La nueva Constitución Política del Estado aprobada con casi el 60 por ciento de los votos en el referendo del domingo 25, no es, sin embargo, «completamente legítima». ¿Quién dice eso? ¿Los jefes de la «media luna», la derecha opositora? No, lo dice el vicepresidente de la República, Alvaro García Linera, quien, el domingo por […]
La nueva Constitución Política del Estado aprobada con casi el 60 por ciento de los votos en el referendo del domingo 25, no es, sin embargo, «completamente legítima». ¿Quién dice eso? ¿Los jefes de la «media luna», la derecha opositora? No, lo dice el vicepresidente de la República, Alvaro García Linera, quien, el domingo por la tarde, declaró que, para ser considerada «completamente legítima», la Constitución debía aprobarse «en todos los departamentos» (El País, 26/1).
Como ni García Linera, ni nadie, podía pensar que la Constitución sería aprobada en todos los departamentos (el No ganó en Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija, y al cierre de esta edición peleaba voto a voto con el Sí en Chuquisaca), los dichos del vicepresidente apuntan obviamente a preparar un nuevo acuerdo con la derecha, otro pacto.
En efecto: «Unos y otros esperan ahora la apertura de un proceso de negociaciones políticas respecto de las autonomías, en el que la oposición se verá reforzada» (ídem). En el mismo sentido se manifestó el ministro de Agricultura, Carlos Romero, quien, al tiempo de votar, dijo: «Luego de la consulta electoral de hoy y sus resultados, es posible negociar y tomar acuerdos entre las partes» (La Haine, 26/1).
La Constitución aprobada, se debe recordar, no es la que produjo la Asamblea Constituyente sino la que surgió de las componendas parlamentarias del oficialista MAS con la derecha; en ese sentido es completamente ilegítima. Ahora, para que aun ese texto de coincidencias con los derechistas pueda aplicarse, deberá dictarse por lo menos un centenar de leyes con la actual composición del Congreso, por lo menos hasta que se elija una nueva Legislatura. García Linera y el ministro Romero le proponen a la derecha un nuevo acuerdo, para evitar que se llegue a nuevas elecciones.
En otras palabras: la entregada apenas comienza.
La negociación que viene
Los cálculos no son definitivos por la lentitud del escrutinio, pero el lunes 26 por la noche el gobierno perdía entre un 10 y un 15 por ciento de sus votos en relación con los obtenidos el año pasado, en el referendo revocatorio que ratificó a Evo Morales en la presidencia. En Santa Cruz, bastión de los «cívicos», Morales había conseguido en 2008 un espectacular 41 por ciento. Ahora, allí logró sólo poco más del 35 por ciento.
La abstención cayó ahora a un piso histórico: menos del 15 por ciento. Los votos en blanco o nulos no superaron el 2 o el 3 por ciento. Esto es: una franja de votantes que en el pasado sufragó a favor del MAS ahora lo hizo por el No.
El periodista Sebastián Ochoa, enviado especial de Página/12, observa el fenómeno y lo refleja en la entrevista a un votante, Orlando Guzmán Sandoval, quien votó por el MAS en todas las elecciones anteriores y ahora lo hizo por el No: «Hoy querían hacernos votar por un límite de tierra. Pero no sirve de nada porque la nueva Constitución respeta a los latifundistas que ya están» (26/1). Es un rechazo de la Constitución indigenista desde la izquierda.
Ahora, la derecha tradicional, dividida y quebrada después de la movilización popular que le frenó el intento de golpe en el invierno pasado, ha vuelto a dividirse. El prefecto de Tarija, Pedro Cossío, y el de Beni, Ernesto Suárez, subrayaron la necesidad de «renegociar» otra vez la Constitución, en línea con la propuesta del vicepresidente. En cambio, el de Santa Cruz, Rubén Costas, y la de Chuquisaca, Sabina Cuéllar, hablan de «impedir» que el nuevo texto constitucional se aplique en sus departamentos.
La posición del jefe fascista cruceño, Branko Marinkovic, es notable: «Hay un gran empate nacional que sólo puede ser resuelto con un gran acuerdo nacional» (Clarín, 26/1). Ése es el que organizó la ocupación violenta de edificios públicos cuando el levantamiento derechista, al tiempo que llamaba a «derrocar al indio de mierda». El que haya bajado el copete de semejante modo da la medida, primero, de la paliza que sufrieron a manos de la movilización popular; segundo, de la inviabilidad histórica y política del separatismo cruceño que se ha visto reflejada en la política práctica. Por eso, llamativamente, coinciden ahora Marinkovic y García Linera.
Por su parte, la representante presidencial en Santa Cruz, Gabriela Montaño, declaró aún antes de que se votara: «Salga el escenario que saliera del referendo constitucional, lo fundamental es establecer una vía de diálogo… no es posible un consenso total porque hay intereses contrapuestos, pero creemos que es posible establecer un marco de consenso para las relaciones entre las regiones y el gobierno central, que sea aceptable para todos» (El País, 26/1).
Lo que quedó de la «refundación»
El gobierno de Evo Morales anunció con bombos y platillos que con la nueva Constitución «se refunda Bolivia». Es un mito tan falso como la utopía de una sociedad de pequeños propietarios, de campesinos parcelarios, en tiempos de la gran industria y de los gigantescos mercados mundiales.
Pero esta Constitución particularmente es un fraude muy especial. Por ejemplo, ha hecho votar al pueblo si el límite de la propiedad agraria debía ser de cinco o de diez mil hectáreas. Abrumadoramente, el 80% votó por no más de cinco mil; o sea que hasta los votantes de la derecha están contra el latifundio. Pero esa disposición afecta sólo a las propiedades que se constituyan de ahora en más, no a la estructura agraria existente. Así, las haciendas de 100 mil hectáreas o más que abundan en el oriente, los enormes latifundios intocados por el «socialismo militar» de los años 30 e incluso por la revolución de 1952, ahí permanecerán. Aún así la oligarquía ha señalado su preocupación de que se produzcan ocupaciones de tierras en los latifundios de más de 5 mil hectáreas.
Por supuesto, un texto constitucional no puede cambiar nada que no haya sido cambiado en la realidad, por medio de la lucha de clases. Una reforma agraria, ya no una revolución en el campo, es una medida democrática pero, ante todo, un acto de fuerza que precede a la legislación que habrá de darle respaldo jurídico. Después de todo, la Constitución Política del Estado vigente hasta ahora también rechazaba el latifundio y con más legitimidad que la actual, porque después de todo aquélla fue producto, distorsionado o no, de la revolución del ’52.
Pero, más allá de cualquier consideración sobre el vínculo entre la política y el derecho, aquí se tiene que el latifundio y la opresión de los pueblos indios de Bolivia son convalidados por un gobierno que se declara indigenista. Algunos dicen que se trata de una traición a lo que han proclamado durante décadas los movimientos indigenistas y el propio Evo Morales. Sin embargo, es mucho más que una traición: es una confesión de impotencia, de inviabilidad histórica.
Por eso la Constitución aprobada el domingo no es legítima, aunque no por las razones enarboladas por García Linera para explicar el nuevo pacto que prepara con la derecha.
El indigenismo de Morales es profundamente reaccionario en cuanto propugna un retorno imposible a las formas precapitalistas de producción. Por eso, él representa al viejo incario, al que no resistió a la invasión de los conquistadores y fue tras ellos de la mano de los kurakas, de los caciquejos. Un indigenismo revolucionario debe expresar al movimiento campesino en cuanto clase-nación, para ir, bajo la dirección del movimiento obrero, hacia el gobierno de los trabajadores, el gobierno obrero campesino, la dictadura del proletariado. Esa es la vía de la emancipación nacional y social del movimiento indio, del movimiento campesino de Bolivia y de América Latina.