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Bolivia y la nacionalización de los hidrocarburos: ¡tantas cosas por aprender!

Fuentes: Rebelión

Bolivia acaba de dar una lección de ejercicio de soberanía y se ha convertido en un ejemplo a seguir para otros países que, como él, se encuentran entre los más empobrecidos del mundo y, al mismo tiempo y como muchos de estos últimos, entre los que más riquezas naturales poseen. Bolivia acaba de demostrar que, […]

Bolivia acaba de dar una lección de ejercicio de soberanía y se ha convertido en un ejemplo a seguir para otros países que, como él, se encuentran entre los más empobrecidos del mundo y, al mismo tiempo y como muchos de estos últimos, entre los que más riquezas naturales poseen.

Bolivia acaba de demostrar que, frente al poder de las transnacionales, puede y debe imponerse la razón de Estado, esto es, las políticas que promueven aquello que redunda en interés y utilidad de la república y sus ciudadanos. Y que esa razón de Estado es tanto más poderosa y más perentorio el recurso a la misma cuanto mayor es la miseria en la que viven esos pueblos mientras las transnacionales, en connivencia con gobernantes corruptos, expolian sus riquezas.

Bolivia acaba de poner en evidencia a todos los que piensan que los Estados y sus intereses no pueden ni deben estar por encima de las empresas transnacionales y sus beneficios; a todos los que la miraron con desprecio y profetizaron sobre la inviabilidad de un ultimátum destinado a modificar un estado de cosas tan injusto como sangrante; a todos los que pensaban que los pueblos pobres no tienen derecho a la dignidad y, mucho menos, a exigir de los demás un trato digno.

Bolivia acaba de demostrar que los derechos de propiedad, igual que los establece y garantiza el Estado, pueden ser revertidos por ese mismo Estado cuando atentan gravemente al interés general; que en una economía nada es intocable, que todo es alterable; que la economía no funciona con leyes naturales ni constituye un orden superior que puede imponerse sobre los ciudadanos y reclamar, desde allí, su intangibilidad.

Bolivia acaba de enseñar al mundo que voluntad política y respaldo popular son elementos suficientes para vencer las resistencias, las amenazas y los chantajes de las empresas transnacionales y de los gobiernos que, vergonzosamente, les ofrecen cobertura diplomática.

Y todo esto lo ha hecho Bolivia en menos de diez meses de gobierno de su primer dirigente indígena y frente a uno de los poderes difusos más importantes del planeta: la industria petrolera.

Repsol-YPF, España y Bolivia: crónica de un desencuentro permanente.

Todas esas lecciones las ha dado Bolivia a pesar del desprecio con el que desde el mundo desarrollado occidental y, en concreto, desde España se contempló el anuncio que el 1 de mayo realizó Evo Morales sobre el inicio del proceso de nacionalización de los hidrocarburos y el establecimiento de un plazo de 180 días para que las empresas transnacionales que operaban en el sector migraran sus contratos en vigor -generalmente, de riesgo compartido- hacia contratos de servicios.

¿Cómo se atrevían esos «indígenas» (por no utilizar algunas de las palabras malsonantes que por entonces se escucharon) a pensar que eso podía ser lo mejor para su país? ¿Cómo pretendían encontrar una salida a la pobreza sin la ayuda de las transnacionales que los saqueaban? ¿Cómo se planteaban que el camino al desarrollo podía pasar por los mismos cauces que los países más avanzados del planeta habían transitado muchas décadas atrás y que, ahora, desde su cómoda posición condenaban por intervencionistas?

Pues bien, la decisión se tomó; el ultimátum se planteó y, desde ese momento, la pelota quedaba en el tejado de las empresas transnacionales.

Una de ellas, Repsol-YPF, emprendía una furibunda campaña contra las legítimas intenciones del gobierno boliviano orquestada a través de los medios de comunicación que tan serviles se muestran a los intereses de quienes les aportan ingentes cantidades de dinero en publicidad. Y, lo que es más grave, respaldada por el propio gobierno español que no paró mientes en convertir en generales lo que no eran sino intereses particulares de una empresa transnacional cuyo capital es, para mayor vergüenza ajena, mayoritariamente extranjero.

La sucesión de desencuentros entre la empresa transnacional y el gobierno boliviano durante el periodo de 180 días que aquélla ha tenido para adaptarse a la nueva normativa acabó, en algunos casos, convirtiéndose en objeto de atención de la justicia de aquel país. Y, sistemáticamente, cada vez que ésta intervenía se producía la reacción de las autoridades españolas cuestionando tanto su independencia como la existencia de una verdadera democracia en Bolivia. Para el recuerdo quedan, en este sentido, algunas memorables declaraciones del ministro español de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, de las que ya en su momento nos ocupamos.

Pero, al mismo tiempo y para que no todo fuera tensión, el ejecutivo español trataba de allanar el terreno con reiterados viajes y llamadas de diferentes ministros y altos cargos de su diplomacia en un intento por convencer al gobierno boliviano de que en España podía encontrar un aliado estratégico de primera línea y que todo ello pasaba por un tratamiento de favor para Repsol-YPF.

Mientras, ésta seguía en sus trece y amenazaba con retirarse de Bolivia y llevar el caso ante los tribunales de arbitraje internacionales; denunciaba la persecución judicial a la que, a su entender, estaba siendo sometida desde la Fiscalía boliviana; y, ya últimamente, su presidente, Antoni Brufau, reclamaba la ampliación del plazo para la negociación de los nuevos contratos.

De todo ello debe deducirse, por lo tanto, que Repsol-YPF tenía un elevado interés por continuar con su actividad en Bolivia; en caso contrario, habría bastado con que hubiera abandonado el país desde el momento en que se le informó de que iban a modificarse las condiciones bajo las que venía operando. Y, evidentemente, ese interés solo podía ser producto de que los beneficios que obtenía en Bolivia eran lo suficientemente importantes como para justificar sus actuaciones y, al mismo tiempo, implicar al gobierno español en la defensa de sus intereses.

El nuevo contexto del sector de hidrocarburos en Bolivia.

Pues bien, por fin el pasado 28 de octubre concluyó el plazo para la adaptación de los contratos de las transnacionales al decreto de nacionalización de los hidrocarburos y las 10 empresas del sector con presencia en Bolivia, incluidas las dos más importantes -Petrobras y Repsol-YPF-, decidieron acatarlo y cambiar sus contratos de riesgo compartido a contratos de prestación de servicios.

De esa forma, las transnacionales han perdido sus derechos de propiedad sobre los hidrocarburos en las distintas fases del proceso y han pasado a convertirse en meras operadoras al servicio de la empresa estatal Yacimientos Petroleros Fiscales Bolivianos (YPFB) a cambio de una retribución variable sobre los ingresos del negocio.

La distribución de la renta derivada de la explotación y venta de los hidrocarburos queda ahora de la siguiente forma: un 18% en concepto de regalías (es decir, el porcentaje de los ingresos que se paga al propietario del recurso por permitir su explotación); un 32% en concepto de Impuesto Directo de Hidrocarburos (IDH) -ambos impuestos ya existían desde 2005-; y a ellos se suma ahora un impuesto del 32% que deberán pagar aquellas empresas que operan en los grandes campos del país con producción superior a los 100 millones de pies cúbicos diarios certificada en 2005 (San Alberto y San Antonio; los otros grandes campos son Margarita, Itaú e Incahuasi); en el resto de campos -mucho menores, la mayor parte de carácter marginal y destinados a la producción de petróleo y gas para el mercado interno-, los impuestos se mantendrán en el 50%, esto es, regalías más IDH.

Evidentemente, son las empresas más importantes y con mayor presencia en el país (Petrobras, Repsol-YPF y TotalFinaElf) las que operan bajo la forma de consorcios en esos grandes campos y, por lo tanto, a las que corresponderá pagar un mayor porcentaje de impuestos; aunque también es cierto que el cálculo de esos impuestos es variable a lo largo del tiempo y dependerá de las condiciones de explotación, las inversiones efectuadas y los precios del gas.

En cualquier caso, las condiciones concretas pactadas en los contratos no se han hecho públicas aún porque deben ser remitidos al Congreso boliviano para que éste proceda a ratificarlos. Acto de ratificación que, por cierto, no había tenido lugar para los contratos con los que las transnacionales venían operando hasta estos momentos y que provocaba que carecieran de validez jurídica y fueran totalmente inconstitucionales, según sentencia del propio Tribunal Constitucional boliviano.

Hasta que se produzca la ratificación existirán incertidumbres sobre ciertas cuestiones importantes como pueden ser la propia duración de los contratos o el que las empresas puedan contabilizar como suyas las reservas probadas de los campos en los que opera; posibilidad que ha negado el ministro de Hidrocarburos, Carlos Villegas, contradiciendo las declaraciones del presidente de Petrobras.

También existen dudas sobre la posibilidad de que las empresas puedan recurrir a tribunales de arbitraje internacionales, si bien el mismo ministro ha afirmado que aquéllas han tenido que aceptar que La Paz sea la sede en la que se habrán de dirimir todos los procesos de arbitraje y que, por lo tanto, deberán someterse a la justicia boliviana. Esta circunstancia, de ser cierta, constituiría un importantísimo precedente y un ejemplo a seguir para todos los países en vías de desarrollo en sus negociaciones con este tipo de empresas habida cuenta de que una de las imposiciones más perversas a la que suelen recurrir las mismas es, precisamente, llevar al ámbito internacional de la justicia que «imparte» el Banco Mundial, sede del CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones), cualquier disputa con los países en los que se instalan.

En cualquier caso, de lo que no cabe duda es que los efectos sobre las arcas públicas bolivianas van a ser más que significativos. Si la introducción del IDH en 2005 provocó un aumento de los ingresos fiscales derivados de los hidrocarburos de unos 250 a unos 900 millones de dólares anuales, tan sólo para este año se espera que el monto se eleve, como consecuencia de la nueva legislación, hasta casi los 1.200 millones de dólares, triplicándose los ingresos procedentes de las petroleras. Es más, según el ministro Villegas, en una proyección que consideró conservadora, se estima que los ingresos del Estado boliviano por exportaciones de gas en los próximos 20 años podrían llegar a los 67.000 millones de dólares. De hecho, durante las próximas tres décadas, el Estado espera obtener, por término medio, un 70% del valor bruto de la renta petrolera mientras quedaría para las empresas el 30% restante.

Y de lo que tampoco cabe dudar, visto el desarrollo de los acontecimientos, es que, a pesar de las nuevas condiciones, los hidrocarburos bolivianos continúan siendo un buen negocio para las empresas del sector habida cuenta de que la totalidad de las que operaban en el país han firmado los nuevos contratos.

Circunstancia que, por otra parte, no es de extrañar dado que, frente a las excepcionales ganancias que estaban alcanzando esas empresas en Bolivia, lo que la nueva normativa viene a instaurar es una tasa de beneficios similar a la obtenida en otros países. Baste recordar que, como afirmaba ufano un directivo de una de estas compañías, mientras que en este sector se considera que la rentabilidad es buena cuando la relación entre beneficios e inversión es de tres a uno, en Bolivia esa relación era de diez a uno.

En definitiva, quiere decirse con ello que el margen de beneficios del que disfrutaban les permitía asumir recortes importantes sobre los mismos sin poner en riesgo su viabilidad. Tanto más cuando gran parte de las inversiones efectuadas se encuentran ya amortizadas, como reconocía el ministro brasileño de Hidrocarburos, y, por lo tanto, todos los ingresos obtenidos a partir de ese momento son ganancias líquidas. Es más, el propio director de Petrobras afirmaba que, aún bajo las nuevas condiciones, las ganancias para su compañía están garantizadas y esperan obtener una rentabilidad por encima del 15%, muy superior al coste del capital invertido.

Ello explica que, no sólo no se hayan ido sino que, además, hayan comprometido más de 3.500 millones de dólares en nuevas inversiones a ejecutar entre 2007 y 2010 y, de los cuales, 1.000 millones corresponden a Repsol-YPF, esto es, un monto similar a la inversión que actualmente habían realizado en el país. Curiosamente, esos 3.500 millones de dólares suponen una inversión superior a la que realizaron durante el periodo 1996-2004 cuando controlaban a voluntad los recursos.

El que no se consuela es porque no quiere.

De todo lo anterior se concluye que lo que ha ocurrido, simplemente, es que la situación del sector de los hidrocarburos en Bolivia se ha recompuesto y una gestión adecuada del mismo puede convertirse en la palanca que permita que ese país solucione definitivamente la situación de pobreza en la que vive la mayor parte de sus ciudadanos.

La gestión que del proceso de nacionalización ha realizado el ejecutivo boliviano, con el presidente Morales a la cabeza es, en este sentido, digna de admirar. De hecho, y por primera vez, ha concitado el elogio y la aprobación de hasta sus más acérrimos opositores políticos nacionales; algunos de ellos, paradójicamente, responsables y defensores del estado en el que se encontraba el sector y que ahora no dudan en reconocer que este proceso de nacionalización ha devuelto la dignidad al pueblo boliviano.

Una dignidad que se ha recuperado, para más inri, frente al poder de empresas como Repsol-YPF, cuyo capital social es varias veces superior al producto interior bruto boliviano.

Porque, ¿a cuento de qué ha venido tanto ruido durante estos 180 días cuando las opciones estaban tan claras? O se asumían las condiciones generales impuestas por el decreto de nacionalización, negociando lo más favorablemente posible los detalles del proceso, o se procedía a abandonar el negocio tratando de recuperar la inversión en los tribunales de arbitraje internacionales. No había más. Bueno sí, dos cosas muy evidentes: una, que una empresa de hidrocarburos sólo puede operar allí donde hay hidrocarburos; y dos, que el precio de éstos irá indudablemente en aumento conforme vayan agotándose sus reservas. Así que no es muy difícil imaginar que en la mente de los directivos de Repsol-YPF rondara desde el primer momento la idea de que más valía un mal negocio que perderlo completamente.

Por otro lado, ¿por qué tanta alharaca para acabar afirmando, como lo hacía Brufau, que el nuevo contrato «tendrá poco impacto» en la empresa? ¿Es que eso no lo sabían cuando se publicó el decreto de nacionalización que han tenido que acabar aceptando?

Pero, además, ¿hasta dónde puede llegar la desfachatez cuando, tras esas declaraciones, afirma que, de tener algún impacto, éste «será positivo, porque permitirá inversiones con la seguridad jurídica necesaria»? Si el impacto iba a ser positivo, ¿por qué no aplaudieron alborozados cuando conocieron el contenido del decreto?

Y es que, en este mundo al revés, resulta que durante los años que las transnacionales han estado operando en el país bajo contratos inconstitucionales nunca les pareció que se desenvolvieran en un clima de inseguridad jurídica. Bastó con que la situación se quisiera regularizar por parte del nuevo gobierno para que, de repente, todo el mundo cuestionara la seguridad jurídica del país. Y, ahora, tras la firma de los nuevos contratos, resulta que esto era, finalmente, lo mejor que les podía haber ocurrido. No me negarán que no es paradójica la evolución de los acontecimientos y los discursos.

Frente a tanta insania, y terminando este artículo como lo empezaba, Bolivia acaba de demostrar al mundo globalizado que la soberanía nacional sigue existiendo y puede utilizarse para frenar el poder de los poderosos cuando se es capaz de jugar tan fuerte como ellos y con sus propias reglas. Y, que nadie se llame a engaño, eso no significa ser como ellos; sobre todo cuando, como Bolivia, se actúa desde la dignidad y con la legitimidad que otorga, no el poder del dinero, sino un pueblo que reclama algo tan simple como el derecho a no morir de hambre.

Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y colaborador habitual de Rebelión.

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