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Bloques electoralistas

Fuentes: Rebelión

Se entiende que en etapas electorales todos se metan de lleno a las campañas. Lo han hecho los del gobierno, los de la oposición, los del centro; prácticamente todos, a excepción de la posición que busca la reconducción del «proceso» de cambio. Reconducción, que dice no se puede hacer por la vía electoral. Sólo la […]


Se entiende que en etapas electorales todos se metan de lleno a las campañas. Lo han hecho los del gobierno, los de la oposición, los del centro; prácticamente todos, a excepción de la posición que busca la reconducción del «proceso» de cambio. Reconducción, que dice no se puede hacer por la vía electoral. Sólo la movilización general puede reconducir el «proceso». En este escenario, no llaman la atención los argumentos que vierten los frentes electoralistas; ni los de la oposición, ni los del centro; incluso podríamos decir ni los del frente oficialista; en general todos usan sus discursos en aplicación de convocatoria al potencial votante. Pues todos justifican la incursión electoral desde sus posiciones consolidadas. La oposición pretende ser la representación de la defensa de la democracia, el centro pretende ser el fiel representante de la institucionalidad constitucional. El gobierno pretende ser la genuina expresión del «proceso» de cambio. En este escenario electoral, lo que llama la atención son los argumentos vertidos por el vicepresidente a propósito del pacto electoral entre sectores obreros y sectores campesinos. Dice que los campesinos, los obreros, lo popular, se han unido; dice que las ojotas, las polleras y los guardatojos se han fusionado en un bloque popular invencible, a la cabeza del presidente Evo Morales Ayma. Este discurso lo emite en un pedestal electoral, en una concentración electoral de sectores afines al oficialismo. El sentido de su discurso no puede sino ser electoralista.

El bloque popular indígena, campesino, proletario, urbano-popular, es el que abrió el «proceso», le dio lugar, mediante una movilización prolongada (2000-2005). El bloque popular forma parte intrínseca del «proceso». El bloque popular es tanto la subjetividad enaltecida como la disposición «material», corporal, de las movilizaciones y de las luchas sociales. ¿Por qué convertir al bloque popular en un bloque electoral? Con esto se le quita lo fundamental que contiene, su capacidad concentrada de voluntades transformadoras, otorgándole un papel doméstico, como el de apoyar una candidatura. Por otra parte, este mismo bloque popular es el que ha sido destruido por el oficialismo. El ejecutivo y sus operadores han dividido el Pacto de Unidad, separando a las organizaciones indígenas, que asumieron un papel contestatario y de defensa de la Constitución. Después dividieron al CIDOB, en el mar de contradicciones y antagonismos del conflicto del TIPNIS. Antes, no dejaron que el MAS se organice y se estructure como partido o como instrumento político, organizando paralelas a todo nivel; nacional, departamental, de las circunscripciones. El oficialismo quería una caricatura de «bloque» popular, quería una subordinación completa de las organizaciones sociales bajo el mando del gobierno. Es esto precisamente lo que ha logrado, en gran parte, al cooptar las dirigencias de las organizaciones sindicales y de las organizaciones sociales, al separar a las organizaciones rebeldes.

Sobre la base de esta destrucción sistemática del poder popular, por parte del oficialismo, sobre la estructura de las ruinas, sobre el soporte destrozado de lo que queda, en el marco de organizaciones prebendales y clientelares, sin capacidad de lucha, sin capacidad de movilización, púes la han perdido al optar por prácticas paralelas del poder, se da un nombre rimbombante a este espejo del poder, a este espejo del gobierno, en el plano social. Se habla de «bloque» popular invencible.

Estas son las paradojas que se han repetido una y otra vez, a lo largo de la historia dramática del «proceso» de cambio. Como dijimos antes, se ha sustituido el «proceso» de cambio, abierto por los movimientos sociales, por la simulación, por el montaje y la representación de la ceremonialidad del poder. En la atmósfera de la simulación, no interesa que el «proceso» se realice, lo que importa es que se crea que ocurre eso, aunque no acontezca esto. El diagrama de la simulación corresponde al teatro de la representación. La política de los políticos, la práctica política de la clase política, ha reducido a eso, a caricatura, el acontecimiento democrático de la política, al artificio de la simulación y al imaginario conservador de las representaciones. Es esto lo que pasa, no se puede escapar a la reproducción del poder, en sus distintas formas, perfiles y matices. El poder requiere de la simulación para persistir, convenciendo a la gente de que lo que se dice, lo que se difunde como propaganda, lo que se publicita, lo que se representa es «real». En la práctica desbordante de la simulación han caído tanto gobiernos conservadores como progresistas. En eso no se distinguen, salvo la forma del discurso, en los circuitos colaterales y correlativos del discurso, en el uso de los «objetos», los «conceptos» y los «sujetos» del discurso.

La pregunta es: ¿si los propios simuladores creen en la simulación, que la simulación, el montaje teatral, es lo que efectivamente ocurre? Este es el punto. Pues si no cree, si saben de la diferencia entre representación y «realidad», «propaganda» y «realidad», la situación nos llevaría a considerar una de las variantes de la teoría de la conspiración. En cambio, si creen en lo que dicen, si no se dan cuenta de la diferencia entre discurso y «realidad», la situación nos lleva a considerar la dramática historia del poder. Los investidos de poder son apenas unos engranajes de una fabulosa maquinaria rechinante de poder. A pesar de la ceremonialidad del poder, donde se les otorga atributos de líderes, caudillos, hasta de «libertadores»; estas creencias, que pueden ser populares, son polvareda ante el funcionamiento depredador del poder. Los líderes, los caudillos, los «ideólogos» del poder, no son más que marionetas en un guión establecido.

El drama de los «revolucionarios» que toman el poder, que se quedan con él, en vez de destruirlo, es que el poder los adopta, los cobija, convirtiéndoles en las criaturas más patéticas del ejercicio de poder. Con el poder no se juega, no hay astucia que valga; el poder es como un campo gravitatorio, hace que los «objetos» y «sujetos» orbiten de una cierta manera. No importando que características tengan; en unos casos las velocidades serán más rápidas, en otros casos las órbitas serán mayores y distantes. El poder no perdona, exige sacrificios, entrega total. Si se pretende quedarse, formar parte del poder, no hay alternativa, se tienen que acatar las reglas del juego. No cuestionar los núcleos orgánicos del poder; no cuestionar los ejes de la reproducción del poder, el campo institucional y el campo burocrático; no cuestionar a la forma Estado como cartografía centralizada, como monopolio de la violencia, como monopolio administrativo y de las leyes. Si el discurso es pretensiosamente «revolucionario», el discurso es aceptable, en las composiciones del poder, en tanto este discurso solo ocasione ilusiones.

El procedimiento electoral es el procedimiento de reproducción de la clase política. Esto se da tanto en gobiernos conservadores, así como en gobiernos progresistas. La diferencia de los gobiernos progresistas es que, a veces, se mueven en los umbrales de la simulación y de prácticas prácticas transformadoras, sin animarse a cruzar el limbo. Cuando esto ocurre, los gobiernos se enredan en ambos «escenarios», en ambos espaciamientos, que comprenden agenciamientos diferentes; la simulación es acompañada por modificaciones institucionales, redistribuciones del ingreso, desplazamientos de relaciones, apoyo movilizado de la gente. Cuando esto no ocurre, cuando lo único que diferencia a los gobiernos progresistas y los gobiernos conservadores es el discurso, las características del discurso, los «objetos», «conceptos» y «sujetos» del discurso, entonces los gobiernos progresistas caen en una suerte de cinismo. No hay otra «realidad», sino ésta, no hay otro uso del «poder», sino éste, no hay otra alternativa, sino ésta, la que conducimos. Esta es pues la tesis del fin de la historia. Más allá de nosotros, los gobiernos progresistas, no hay nada.

El problema histórico-político, en las perspectivas abiertas por los movimientos sociales anti-sistémicos, es que con las elecciones, con los resultados electorales, cualquiera sean estos resultados, gane o pierda el MAS, se vaya o no a una segunda vuelta, el «proceso» estaría muerto si es que no hay reconducción movilizada del «proceso». No hay salida electoral. Es vano el esfuerzo por organizar un «frente de izquierda»; no tiene futuro si no emerge de una movilización general. En un ambiente de polarización electoral, entre el MAS y la oposición, un «frente de izquierda», conseguiría, en el mejor de los casos, una pírrica suma de votos, que a lo mejor habilitan algunos diputados. Esa pírrica votación legitimaría el accionar de un gobierno progresista, que ha usurpado el nombre de los movimientos sociales. ¿Qué hacer entonces en una coyuntura electoral donde no hay señales de una movilización general en defensa del «proceso»? El problema se complicaría mucho más si se diera una segunda vuelta, donde competirían el MAS y un frente de oposición. ¿Qué hacer en este caso? ¿Insistir con la movilización general, la reconducción del «proceso»?

Estos dilemas son imprescindibles, no podemos dejar de tomarlos en cuenta. Nadie puede hacerse a un lado, sustituir lo que acontece por las razones críticas de un fundamentalismo «intelectual». Este comportamiento equivale a expectar, mientras los sucesos se desencadenan. Usando los términos acostumbrados, de «izquierda» y «derecha», aunque no adecuados, diremos que un «frente de izquierdas» no se forma con el propósito electoral, de responder a la premura electoral. Se supone que un «frente de izquierdas» responde al requerimiento de unificar fuerzas, en la perspectiva de convocar al pueblo a la movilización, por la consecución de transformaciones estructurales e institucionales. En este sentido llama la atención las agitaciones efectuadas por sectores de «izquierda», proponiéndose la tarea de atender a la compulsa electoral. La posibilidad de un «frente de izquierdas» no se encuentra en la convocatoria electoral, sino en la posibilidad de lograr una movilización general por… En esto radica la discusión entre las «izquierdas». Mientras unas desconocen taxativamente la existencia de un «proceso» político, interpretando más bien este periodo como la continuidad del anterior, neoliberal, otras reconocen la existencia del «proceso» de cambio, señalando sus contradicciones. La interpretación de la coyuntura y del periodo es algo sobre lo que tienen que ponerse de acuerdo las «izquierdas» antes de formar un «frente». Sin embargo, algo que debería quedar claro para las «izquierdas», dada la experiencia de la historia de las luchas sociales y políticas, es que no pueden, no se encuentra en su inherencia y composición, organizativa y política, ser electoralista. Que ciertas «izquierdas» hayan caído en esa compulsa estadística no justifica que se tenga que caer en lo mismo. Para las «izquierdas» las elecciones deben ser sencillamente la ratificación de victorias políticas anteriores, donde se ensambla la empatía popular.

El gobierno está embarcado en elecciones, pues está en el gobierno, y su forma de reproducción es a través de elecciones. El gobierno tiene al MAS, como instrumento electoral, como referente para la convocatoria a los votantes. El gobierno apuesta con todas sus fuerzas a las elecciones; compromete a todas las organizaciones sociales, que pueda preservarlas en los espacios de su dominio. En esta atmósfera de control, no es de ninguna manera extraño que el gobierno haya pactado con la dirigencia de la COB; esto lo venía haciendo desde tiempo atrás. Nadie puede hacerse al desentendido. Los conflictos recientes entre el gobierno y la COB no necesariamente tienen que considerarse como avisos de ruptura de la COB, de hoy, con el gobierno progresista. Ambos, la COB y el gobierno, se consideran formar parte del «proceso de cambio». Lo que sorprende es que cierta «izquierda» haya depositado sus esperanzas en la dirigencia de la COB, cuando se conformó el Partido de los Trabajadores (PT). La actual dirigencia de la COB no es la misma que la de 1952, que emerge de una revolución armada, tampoco es la misma que la de 1963, cuando los mineros se enfrentaban en Sora-Sora contra el ejército, menos aún es la COB de la Asamblea Popular (1971). Esta COB no es el poder dual, tampoco ha sido el bastión en la movilización prolongada de 2000 al 2005, cuando se abrió el «proceso» en cuestión. Es otra COB, cuya dirigencia medra a la sombra de la leyenda combativa minera y del proletariado boliviano; empero, se encuentran muy lejos de encarnar las legendarias luchas del proletariado. Estamos ante una dirigencia prebendal y clientelar, estamos ante una dirigencia que se circunscribe a la mera lucha economicista, teniendo como principal conflicto, el conflicto con las cooperativas mineras, donde se encuentran otros trabajadores mineros, explotados por el capitalismo salvaje. Esta COB ha optado por la lucha fratricida entre hermanos proletarios, unos sindicalizados, otros cobijados por las llamadas cooperativas mineras. No es pues sorprendente que esta dirigencia haya pactado con el gobierno; la dirigencia está escogiendo a un probable ganador.

¿Hay o no traición en esta conducta de la dirigencia cobista? Alguien diría, depende cómo se mire. Si partimos que es esta misma dirigencia la que ha empujado a la formación del PT, se puede colegir, apresuradamente, que esta dirigencia ha traicionado a su propio proyecto. Si vemos que el mismo bosquejo adolecía de proyección, desde un principio, por conformarse atraída por los resplandores electorales, para afrontar la compulsa votante, ya tenemos, de entrada, la delimitación de los alcances representativos del PT. Si bien se consideraron enunciativamente tópicos estratégicos del programa «revolucionario», como el curso de verdaderas nacionalizaciones, expropiando a los expropiadores, además de dejar claro el impulso emancipatoria de los trabajadores, estos enunciados no dejan de ser declarativos, cuando en los hechos el interés era participar en las elecciones. Por otro lado, como dijimos, la confianza no puede depositarse en una dirigencia diletante. Al hacerlo, se ha confundido la memoria heroica del proletariado boliviano con el presente conformista. Las ilusiones se pagan irremediablemente en política. El «frente de izquierdas» no puede apostar a ilusiones, sobre la base de «cuadros» ausentes. Las tareas que deberían hacerlas las «izquierdas» no las va a ser la astucia de la historia.

Los problemas que afrontan las «izquierdas» son mayúsculos. En el caso de que se encuentran enfrentadas a un gobierno progresista, entiéndase como se entienda este denominativo, por lo menos se debe contar con la sensibilidad política de comprender las diferencias de este gobierno progresista con los gobiernos anteriores; diferencias que no los salvan, de ninguna manera, de la crítica. Segundo, por lo menos, se debe responder a la pregunta: ¿por qué el pueblo, lo popular, se ha entusiasmado con esta forma de gobierno, al menos, a los inicios de su gestión? Ciertamente, lo difícil es definir el periodo y la coyuntura; ¿es o no un «proceso de cambio», entrabado en sus contradicciones? No vamos a pedirles a las «izquierdas», que no creen en este enunciado de «proceso», que reconozcan que éste se ha dado, que se manifiesta en la sucesión de hechos, donde la «plebe» invade los espacios públicos. Lo que se le pide a estas «izquierdas» es que explique, coherentemente, por qué considera que este «proceso de cambio» no existe, no se ha dado, tomando en cuenta los intensos eventos del periodo. No puede esta «izquierda» seguir respondiendo mnemotécnicamente de acuerdo al esquematismo usual; el enfrentamiento universal entre burgueses y proletarios. Cuando lo que importa es comprender como se da, de manera concreta, en sus formas específicas, la lucha de clases, en una coyuntura determinada y en una formación social dada.

Es indudable que se comparte con estas «izquierdas» varias críticas al gobierno. No efectuó la nacionalización de los hidrocarburos, dio marcha atrás con los contrato de operaciones, ha entregado el control técnico de la producción a las empresas trasnacionales, no se cumplió la agenda de octubre, el gobierno no respeta los derechos adquiridos de los trabajadores, vulnera sus derechos con una ley neoliberal que administra las AFPs, el gobierno se ha vuelto un gobierno anti-indígena al desatar la represión en contra la resistencia del TIPNIS. En fin la lista es larga; empero, estas características del gobierno no lo convierten en un gobierno equivalente a los gobiernos neo-liberales; la relación con lo nacional-popular, la relación con lo campesino, es distinta. Por esto es importante caracterizar el periodo como «proceso», aunque esté entrabado en sus propias contradicciones, incluso, en el peor de los casos, aunque haya muerto. La fuerza de la interpelación al gobierno se encuentra precisamente aquí; el gobierno se ha desentendido del «proceso», se ha convertido en un contra-proceso. La convocatoria es al pueblo para que defienda su proceso, de los usurpadores catapultados.

En la medida que estas «izquierdas» no valoricen las luchas sociales desatadas el 2000 y que continuaron imparablemente hasta el 2005, se distancia del acontecimiento que explica lo que está pasando; por lo tanto no se libera de su obstáculo epistemológico, que le impide ver y escuchar lo que acontece. También se produce un distanciamiento político, hablemos de un obstáculo político, que le impide actuar; se distancia de la vinculación con lo nacional-popular, con las naciones y pueblos indígenas, también con el proletariado, que en su gran mayoría no está sindicalizado, sino es un proletariado nómada. La lucha no es la misma en contra de los gobiernos progresistas, no es una lucha parecida a las anteriores, como lo fueron los combates contra los gobiernos neo-liberales. Para describir figurativamente los condicionamientos de las luchas sociales en el marco de los gobiernos progresistas, diremos que se define como en un intervalo; el intervalo de esta lucha contra el diletantismo y demagogia del gobierno progresista se puede resumir de la manera siguiente: se trata del paso del apoyo crítico al paso de la crítica sin apoyo.

La convocatoria política de las «izquierdas» no puede ser otra que la convocatoria al bloque popular movilizado que abrió el «proceso» en cuestión. ¿Sino, a quien se convoca? ¿A un proletariado abstracto, que no está presente? El pueblo que puede salir a las calles y los caminos es el pueblo que ha abierto este «proceso». El pueblo salió a las calles y los caminos, lo hizo sin las «izquierdas»; puede volverlo hacer. ¿Pueden darse la oportunidad estas «izquierdas» de aprender de su pueblo, de su experiencia, de sus saberes? ¿Puede reeducarse la «izquierda» para funcionarse con la potencia social, la que emerge en las crisis? ¿Puede esta «izquierda» apoyar la construcción colectiva de un contra-poder? Este es el dilema.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.