A 18 años de la Guerra del Agua -aquel momento histórico que inauguró los tiempos de la Bolivia Rebelde, de las grandes movilizaciones populares que cimbraron el orden neoliberal-, y después de 12 años de gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) -en los que se restituyó un nuevo orden dominante-, en Bolivia nos está costando […]
A 18 años de la Guerra del Agua -aquel momento histórico que inauguró los tiempos de la Bolivia Rebelde, de las grandes movilizaciones populares que cimbraron el orden neoliberal-, y después de 12 años de gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) -en los que se restituyó un nuevo orden dominante-, en Bolivia nos está costando rearticular luchas fértiles y actualizar perspectivas útiles que nos permitan ver más allá del tan limitado, pobre y sórdido campo político en el que se contrapone el gobierno y las élites racistas de este país.
Como ya es una constatación, el flamante Estado Plurinacional restauró el rol que asume como mediador del capital, continuador -ahora con el camino mucho más libre- de un agresivo modelo económico primario exportador. Para lo cual re-articuló a viejas y nuevas clases dominantes en torno suyo -incluido lo más rancio: la oligarquía terrateniente-agroindustrial del oriente-. Sin embargo, a diferencia del neoliberalismo, este gobierno logró dicho cometido al asumir tendencialmente una función parasitaria, que se fue nutriendo de la fuerza, discurso, experiencia y capacidad política de las luchas que las organizaciones sociales -urbanas y rurales- construyeron durante años en la búsqueda de sus propios y múltiples horizontes de transformación; y lo hizo reactualizando formas brutales de misoginia, represión y tutela.
Entre noviembre de 2017 y enero de 2018, Bolivia se sumergió en un momento particularmente complejo. El 28 de noviembre el Tribunal Constitucional Plurinacional, controlado por el oficialismo, habilitó a Evo Morales para una tercera reelección -por medio de un artificioso recurso jurídico que argumenta que la Constitución Política del Estado violenta los derechos políticos del presidente al no permitir que vuelva a presentarse a una nueva elección presidencial-, desconociendo con ello los resultados del Referendo vinculante del 21 de febrero de 2016 -promovido por el mismo gobierno- en el que ganó la opción del No a la modificación de la carta magna para permitir dicha re-elección. Unos días después, el 3 de diciembre, la indignación frente a dicha habilitación se expresó en las elecciones judiciales, imponiéndose a nivel nacional el voto nulo y blanco frente al voto válido, con porcentajes superiores al 60%.
En este contexto también se objetó la promulgación del nuevo Código Penal impulsado por el ejecutivo. Diversos sectores consideraron esta normativa como atentatoria a algunos intereses civiles y gremiales, desde la tipificación de nuevos crímenes -por ejemplo, en la práctica de algunas profesiones como la medicina o el derecho-, hasta la posibilidad de un ejercicio discrecional -no mediado por la justicia- de los aparatos represivos del Estado en ciertos casos que previamente debían pasar por filtros jurídicos; pasando por el incremento promedio de las penas para la sociedad civil y disminuyendo las condenas para los crímenes cometidos por funcionarios públicos, además de una clara intención de criminalizar la protesta social. Y si bien también era posible encontrar artículos considerados «progresistas» respecto al Código Penal precedente -como los relacionados con la despenalización parcial del aborto-, lo cierto es que frente a la tendencia cada vez más autoritaria del gobierno y al desconocimiento por parte de éste de la CPE, el cuestionamiento al código penal pasó de un debate técnico a una impugnación política en la que ya no importó tanto el contenido mismo del código sino la indignación de la sociedad civil que se expresó en la consigna: «abrogación completa del código penal», lo que finalmente sucedió a finales de enero.
Ahora bien, la victoria del voto nulo y blanco en las elecciones judiciales y la abrogación del nuevo código penal como resultado de un país movilizado -expresando una legítima indignación por la manera en que el gobierno violentó los límites de la democracia formal que en otros momentos se jacta de promover- tuvo poca densidad orgánica y en buena medida se acopló en torno a sentidos y consignas provenientes de núcleos políticos que normalmente reconocemos como «derecha tradicional» -es decir, la élite política racista y clasista cuyo discurso es distinto al del gobierno, pese a que ambos actores políticos tienen un horizonte económico similar-.
Lo que generalmente en Bolivia reconocemos como una constelación de organizaciones sociales en lucha con horizontes políticos diversos, esta vez se presentó como una «sociedad civil» difusa, es decir, como unas élites políticas productoras de un discurso democrático conservador; unas clases medias ensimismadas, poco creativas y permeadas por ese discurso; mientras que los sectores populares históricamente contestatarios -aquellos que no están subordinados al MAS- aparecieron poco organizados y con escasa o nula capacidad de poner sobre la mesa de debate un horizonte que reivindique la autonomía política, la disputa por el excedente económico o cuestione la relación mando-obediencia que se sostiene en principios clasistas y/o racistas, como históricamente lo han hecho.
En otras palabras, existe una capacidad visible y efectiva de movilización social, pero que se presenta confusa y sin posibilidad de rebasar el discurso de oposición planteado por las élites políticas tradicionales del país -que gira en torno a una idea vacía de democracia formal-. Esta situación es resultado de dos hechos que se conjugan y han sido parte componente de la construcción hegemónica del MAS durante la última década. Por un lado, la expropiación de sentidos emancipatorios desde el ámbito estatal: el partido de gobierno se presenta como el único sujeto político con capacidad de conducir el «proceso de cambio», que no es más que una artimaña discursiva para legitimar un nuevo proyecto estatal dominante revestido de ornamentos folclóricos que aluden a lo «popular». Se ha consolidado, así, un enorme proceso de despojo político abierto después de la Masacre del Porvenir, conexo con la creciente tutela de cualquier sentido político disidente o mínimamente crítico.
Por otro lado, desde hace ya varios años, se ha impulsado una política de desarticulación inducida de las fuerzas sociales contestatarias y de sus diversas formas organizativas autónomas que, por lo general, se mostraron adversas al proyecto político y económico promovido por el MAS. Esto sucedió a través de la subordinación de estas estructuras al partido gobernante y/o a través de la intervención directa -y en algunos casos violenta- de las organizaciones que no se sometieron y disciplinaron, como sucedió con la CIDOB y el CONAMQ.
A efectos prácticos, lo anterior ha significado un desdibujamiento de la capacidad organizativa y prefigurativa de respuesta popular frente a la política estatal. Que a su vez logró aislar, fragmentar y devaluar la lucha de diversos pueblos que, de manera invisibilizada, resisten los embates directos de la política de despojo promovida a través de los mega proyectos extractivistas, energéticos y de comunicación, y que es en estas luchas donde subsisten con mayor fuerza horizontes comunitario-populares que reivindican prerrogativas de decisión autónoma para decidir sobre su vida y sus territorios.
Una estrategia eficaz del gobierno ha consistido en producir un escenario de polarización entre oficialismo y «derecha tradicional», logrando con esto, por un lado, enmascarar la similar alianza de clases que ambos sectores sostienen; así como invisibilizar los horizontes comunitario-populares y las luchas en contra de estas alianzas y planes que cuestionan el núcleo de la estructura dominante y procapitalista del Estado Plurinacional, catalogándolas como horizontes y luchas «funcionales» o «promovidas por la derecha».
Es decir, esta polarización, que viene operando como organizadora de la política boliviana en los últimos años, produce una apariencia desde la cual se visibiliza como relevantes a dos contrincantes que se enfrentan en el plano de lo estatal, mientras se encubre al «contrincante principal», que son todas aquellas organizaciones y luchas que desde abajo, desde las formas organizativas no estatales y cotidianas, impugnaron el orden neoliberal y ahora impugnan el modelo dominante del MAS.
Esta ausencia de sentidos que organicen posibles cursos de acción de lucha popular en esta coyuntura derivó en lo que considero dos posiciones poco fértiles -y que nuevamente nos arrinconan a la artificiosa polarización política-: 1) «frente a la captura por parte de la élite política tradicional racista de la movilización social, el mal menor es el gobierno»; o 2) «no importa cómo, incluso si es a lado de la ‘derecha tradicional’, el gobierno debe ser debilitado para hacer prevalecer la ‘democracia’ y el ‘Estado de Derecho'». Esta aparente, frustrante y paralizante dualidad se presenta, se promueve y se alimenta como el único horizonte posible en la política Boliviana. Nos enfrentamos, entonces, a un desafío significativo: producir sentidos críticos más allá de los que emanan de los núcleos de poder político.
Nos toca ser creativos en tiempos oscuros y difíciles. Nos toca darnos a la tarea de producir, actualizar y revitalizar sentidos críticos que no caigan en el lugar común de la frustración y despolitización. Nos toca romper con la hegemonía del discurso dominante que intenta dar forma y condicionar nuestro hacer político. Nos toca nombrar claramente a la dominación. Nos toca volver a construir, de a poco pero sin pausa, una agenda política emancipatoria que en adelante nos permita posicionarnos de manera potente frente a lo que sucede. También nos toca reconocer que no tenemos esa agenda en este momento, los pocos sentidos claros de resistencia durante los últimos años se han nutrido fundamentalmente de las luchas de pueblos indígenas frente a los proyectos de despojo, y si bien esas luchas deben ser potenciadas y también debemos trabajar sobre ello, no podemos poner sobre esos pueblos todo el peso de la historia, ni la responsabilidad de la transformación hacia adelante.
Pero para producir y actualizar una agenda de este tipo, que será resultado de un proceso histórico en el que se conjuguen la práctica y las palabras, tenemos que comenzar por resignificar y reinterpretar los códigos de lo que nos sucede, lo que nos amenaza y las dificultades a las cuales nos enfrentamos; no podemos hacerlo sin más desde las mismas claves que nos plantea la dominación.
Este proceso crítico y autocrítico pasa, entonces, por cuestionar una serie de presupuestos que parecen de «sentido común» o incuestionables, y más cuando esta realidad es interpretada desde aquella estéril polarización que abordamos anteriormente. Sin aspiraciones exhaustivas, a continuación reflexiono brevemente sobre algunas suposiciones que considero importante cuestionar en el ánimo de producir nuevas claves para una agenda política emancipatoria desde abajo.
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«Izquierda» y «Derecha» nos dicen poco. Ambos son conceptos históricos que en Bolivia tienen mucho arraigo y tradición. El ser de «izquierda», por lo menos entre 2000 y 2005, permitía identificar a sujetos políticos (personas, organizaciones y partidos) que se asociaban en torno a horizontes populares, algunos más comunitarios que otros, pero que claramente se confrontaban contra el orden neoliberal establecido. Mientras, por otro lado, la etiqueta «derecha» representaba el poder oligárquico, burgués y su élite política (principalmente blanca). Es cierto que existían varios matices, pero estos conceptos permitían identificar a los aliados -cercanos y lejanos- y a los enemigos de los que luchaban desde abajo.
En el presente estos conceptos han perdido su capacidad de organizar comprensivamente las determinantes del antagonismo social, la muestra de ello es la excesiva adjetivación de los cuales son objeto: «la derecha del MAS», «la derecha tradicional», «la derecha reciclada», «la derecha indígena», «la izquierda oligárquica», «la izquierda higiénica», «la izquierda infantil», «la izquierda opositora», «la izquierda estatal», «la izquierda popular», etc. Los adjetivos parecen decir más que los sustantivos. Quizá esto tenga que ver con la apropiación y auto-identificación de «izquierda» de un gobierno que recurre a discursos centrados en lo popular pero que promueve un proyecto que históricamente se reconoce como de «derecha»; y, segundo, porque una parte importante de la «izquierda» siempre fue anticomunitaria en su horizonte político estatal -en especial los partidos comunistas más ortodoxos-.
En este contexto es fundamental darnos a la tarea de repensar claves articuladoras frente a la dominación, para lo cual considero que es de vital importancia que estas surjan de haceres compartidos y no -por lo menos de manera primaria- de premisas ideológicas o nacionalistas-. Reconocernos en común frente a la dominación por: trabajar la tierra, trabajar en fábricas, construir proyectos centrados en garantizar la vida, producir resistencias colectivas frente al estado, el capital, el patriarcado, etc. Nuestro reconocimiento frente al otro como aliado o antagónico no debe depender tanto de si se defiende más a un autor o a una idea teórica, sino a la calidad y profundidad de relaciones y haceres que sostienen sentidos disidentes, inconformes y de subversión.
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El MAS es el menos… malo. Si hay algo que no pudo hacer el neoliberalismo es lo que el MAS si logró durante esta década: quebrar la fuerza popular que frenó el embate de ese modelo socioeconómico, abriendo la senda para un impulso agresivo y sin precedentes del capitalismo en el país. En buena medida esto fue posible gracias a una política sostenida en la prebenda y el asistencialismo, política vigorosa durante varios años gracias a los recursos generados por la exportación de materias primas a precios elevados, lo que, junto al discurso de «izquierda», permitió contener y desarticular la potencia de lo popular no estatal.
Sin embargo, la frustración política y el propio discurso del MAS nos plantea que el actual gobierno es «lo menos malo» frente al posible retorno, con paso de parada, de una «derecha neoliberal», es decir, aquellos que están al otro lado de la polarización producida y recreada por el mismo gobierno.
Frente a esta afirmación toca considerar dos cosas: 1) la posibilidad del retorno de esta élite política tiene más que ver con la desarticulación inducida desde el Estado que sufrieron las organizaciones sociales que en otros tiempos impusieron límites al proyecto dominante. En otras palabras, es el propio gobierno, su política cada vez más autoritaria y su modelo económico y prebendal, el que abrió las puertas para un retorno rimbombante de sujetos neoliberales que ya habían sufrido una muerte política… no es la gente confundida o la sociedad en decadencia, como afirman los gobernantes. 2) Así esa vieja élite política no retorne al gobierno y el MAS se mantenga en el poder, los hechos del presente nos demuestran que el horizonte estatal en manos del gobierno actual es cada vez más antipopular y procapitalista, lo que nos permite observar una coincidencia de proyectos entre las élites políticas supuestamente enfrentadas; el horizonte político no es «mejor» ni «menos malo» así el MAS se sostenga en el poder.
En este sentido, considero que una agenda desde abajo, disidente y popular -más que abordar una discusión escolástica sobre si el MAS es el partido «menos malo»- debe concentrarse en desplegar nuestra energía en torno al resguardo de lo que tenemos, no se puede conceder más, debemos cuidar nuestras fuerzas, cuidarnos colectivamente; cuidar nuestras fuentes de subsistencia y su calidad, que no se precaricen más; cuidar nuestra relación con la naturaleza; acuerparnos, producir decisión colectiva autónoma desde donde sea posible, resistir y -como hemos venido diciendo- hacer el esfuerzo por cambiar las claves de lucha a otras renovadas y potentes.
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Miremos lo pequeño para pensar lo grande. En Bolivia se ha impuesto una deriva «trucha» de la Real Politik –que ya de por sí nos refiere y nos limita a la política estatal como ámbito privilegiado para la toma de decisiones sobre asuntos públicos-. Sin embargo, desde el cinismo patético y el manejo utilitario de los discursos de izquierda, el gobierno boliviano hace muchos años que viene argumentando que toda concesión a -y/o negociación con- los grupos dominantes del país, a la expansión capitalista e, incluso, al enriquecimiento de sus burócratas de alto rango, es parte de una necesidad estratégica coyuntural que se da en el marco de «lo posible», tachando cualquier crítica de «idealismo», «izquierdismo deslactosado» y una serie de apelativos -muy demandados por una «izquierda» intelectual mediocre y, por lo general, muy paternalista- que nos plantean un posibilismo estatal ramplón y que no es otra cosa que la justificación de una serie de políticas de despojo, prebendales, antipopulares y procapitalistas que el gobierno trata de justificar como «fatalismo histórico».
Nuestra agenda debe, por lo menos al inicio, concentrarse en la política seria, es decir, en las formas de autogobierno y decisión colectiva que se producen desde ámbitos cotidianos: gobiernos indígenas y originarios, juntas barriales, sindicatos campesinos comunitarios, colectivos urbanos, cooperativas de agua, etc. Si algo hay en Bolivia es una amplia y polimorfa experiencia y capacidad de producir decisión colectiva no estatal, e históricamente ahí reside la potencia transformadora del país. Se vienen (o se profundizarán) tiempos difíciles y de lo que se trata no es tanto de volcar nuestras energías para interpelar al Estado desde la democracia formal liberal -habrá que hacerlo cuando sea necesario-, sino en (re)construir ámbitos autónomos y autogestivos para reapropiarnos de la decisión y de la riqueza que está siendo despojada.
De ninguna manera digo que se debe dejar de mirar la dominación a escala estatal, pero nuestra fuerza para enfrentarla -y la historia nos lo confirma- no reside en los cánones políticos de la política estatal, sino en nuestra capacidad de darnos forma política más allá del Estado. Desde ahí sabemos, de manera efectiva y contundente, enfrentarlo, cambiar gobiernos de ser necesario y posicionar horizontes de transformación real.
Estos puntos hacen referencia, de manera inacabada, a algunas cuestiones que considero importantes para comenzar a repensar una agenda política desde abajo, desde lo popular, desde lo comunitario, desde donde se vive la agresión del Estado y el capital, desde los márgenes, desde el subsuelo, desde aquellos lugares que la cerrazón estatal invisibilizó, reprimió, despreció y devaluó. Hay muchos temas más, desde la centralidad que ahora ocupa la lucha de las mujeres, hasta la descolonización de nuestra vida, pasando por las luchas socioambientales, son temas que tenemos que ir tejiendo entre todxs. Los ensayos de respuesta que planteo no son, para nada, un intento de zanjar discusiones, sino una búsqueda -compartida con otras personas- de abrir debates contrarios a los que en este momento están en la agenda política dominante.
Recuperemos la capacidad de nombrar lo que nos pasa, compartamos palabras, reflexionemos, debatamos abierta y apasionadamente -como se suele hacer en Bolivia- para significar nuestros horizontes de futuro y desde ahí comencemos a hacer lo necesario; haceres que seguramente -y ojalá sea así- sean múltiples, distintos e, incluso, contradictorios por momentos; no busquemos la homogeneización y unidad (lo «único»), sino, como diría Silvia Rivera Cusicanqui, empecemos por construir los puentes para la articulación de lo diverso.
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