias genéticas, de modo que las empresas del sector están acumulando el mayor número posible de ellas. Las cosas se acercan con rapidez al extremo de que resulta difícil trabajar en biotecnología desde el punto de vista comercial sin tropezar con patentes ajenas; patentes que, a menudo, abarcan fenómenos naturales fundamentales. Carlson refiere una historia interesante: parece ser que las industrias del automóvil y la aviación tropezaron ya con este problema y, en ambos casos, llegó a suceder que las empresas no podían hacer nada porque siempre estaban litigando por patentes. El gobierno intervino en Estados Unidos en los dos ámbitos y obligó a crear consorcios de patentes para que las empresas dejaran de demandarse mutuamente y volvieran a hacer cosas interesantes con la tecnología.
Los consorcios de patentes (como las patentes en general) favorecen a las empresas grandes y consolidadas frente a las pequeñas. Pero son las pequeñas donde se origina la mayor parte de la innovación en cualquier campo. A Carlson le preocupa que Estados Unidos se encamine hacia una situación en la que las empresas más modestas no puedan permitirse existir y la innovación quede estrangulada. Un enfoque como el del código abierto en la biotecnología podría precisamente ofrecer una salida para esta situación.
Pero pese a sus semejanzas con el ámbito del software , trabajar en este campo con el código abierto va a ser duro. El software está protegido por la legislación sobre propiedad intelectual en todo el mundo; eso facilita utilizar un sistema de autorizaciones de derechos para establecer un régimen jurídico con el que las personas (y las empresas) sientan que les interesa contribuir. Las secuencias genéticas no gozan de este tipo de protección, de modo que las patentes son el único camino para todo aquel que sienta la necesidad de obtener cierto grado de control sobre cómo se utiliza un descubrimiento. Se puede instaurar un mecanismo de autorización de patentes al estilo del copyleft , pero es menos práctico y, en todo caso, el elevado coste de obtener una patente alza un obstáculo para acceder inexistente en el territorio de las autorizaciones basadas en los derechos de propiedad intelectual. Los piratas biológicos solitarios que trabajan en garajes no van a ser instancias colaboradoras con una comunidad basada en el sistema de patentes.
Como consecuencia de las diferencias entre entornos jurídicos, las tentativas de instaurar en el ámbito de la biotecnología sistemas similares a los de código abierto deben establecer sus acuerdos bajo condiciones distintas de las que utiliza la comunidad de software . BioBricks debe situarse en el ámbito del dominio público; el borrador del BioBrick Public Agreement (un acuerdo de cooperación, no un mecanismo de gestión de autorizaciones) requiere que los socios colaboradores realicen «la promesa irrevocable de no ejercer ningún derecho de propiedad intelectual como colaborador contra los usuarios de los materiales aportados». Por el contrario, BiOS está más estructurada como un consorcio de patentes en el que, para ingresar, hay que pagar una cuota. Carlson no considera que ninguno de estos enfoques sea ideal, pero también reconoce que no se le ocurre ninguna idea mejor.
En última instancia, lo que tal vez haga falta es un régimen jurídico nuevo y específico para los descubrimientos biológicos. Como señala Carlson, ni las patentes, ni los derechos de propiedad intelectual se mencionan expresamente en la Constitución de Estados Unidos; son creaciones legislativas. Quizá algún día alguna cámara legislativa más ilustrada que la que nos gobierna hoy día encuentre un modo de fomentar el desarrollo de biotecnología abierta que funcione a todos los niveles. Será interesante ver si la reciente sentencia del Tribunal Federal de Primera Instancia (US District Court) que rechaza las patentes genéticas despierta algún pensamiento valioso en esa dirección.
No es preciso ser un novelista dado a la especulación para imaginarse un mundo en el que la libertad para utilizar, modificar y distribuir códigos biológicos sea (al menos) tan importante como las demás libertades aplicables al software alojado sobre silicio. De todos modos, no parece que estemos construyendo un mundo que contemple ese tipo de libertades; ni siquiera nos hacemos una idea acertada de cómo será el mundo. Al parecer, en la industria biotecnológica escasean personalidades propias que desempeñen la función de los Richard Stallman, Linus Torvald y tantos otros que han contribuido a que el software libre funcione.
Fuente: https://lwn.net/Articles/381091/