Seguro que la anécdota es apócrifa, pero me viene como anillo al dedo para lo que pretendo explicar: en los años en los que la carrera espacial enfrentaba a los dos colosos mundiales, Estados Unidos y Rusia, proliferaban los experimentos con tecnologías que pretendían rebasar al contricante. Los americanos pusieron en marcha, al parecer, un […]
Seguro que la anécdota es apócrifa, pero me viene como anillo al dedo para lo que pretendo explicar: en los años en los que la carrera espacial enfrentaba a los dos colosos mundiales, Estados Unidos y Rusia, proliferaban los experimentos con tecnologías que pretendían rebasar al contricante. Los americanos pusieron en marcha, al parecer, un programa de investigación para inventar un objeto que permitiera a los astronautas escribir en situación de ingravidez, dado que la tinta normal se coagulaba o, simplemente, no alcanzaba la punta del bolígrafo. Millones de dólares invertidos dieron lugar, se rumorea, a una tecnología tan cara como inútil que nunca llegó a utilizarse. Mientras tanto, los rusos lo tenían más claro, haciendo de la necesidad virtud: enfrentados al mismo problema, el de la escritura en la ingravidez, decidieron que la mejor solución era la de utilizar un lapiz, con su mina tradicional y su sacapuntas.
Esta historia me viene a la cabeza después de leer la tradución que los anatómicos nos proponen del archifamoso artículo de uno de los doce apósteles de la digitalizacion, Kevin Kelly. Resumo, burdamente, los tres argumentos fundamentales de «Cómo serán los libros en el futuro«:
- que los libros se desarrollen y acaben entre la primera y cuarta de cubierta no es más que una convención formal, que una constricción tecnológica. Efectivamente, la función del hipertexto pone de manifiesto que un libro puede no acabar entre sus límites formales tradicionales sino que, potencialmente, puede expandirse en múltiples direcciones y sentidos. Kelly, en esto, no hace más que remedar y copiar lo que Barthes, la semiología francesa del siglo XX y el propio Borges repitieron hasta la saciedad. «La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un sólo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado», aseguraba el escritor argentino hace ya una eternidad, «es una relación, un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída».
2. si eso es así, es posible que haya textualidades o tipos de discurso que se enriquezcan con esas bifurcaciones y complementariedades y otros que no. Hoy nos podemos encontrar con extraordinarios ejemplos de enriquecimiento textual, como el que nos ofrece Pushpoppress: un ensayo, un libro de texto, un manual profesional, pueden seguramente ganar mucho añadiéndoles contenidos audiovisuales y gráficos interactivos, tal como le sucede al libro de Al Gore que utilizan como ejemplo. Queda por comprobar, empíricamente, desde el punto de vista pedagógico, que esa nueva textualidad interactiva es superior en resultados y eficacia educativa a la anterior, pero convengamos por mor de la brevedad en que es así.
3. Dice Kelly, al final de su artículo, como conclusión, después de titubear y acabar reconociendo que, al fin y al cabo, «un libro es una unidad de atención» y que esa unidad posee una ventaja, «una historia autosuficiente, una narración unificada y un razonamiento cerrado» que para nosotros, los humanos, tiene un atractivo espacial: «el verdadero desafío que tenemos por delante», nos plantea, «es encontrar un dispositivo que procure la atención que un libro requiere, un invento que nos lance al siguiente párrafo antes de la siguiente distracción. Me figuro que esto requerirá una combinación de iniciativas de software, de interfaces lectoras muy evolucionadas y de hardware optimizado para la lectura. Y libros escritos teniendo en cuenta estos dispositivos».
¿Por qué me sonará esto a la historia de los bolígrafos americanos y los lápices rusos?