Mientras Washington predica contra las drogas, incauta petróleo venezolano y despliega portaaviones en el Caribe, la verdadera “Guerra Fría” se libra por litio, cobre y control de la región. Con el volantazo político, Bolivia se convierte en el laboratorio perfecto de esta contradicción imperial. Una mirada desde el mediterráneo sudamericano.
Los antiguos chinos conceptualizan el yin y el yang como fuerzas complementarias que crean armonía universal: luz y oscuridad, creación y destrucción, en equilibrio perpetuo. La política exterior estadounidense en América Latina también tiene su yin y su yang. Pero en lugar de propiciar la armonía, solo trae contradicciones calculadas que sirven al único propósito de mantener el control extractivista de recursos estratégicos bajo cualquier pretexto disponible.
El yin de Washington proclama una cruzada contra el narcotráfico, con 87 personas asesinadas en 23 ataques a embarcaciones en el Caribe y el Pacífico entre septiembre y diciembre de 2025, un portaaviones nuclear Gerald R. Ford surcando aguas caribeñas, y la DEA lista para “regresar” a Bolivia después de 17 años de ausencia. El yang, más silencioso, pero igualmente letal, revela una realidad más prosaica, con la administración Trump negociando en secreto con líderes de la MS-13 en El Salvador (el mismo gobierno que presenta como modelo de “combate al crimen”), incautando buques petroleros venezolanos en aguas internacionales para quedarse con el crudo, y presionando a Argentina para que corte el acceso chino a sus yacimientos de litio a cambio de USD 20 mil millones en ayuda económica.
Esta no es filosofía oriental. Es colonialismo de manual, con caretas que se renuevan a conveniencia. Hoy es la “lucha contra las drogas”, mañana la “defensa de la democracia”, y pasado mañana será la “protección de los derechos humanos”. El denominador común permanece inmutable: el acceso privilegiado estadounidense a hidrocarburos, minerales críticos y posicionamiento militar, mientras el gigante asiático es sistemáticamente excluido de la mesa.
El teatro del absurdo: 50 años de “guerra contra las drogas”
Los números no mienten, aunque Washington prefiere ignorarlos. Desde los años 70, Estados Unidos ha invertido USD 19.2 mil millones anuales en su “guerra contra las drogas”. Como resultado de esta inversión, la producción mundial de cocaína alcanzó en 2023 un récord histórico de 3,708 toneladas, un aumento del 34% respecto a 2022. Colombia, epicentro del Plan Colombia que costó USD 6 mil millones entre 2000 y 2008, produjo en 2023 la cifra récord de 1,738 toneladas de cocaína.
El consumo de drogas ilegales en Estados Unidos involucra, según datos oficiales de SAMHSA (2023), a aproximadamente 70.5 millones de estadounidenses mayores de 12 años, que consumieron drogas ilegales o mal usaron medicinas recetadas en el último año. Las muertes por sobredosis, aunque descendieron a aproximadamente 87,000 en 2024 (período octubre 2023-septiembre 2024) desde un pico de 114,000, siguen siendo la principal causa de muerte para estadounidenses entre 18 y 44 años.
La “guerra” ha sido, según consenso internacional, un fracaso rotundo. La Comisión Global sobre Política de Drogas lo declaró en 2011. La ONU reconoció en 2018 que sus esfuerzos para eliminar el mercado ilegal de drogas “tuvieron efecto escaso”. NBC News tituló en 2010: “La Guerra contra las Drogas no ha cumplido ninguno de sus objetivos”. CNN la llamó “fracaso de un billón de dólares”.
Pero este veredicto unánime ignora que, quizás, el fracaso es el objetivo. Mantener el flujo de narcóticos activo justifica la presencia militar estadounidense en 1,286 ciudades de su propio territorio (controladas por cárteles estadounidenses y mexicanos), bases militares en Ecuador (Manta), El Salvador (Comalapa), Aruba y Curazao bajo pretexto “anti-narcóticos”, y ahora el mayor despliegue naval en América Latina en décadas: 4,000 efectivos, 13 destructores clase Aegis, 90 aeronaves con capacidad de lanzar misiles, y cerca de 170 misiles Tomahawk listos en el Caribe.
¿Contra quién? Formalmente, contra “narcotraficantes”. Realmente, el portaaviones Gerald R. Ford apunta hacia Venezuela, el país con las mayores reservas petroleras del mundo (300 mil millones de barriles) y un gobierno en la mira de Washington desde hace dos décadas.
El Salvador, o cuando los terroristas son los aliados
La esquizofrenia moral de la política antidrogas estadounidense cristaliza en la imagen de El Salvador bajo Nayib Bukele. Trump lo presenta como campeón contra el crimen organizado. La realidad documentada por investigaciones de The New York Times, el Departamento de Justicia y fiscales federales es que, desde 2019, el gobierno de Bukele negoció secretamente con la MS-13, entregándoles privilegios penitenciarios (teléfonos celulares, prostitutas), beneficios financieros y apoyo político a cambio de reducir la violencia pública y respaldar electoralmente al partido Nuevas Ideas en las elecciones legislativas de 2021.
En marzo de 2025, la administración Trump retiró los cargos de terrorismo contra César Humberto López-Larios, “El Greñas”, líder senior de la MS-13 designado como terrorista, y lo deportó a El Salvador, donde desapareció de la vista pública en el CECOT, la prisión de máxima seguridad de Bukele. Esta deportación ocurrió a pesar de que López-Larios poseía información clave sobre los pactos entre el gobierno salvadoreño y la MS-13, según documentos judiciales federales.
Mientras tanto, El Salvador recibe cientos de migrantes venezolanos deportados desde Estados Unidos en su prisión de máxima seguridad, acuerdos comerciales bilaterales con tarifa base del 10%, y elogios de Washington. Agentes de la DEA y fiscales de la Task Force Vulcan, creada durante el primer mandato de Trump para desarticular la MS-13, reportan frustración ante estos acuerdos que socavan investigaciones federales de años.
Inevitablemente, la “guerra contra las drogas” es selectiva. Se aplica con rigor mortal contra gobiernos adversarios (Venezuela, Bolivia bajo Morales-Arce, Nicaragua) y se olvida convenientemente cuando el criminal colabora con los intereses geopolíticos estadounidenses.
El petróleo venezolano y la piratería en mar abierto
El 10 de diciembre de 2025, Estados Unidos incautó el buque petrolero “Skipper” (antes “Adisa”) en aguas internacionales frente a Venezuela. El Very Large Crude Carrier transportaba entre 1 y 2 millones de barriles de crudo venezolano extra-pesado. Tropas del FBI, Homeland Security y Guardacostas estadounidenses ejecutaron la operación por helicóptero. Venezuela lo denunció como “piratería internacional”. Trump respondió: “Supongo que nos quedamos con el petróleo”.
Esta fue la primera incautación conocida de cargamento petrolero venezolano bajo las sanciones vigentes desde 2019. La fiscal general Pam Bondi alegó que el buque transportaba “petróleo sancionado de Venezuela e Irán” y había sido designado en 2022 como facilitador de “organizaciones terroristas extranjeras” (Hezbollah, Guardia Revolucionaria Iraní).
Pero las sanciones mismas revelan la contradicción. Bajo presión de escasez energética, Estados Unidos ha otorgado licencias selectivas: la General License 41 autoriza a Chevron operar joint ventures con PDVSA, la petrolera estatal venezolana. La prohibición explícita es que no hay “ningún pago al gobierno Maduro”, pero en la realidad los analistas estiman que aproximadamente 50% de la producción petrolera de Chevron (190,000 barriles diarios hasta junio 2024) termina beneficiando al gobierno venezolano vía regalías e impuestos bajo la opaca “Ley Anti-Bloqueo” de 2020, generando potencialmente USD 3.2 mil millones anuales para Maduro.
Estados Unidos no se opone al petróleo venezolano. Se opone a que Venezuela controle su propio petróleo. Cuando puede extraerlo vía Chevron bajo términos favorables, las sanciones se flexibilizan. Cuando el régimen de Maduro intenta comercializarlo independientemente, se practica la “incautación” en alta mar.
La guerra fría del litio sobre el tablero boliviano
Si el petróleo fue el oro negro del siglo XX, el litio es el oro blanco del siglo XXI. Estados Unidos necesitará 150 a 200 mil toneladas de carbonato de litio equivalente (LCE) anuales para 2030 si quiere manufacturar más de 20 millones de vehículos eléctricos domésticos. Actualmente produce alrededor de 40 mil toneladas combinadas con Canadá e importa el 95% de su litio.
Las mayores reservas están en el “Triángulo del Litio” sudamericano: Bolivia (23 millones de toneladas según USGS), Argentina (22 millones) y Chile (11 millones). China ya controla 80% del refinamiento de químicos de litio, 78% de cátodos y 70% de manufactura de baterías, y ha invertido agresivamente en la región (USD 2.8 mil millones comprometidos en Bolivia, con posiciones dominantes en Argentina y Chile).
Estados Unidos llega tarde a la partida, pero con poder de fuego diplomático. En Argentina, bajo el ultraliberal Javier Milei, Washington ofreció USD 20 mil millones en línea de swap (intercambio de divisas) y estabilización económica en octubre de 2025, días antes de elecciones legislativas cruciales para Milei, a cambio de alineamiento político y apertura a inversión estadounidense en recursos estratégicos, con exclusión implícita de la inversión china. El secretario del Tesoro Scott Bessent incluso sugirió que la línea podría expandirse a USD 40 mil millones.
BHP adquirió Filo Corp por USD 4.1 mil millones; Rio Tinto compró Arcadium (con 2 de 3 proyectos de litio en Argentina) por USD 6.7 mil millones. Bessent presionó a Milei para cortar acceso chino a recursos naturales, y Argentina canceló un proyecto de radio-telescopio chino de USD 350 millones.
En Chile, 59% del litio importado por Estados Unidos en 2024 provino de ese país (principalmente SQM), 39% de Argentina (Livent, Albemarle). En Bolivia, bajo los gobiernos del MAS, China logró contratos para exploración con empresas estatales (Citic Guoan, CBC/CATL) y Rusia (Uranium One Group) tras el fracaso del modelo de nacionalización estatal.
Pero Bolivia acaba de cambiar de color político.
El hombre de Washington en La Paz
El 8 de noviembre de 2025, Rodrigo Paz Pereira asumió la presidencia de Bolivia, terminando casi 20 años de gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS). Nacido en Santiago de Compostela durante el exilio de su padre (el expresidente Jaime Paz Zamora), educado en Washington D.C., y con vínculos profundos con España, Paz es heredero de una dinastía política boliviana: sobrino nieto de Víctor Paz Estenssoro, artífice de la Revolución de 1952.
Su programa, sin embargo, representa una ruptura radical con el modelo económico del MAS. Paz promete “capitalismo para todos”, eliminación del subsidio a combustibles, créditos baratos para emprendedores, reducción arancelaria y un solo impuesto bajo el 10%. Su agenda 50/50 propone dividir el presupuesto nacional a partes iguales entre el Estado central y las entidades territoriales con autonomía fiscal.
Pero es en política exterior donde Paz marca la diferencia más dramática. En su primera conferencia de prensa como presidente electo, anunció este menú:
- Restablecimiento de relaciones diplomáticas con Estados Unidos, cortadas desde 2008 cuando Evo Morales expulsó al embajador estadounidense.
- Retorno “muy pronto” de la DEA a Bolivia, confirmado por el viceministro de Defensa Social Ernesto Justiniano.
- Exclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua de su ceremonia de investidura (lo que derivó en suspensión de Bolivia del ALBA).
- Restablecimiento de relaciones con Israel, rotas en 2023 por protesta ante la guerra de Gaza.
- “Transparentar todos los acuerdos y contratos” sobre el litio firmados por gobiernos anteriores, especialmente con Rusia y China.
- Autorización de implantación de Starlink en Bolivia.
El subsecretario de Estado estadounidense Christopher Landau asistió a su toma de posesión. Paz viajó a Washington antes de asumir para reunirse con organismos multilaterales (BID, FMI) y garantizar provisión de combustibles. Se reunió con el secretario de Estado Marco Rubio, quien declaró que la elección de Paz “representa una oportunidad de transformación para ambas naciones”.
En los últimos 20 años, las figuras predominantes de la política boliviana advirtieron sobre los riesgos de alineamiento excesivo con Washington, señalando en diversas ocasiones la importancia de proteger los recursos naturales del país de intereses extranjeros. Pero el canciller venezolano Yván Gil fue más directo, cuando criticó las declaraciones de Rodrigo Paz sobre el ALBA: “Usted representa a las élites que quieren convertir a Bolivia en una colonia (…) asume una posición antibolivariana, antilatinoamericana, proimperialista y procolonial”.
Gil calificó el mensaje de Paz como “una demostración de ignorancia y desprecio hacia la historia y los valores bolivarianos”, agregando que “hablar con tanta ligereza de lo que no conoce solo confirma su desconexión con el pueblo y su alineamiento con los intereses de las élites que siempre traicionaron a Bolivia”.
Bolivia, el laboratorio que viene
El nuevo gobierno heredó una crisis económica devastadora, con reservas internacionales en mínimos históricos, escasez crónica de dólares y combustibles, inflación acumulada de 16.92%, y una economía paralizada. Paz lo describió como recibir un país “devastado”, y una “cloaca” en las instituciones.
Su respuesta será aplicar el modelo que Washington ha perfeccionado en América Latina desde los años 80: apertura comercial radical, eliminación de subsidios, atracción de inversión extranjera vía estabilidad fiscal (régimen RIGI estilo argentino), y privatización de sectores estratégicos. En lo político, alineamiento total con Estados Unidos, exclusión de aliados tradicionales del progresismo latinoamericano, y regreso de agencias estadounidenses (DEA) que operarán con cuestionable impunidad constitucional.
Lo que está en juego es monumental. Con las mayores reservas de litio identificadas del mundo (23 millones de toneladas), YLB, la empresa estatal de litio, sólo ha producido 200 toneladas anuales, lejos del objetivo de 15,000 toneladas para 2025, enfrentando problemas tecnológicos, financieros y logísticos. Empresas chinas y rusas han avanzado en contratos de exploración, mientras las empresas estadounidenses esperan en las sombras.
Paz “transparentará” contratos previos, probablemente encontrando “irregularidades”, abrirá la licitación internacional bajo nuevos términos favorables a la inversión extranjera, y las empresas estadounidenses (BHP, Rio Tinto, Albemarle, Livent) entrarán agresivamente al mercado. China será marginalizada bajo argumentos de “seguridad nacional” y “transparencia democrática”. Y así, Estados Unidos asegurará el acceso preferencial al litio boliviano mediante acuerdos bilaterales estilo argentino.
A cambio, Bolivia recibirá ayuda financiera de organismos multilaterales controlados por Washington (FMI, BID), apoyo en crisis de combustibles (importaciones desde Argentina, Brasil y Paraguay, coordinadas con Estados Unidos), inversión extranjera en infraestructura, y modernización de sistemas de seguridad vía DEA.
Lo que no recibirá es desarrollo de la capacidad industrial propia para procesamiento de litio (seguirá exportando materia prima a precios internacionales), soberanía sobre las decisiones energéticas (la eliminación de subsidios encarecerá la vida de los sectores populares), autonomía en política exterior (quedará atada al bloque occidental anti-China), y distribución equitativa de rentas extractivistas (el modelo RIGI garantiza ganancias corporativas antes que tributación nacional).
La DEA, “cara conocida” de Bolivia
La agencia operó en el país hasta 2008, cuando Evo Morales la expulsó acusándola de operar como brazo político de Estados Unidos más que como agencia antinarcóticos. La acusación no era infundada, pues la documentación histórica reveló que durante los años 80-90, la CIA priorizó sistemáticamente la ejecución de operaciones contra gobiernos izquierdistas por encima del combate genuino al narcotráfico.
Cuando conviene a objetivos geopolíticos estadounidenses, el tráfico de drogas es tolerado o incluso facilitado. Cuando sirve para presionar gobiernos adversarios, se convierte en justificación para una intervención militar.
Bolivia es el tercer productor mundial de coca y cocaína según la ONU, después de Colombia y Perú. Tiene aproximadamente 31,000 hectáreas de coca, de las cuales solo 22,000 son legales. La estrategia de Paz: erradicación forzada de cultivos de coca (que impactará principalmente a campesinos del Chapare, bastión histórico de Morales), coordinación estrecha con Estados Unidos y países vecinos, y militarización del combate antinarcóticos. Los cocaleros del Chapare ya expresaron su rechazo. Morales advirtió que la presencia de la DEA viola la Constitución boliviana, que prohíbe fuerzas extranjeras armadas en territorio nacional.
Bolivia volvió con su “ex” y el conflicto está servido. La hoja de coca, planta sagrada de los Andes con usos tradicionales milenarios, quedará nuevamente atrapada en el fuego cruzado de intereses geopolíticos ajenos.
Yin y yang sin armonía
El yin y el yang estadounidense en América Latina no produce equilibrio ni comprensión. Produce extracción, subordinación y violencia sistémica bajo discursos cambiantes.
Cuando Washington necesita justificar la presencia militar, habla de drogas. Cuando necesita acceso a recursos energéticos, habla de democracia. Cuando necesita marginalizar a China, habla de transparencia y seguridad nacional. Cuando necesita disciplinar gobiernos progresistas, habla de derechos humanos. Cuando negocia con dictadores y criminales aliados, habla de pragmatismo y estabilidad regional.
Las 87 personas asesinadas en lanchas en el Caribe fueron “daño colateral” de “operaciones anti-narcóticos”. El buque petrolero venezolano incautado en aguas internacionales fue combate al “terrorismo”. Los acuerdos secretos entre Bukele y la MS-13 son silencio diplomático. Las sanciones a Venezuela que matan por asfixia económica son “presión democrática”. La exclusión china del litio boliviano será “protección de intereses hemisféricos”.
Medio siglo de “guerra contra las drogas” ha producido más drogas, más violencia, más encarcelamiento masivo (1 de cada 5 presos estadounidenses por delitos de drogas), más militarización, más bases extranjeras, más control territorial, y, curiosamente, más producción récord de cocaína (3,708 toneladas en 2023), más consumo estadounidense (70.5 millones de usuarios), y más ganancias para cárteles y organizaciones (USD 10 mil millones anuales de mercado estadounidense).
Si esto es fracaso, el éxito es aterrador.
Bolivia, bajo Rodrigo Paz, se convierte en el laboratorio contemporáneo de este experimento imperial. Un país con las mayores reservas de litio del mundo, históricamente explotado por élites criollas y corporaciones extranjeras, brevemente autónomo bajo los gobiernos del MAS (con todos sus defectos y contradicciones), y ahora devuelto al redil occidental bajo promesas de “capitalismo para todos” y “reinserción internacional”.
La historia latinoamericana sugiere que “capitalismo para todos” significa capitalismo para las corporaciones transnacionales y élites locales, mientras las mayorías populares enfrentan el ajuste, la precarización y la represión cuando protestan; y la “reinserción internacional” se traduce como subordinación al orden estadounidense y exclusión de alternativas multipolares (China Rusia, ALBA, BRICS).
La promesa de “transparentar” los acuerdos de litio con Rusia y China es código para cancelar. La autorización de Starlink es la entrega de infraestructura de telecomunicaciones a la empresa privada estadounidense (propiedad de Elon Musk, aliado cercano de Trump). El regreso de la DEA es el retorno del brazo operativo de la inteligencia estadounidense. La eliminación de los subsidios a combustibles es el ajuste neoliberal clásico que encarecerá la vida de los sectores populares.
Y mientras Washington celebra el “retorno democrático” de Bolivia al concierto occidental, sus portaaviones patrullan el Caribe, sus misiles apuntan hacia Venezuela, sus corporaciones negocian los contratos de litio, y sus agencias antidrogas se preparan para operar nuevamente en territorio boliviano.
El yin y el yang de Estados Unidos no busca armonía. Busca hegemonía. Y América Latina, una vez más, es el territorio donde se despliega esta contradicción calculada, este doble discurso que predica libertad mientras practica control, que proclama democracia mientras negocia con dictadores, que declara guerra a las drogas mientras militariza geografías para acceder a recursos estratégicos.
¿Puede un país con élites históricamente subordinadas a intereses extranjeros construir soberanía genuina? ¿O el peso de medio milenio de colonialismo y dependencia es demasiado pesado para levantar, especialmente cuando el imperio ofrece dólares frescos, combustible inmediato y promesas de inversión a cambio de las llaves del litio?
Argentina bajo Milei ya muestra el camino de la subordinación entusiasta, la exclusión de China, la apertura radical, el ajuste brutal. Ecuador bajo Noboa negocia su base naval en Manta y acuerdos comerciales asimétricos. El Salvador bajo Bukele practica el autoritarismo mientras colabora con Washington.
El litio boliviano, metal blanco de las salmueras del altiplano, brilla en el centro de la mesa como botín del siglo XXI, mientras la cocaína colombiana y peruana sigue fluyendo hacia mercados estadounidenses, a pesar de medio siglo de una “guerra” que nunca tuvo intención genuina de ganar.
El yin y el yang de Washington es una geopolítica extractivista disfrazada de cruzada moral. Y los pueblos latinoamericanos, una vez más, pagan el precio de ser la geografía rica habitada por élites pobres de visión soberana, atrapadas entre el martillo estadounidense y el yunque de su propia historia colonial internalizada.
Para Bolivia, las elecciones no terminan: ¿soberanía o subordinación? ¿Desarrollo endógeno o extractivismo renovado? ¿Multipolaridad o alineamiento occidental automático?
Rodrigo Paz ya tiene su respuesta, pero resta ver si el pueblo boliviano acepta el libreto escrito en Washington, o si demostrará que no se doblega fácilmente ante imperios que, por más poderosos que sean, siempre subestiman la memoria y la dignidad persistente de quienes han sobrevivido quinientos años de colonialismo y no tienen intención de volver a arrodillarse.
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