La luna de miel fue escasa. Bolivia parece haber vuelto rápidamente a su rutina de los últimos años: las peleas regionales y la tensión entre oficialismo y oposición y la intermitencia de conflictos corporativos que, cuando coinciden en el tiempo, dan esa imagen de caos que a veces es la única que se conoce en […]
La luna de miel fue escasa. Bolivia parece haber vuelto rápidamente a su rutina de los últimos años: las peleas regionales y la tensión entre oficialismo y oposición y la intermitencia de conflictos corporativos que, cuando coinciden en el tiempo, dan esa imagen de caos que a veces es la única que se conoce en el exterior. Hoy se suma la polarización del país entre dos visiones antagónicas. El gobierno de Evo Morales alienta un proyecto nacionalista que combina el viejo sueño nacional-popular latinoamericano (con sus mitos y realidades) y las reivindicaciones de descolonización de la sociedad promovidas por el indianismo. Frente a ello, la oposición encarna una cruzada en defensa de las instituciones democráticas y el estado de derecho supuestamente secuestrados por el «populismo autoritario» del mandatario indígena. Nada nuevo bajo el sol. Es la historia de Bolivia y de Latinoamérica, que enfrentó sucesivamente a liberales contra antiliberales, con diferentes formas y ropajes.
Hoy esta batalla se encarna al interior de la Asamblea Constituyente. Tanto la derecha como la izquierda saben que lo que allí se decida marcará la política boliviana en los siguientes años, de ahí la intensidad de la disputa y la dificultad para llegar a consensos. El sociólogo Carlos Laruta ve el peligro de una «esencialización de las visiones políticas, con el efecto de una repolarización del país y el riesgo de reaparición de los péndulos regionales, con un aumento de las movilizaciones y medidas de fuerza tanto en el oriente como en el occidente». Pero sólo analistas abiertamente conservadores como Cayetano Llobet creen que el gobierno indígena podría seguir el destino de sus sucesores: el abandono anticipado del poder.
Ante una potencial «venezualización» del país, Evo Morales tiene una fuerza social considerable e incondicional, casi «militar», la de los campesinos e indígenas, y cuida ese apoyo casi con obsesión. Cada semana viaja al campo con algún regalo bajo el brazo: hospitales, escuelas, caminos, planes de alfabetización, carnetización, etc… allí se puso el acento en las políticas públicas y allí también hay más de 1600 médicos cubanos atendiendo a quienes siempre estuvieron fuera del horizonte visual del Estado. Es en los campesinos en los que Evo Morales realmente confía –y dentro de éstos los más alineados son los cocaleros del trópico de Cochabamba-. Los sectores urbanos son considerados «invitados» dentro del gobierno. Por eso no es casual que una gran parte de la bancada constituyente del Movimiento al Socialismo (MAS) -considerado el «instrumento político de los sindicatos»- provenga de esas bases campesinas. Las fuerzas armadas «nacionalistas» son seducidas a menudo para que se sumen a la «revolución democrática y cultural», junto a los empresarios «patriotas», en una suerte de reedición de la alianza de clases nacionalista revolucionaria de los años ’50. En el plano institucional, en estos ocho meses de Morales en el poder, el Parlamento brilló por su ausencia y las principales medidas de gobierno fueron tomadas por decreto.
«En la época neoliberal la gobernabilidad se sustentaba en cuatro poderes fácticos: partidos políticos, empresarios privados, Iglesia y organismos internacionales. Hoy la gobernabilidad se basa en los movimientos sociales, Evo Morales no tiene prácticamente apoyo de estos viejos poderes», dice el asesor presidencial Walter Chávez. Y agrega que, «ante la falta de legitimidad, el bloque conservador -liderado por Podemos, del ex presidente Jorge «Tuto» Quiroga- se refugia en el regionalismo».
Por ahí está viniendo, sin duda, la munición más gruesa contra la política del MAS. Hasta ahora la posición del gobierno frente a estos sectores se adecuó a relaciones de fuerza coyunturales: en marzo pasado, al aprobar la Ley de Convocatoria a la Asamblea Constituyente y el referéndum autonómico, predominó la tesis vicepresidencial de la «salida pactada». Así, se dijo que el MAS votaría Sí a la autonomía y la nueva Constitución se aprobaría por dos tercios. Pero el presidente Morales no tardó en desandar los acuerdos. Primero adelantó que votaría No a las «autonomías de la burguesía» y luego comenzó a relativizar los dos tercios y a defender la mayoría absoluta, con la que cuenta el partido de gobierno. La reacción fue el paro cívico del viernes pasado en Santa Cruz, Tarija, Beni y Pando, que mostró una fuerte capacidad de movilización regionalista pero, por primera vez, erosionada por la resistencia de los movimientos sociales.
Hay coincidencia, dentro y fuera del palacio, en que el éxito o el fracaso de la gestión de Evo Morales se va a decidir en su capacidad para avanzar en la nacionalización e industrialización del gas y del petróleo, a paso lento por las dificultades de gestión propias más que por el boicot externo. Ahí están los recursos para satisfacer a una población que hoy se entusiasma con tener a una cara morena en el Palacio Quemado pero que comienza a reclamar más atención a sus penosas condiciones de vida. Según las encuestas, Evo Morales tiene una adhesión popular del 64 por ciento. Era del 80 por ciento en mayo, cuando se ocuparon los campos petroleros con las FF.AA.