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Bolivia en el espejo

Fuentes: Sin Permiso

El pasado 9 de diciembre la Asamblea Constituyente aprobó en la ciudad de Oruro una nueva Constitución para Bolivia. Cuando todo parecía indicar que el proceso constituyente quedaría definitivamente bloqueado, 165 de los 255 asambleístas hicieron frente al boicot de las fuerzas más conservadoras y lograron sacar adelante el texto. 410 de los 411 artículos […]

El pasado 9 de diciembre la Asamblea Constituyente aprobó en la ciudad de Oruro una nueva Constitución para Bolivia. Cuando todo parecía indicar que el proceso constituyente quedaría definitivamente bloqueado, 165 de los 255 asambleístas hicieron frente al boicot de las fuerzas más conservadoras y lograron sacar adelante el texto. 410 de los 411 artículos fueron acordados por dos tercios de los diputados presentes. Sólo uno, relacionado con los latifundios, no obtuvo el consenso previsto en la ley de convocatoria de la Asamblea. A la espera del referéndum popular sobre el texto definitivo, el espejo boliviano arroja algunas imágenes útiles para explicar no sólo lo que está ocurriendo en el país andino sino también algunas reacciones más allá del Atlántico.

Lo primero que se desprende del caso boliviano es que la Asamblea Constituyente hubiera sido impensable sin la presión de un sinnúmero de movimientos indígenas, campesinos y populares excluidos hasta entonces de la vida política del país. La convocatoria de la Constituyente, en efecto, no fue el producto de un pacto entre elites, al modo de la mitificada transición española. Fue por el contrario una impugnación democrática, «desde abajo», a una «República falseada» que había condenado a la exclusión política, social y cultural a la mayoría de la población.

El presidente Evo Morales abrió camino a esa aspiración y agilizó, una vez electo, la convocatoria de la Asamblea. Sin embargo, la forma legal que se dio a ese impulso no fue la mejor. Por un lado, dificultó la participación directa de los sectores populares organizados que, pese a estar explícitamente reconocidos como actores del proceso, un complejo procedimiento los acabó subordinando al sistema de partidos existente. Por otro, otorgó, con el sistema de mayorías cualificadas establecido (2/3), un notable poder de veto a la oposición.

Este contexto permitió a la oligarquía y a sus aliados jugar todas sus cartas al sabotaje del proceso constituyente. Esta actitud, sumada, a un contexto político ya de por sí tenso y complejo y, naturalmente, a las limitaciones del propio oficialismo, explica que el texto finalmente aprobado adolezca de una considerable falta de sistematicidad e incluso de incongruencias, omisiones e innecesarias reiteraciones. La nueva Constitución boliviana no es una Constitución «de profesores», aprobada en tiempos relativamente pacificados, como la Constitución republicana española de 1931, ni tampoco la Constitución de una revolución que, pese a sus divergencias internas, ha derrotado a sus antiguos adversarios, como fue la Constitución mexicana de 1917. Es un texto signado por el acoso de una derecha clasista y racista que ha demostrado estar dispuesta a lo que haga falta con tal de impedir que los «hijos» de Tupac Katari y Bartolina Sisa puedan llegar a ejercer el poder político en Bolivia.

Con todo, la Constitución de Oruro representa el intento más decidido de subvertir las dinámicas de desigualdad socioeconómica y de exclusión cultural de amplios sectores de la sociedad boliviana, comenzando por los integrantes de los pueblos indígenas, que conforman alrededor del 60% de la población total. Implica, sin duda, un avance cualitativo que lograría, al menos parcialmente, superar los límites de las reformas constitucionales de signo pluricultural hasta ahora realizadas en otros países del entorno.

El rasgo central del texto constitucional es la voluntad de articulación política de una sociedad culturalmente más diversa y socialmente menos desigual. El Estado se caracteriza, al mismo tiempo, como «plurinacional, comunitario, libre, autonómico y descentralizado» y como «unitario» (art. 1). Esa fórmula, aparentemente contradictoria, refleja el complicado intento de asegurar el autogobierno de los más vulnerables -los pueblos y comunidades indígenas- y de deslegitimar al mismo tiempo los intentos secesionistas de los más poderosos -las oligarquías de los ricos departamentos de Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija.

Más allá de esta tensión, sin embargo, existe a lo largo del texto una inequívoca voluntad de superar la construcción monocultural y excluyente del Estado hasta ahora vigente. Para ello se apuesta por una concepción normativa pluricultural y plurinacional que dé voz y capacidad de decisión a los diferentes grupos étnicos y lingüísticos que componen el Estado, comenzando por aquellos que nunca las han tenido. Algunos de los diseños institucionales previstos para dar concreción a este principio pueden ser discutibles. Así ocurre, por ejemplo, con la propuesta de un Tribunal Constitucional Plurinacional que, al ser elegido por sufragio universal (art. 208), podría generar una no deseada colisión de legitimidades electorales directas con el Presidente y con el Poder Legislativo. Lo que no puede objetarse es el principio de fondo que inspira este tipo de propuestas: sin instituciones con sensibilidad pluricultural y plurinacional no es posible que haya una democracia creíblemente inclusiva. O dicho de otra manera: en sociedades integradas por pueblos con lenguas, tradiciones e instituciones propias, las condiciones materiales de ejercicio de la democracia sólo pueden entenderse como condiciones de igualdad social, pero también cultural.

Esto, precisamente, es lo que se propone la nueva Constitución de Bolivia cuando considera fin esencial del Estado (art. 9) la construcción de una sociedad «cimentada en la descolonización, sin discriminación ni explotación, con plena justicia social, consolidando las identidades plurinacionales» (art. 9). O cuando, a la hora de caracterizar el sistema de gobierno (art. 11) junto a los elementos propios de una democracia representativa y participativa se incluye también la dimensión comunitaria que aportan los pueblos indígenas.

Naturalmente, combinar los presupuestos de una ciudadanía a la vez igualitaria y diversa, no es sencillo. Sobre todo porque no puede establecerse a priori si un trato igual es signo de inclusión o de ilegítima descaracterización, o si un trato diverso es signo de respeto o inadmisible tolerancia de un privilegio. Una democracia pluralista como la que aspira a construir la Constitución boliviana no pretende asentarse en el relativismo ético según el cual «todo da igual». Antes bien, el respeto a la diversidad y la exigencia de igualdad entre culturas y naciones aparece como un corolario de la consideración de la dignidad humana como valor superior, como límite de lo decidible. El punto clave está en que lo que deba entenderse por dignidad humana no puede venir decidido de antemano por un único intérprete ni por un traductor privilegiado de las diferentes prácticas culturales, normalmente perteneciente a las clases y grupos étnicos dominantes. Lo que la concepción pluralista procura es que la construcción de un horizonte común de sentido se realice a partir de los paisajes trazados por las distintas culturas existentes y no al margen de ellas.

De ahí la centralidad otorgada a la presencia de instituciones y jurisdicciones indígenas en pie de igualdad con el resto de jurisdicciones ordinarias (art. 199). De ahí la necesidad de que los «derechos fundamentales» civiles, políticos y sociales que todos sin exclusión deben respetar, no sean vistos sin más como imposiciones unilaterales de un actor social en detrimento del resto, sino como expresión de un diálogo constante entre culturas y de una permanente actualización del derecho de autodeterminación de los pueblos, incluidos los indígenas.

Evidentemente, la viabilidad de una apuesta normativa e institucional de este tipo no depende principalmente de las bondades «técnicas» de la Constitución ni pueden confiarse a la buena voluntad de los actores involucrados. Las cuestiones jurídicas, como recordaba Lassalle, son ante todo cuestiones de poder. Y una democracia pluralista que, al tiempo que cuestiona una forma de organización culturalmente excluyente, abre nuevos espacios de decisión en torno al trabajo, la producción, el consumo, o los recursos naturales y energéticos, comporta transformaciones sociales enormes que no pueden ser aceptadas por quienes se benefician del estado actual de cosas.

Por ello las alarmas no han tardado en saltar. En Bolivia, como demuestran las múltiples exhibiciones de desobediencia «incivil» protagonizadas por la oposición y por los representantes de los departamentos más ricos, pero también fuera de ella donde el proceso de democratización en curso ha puesto en guardia a los corifeos del status quo.

En el caso español, no han faltado las voces que, aprovechando la tribuna que con generosidad les ofrece la prensa respetable, han puesto el grito en el cielo, afirmando por ejemplo que la Constitución boliviana pretende situar «los usos y costumbres de 35 grupos autóctonos en pie de igualdad con la legislación cosmopolita del hombre blanco». Según esta sutil lectura, se injertaría en el Estado una «sharía precolombina» dispuesta a imponerse por vía «autoritaria y sangrienta» sobre la Bolivia inscrita en la tradición «liberal-individualista de Occidente».

Más que cosmopolitismo, este tipo de declaraciones reflejan un tosco provincialismo que, más allá de su implícito racismo y de su escasa cultura histórica, ni siquiera hace honor a lo mejor de la tradición «liberal-individualista». Mucho más cuando no sólo Bolivia, sino un total de 143 estados, entre ellos el español, acaban de acordar, en septiembre de este año, la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas. Esta Declaración reconoce, con un ánimo cosmopolita de cuño muy diverso, que los pueblos indígenas en tanto que «iguales a todos los demás pueblos», tienen derecho a la libre determinación y gozan del «derecho a ser diferentes»; que «tienen derecho a conservar y reforzar sus propias instituciones políticas, jurídicas, económicas, sociales y culturales»; así como a «practicar y revitalizar sus tradiciones y costumbres culturales» ya que el respeto «de los conocimientos, las culturas y las prácticas tradicionales indígenas contribuye al desarrollo sostenible y equitativo».

Vistas así las cosas, es comprensible que lo que está ocurriendo en Bolivia genere hondo desasosiego no sólo entre las oligarquías locales y sus aliados sino también más allá del Atlántico y, sobre todo, más acá de los Pirineos. Y ello no sólo por los jugosos intereses que las empresas españolas puedan tener en los recursos naturales y energéticos de América Latina. Hay otras razones: se trata de un proceso que está dejando al descubierto el carácter excluyente de las actuales democracias «de baja intensidad», la escasa sensibilidad plurilingüística y plurinacional de las cuales, o las consecuencias nefastas de su privatización de ciertos servicios y recursos básicos, obliga a ablandar las barbas de quienes se han instalado cómodamente en el relato angelical de la «transición» y de las bondades de la monarquía parlamentaria. Por eso, con sus límites y errores, es importante asomarse al espejo de Bolivia. Porque refleja cosas que nos conciernen.

Marco Aparicio Wilhelmi y Gerardo Pisarello son profesores de Derecho Constitucional en las Universidades de Girona y Barcelona, respectivamente.