Todo el sistema de medios capitalista crea incesamente una falsa simetría informativa para explicar conflictos perdurables, como el israelí-palestino, el aislamiento internacional de Cuba o la permanente revuelta que las masas bolivianas libran contra el invasor que los domina desde las épocas de la conquista española. ¿Qué es una «falsa simetría»? Se trata de una […]
Todo el sistema de medios capitalista crea incesamente una falsa simetría informativa para explicar conflictos perdurables, como el israelí-palestino, el aislamiento internacional de Cuba o la permanente revuelta que las masas bolivianas libran contra el invasor que los domina desde las épocas de la conquista española.
¿Qué es una «falsa simetría»? Se trata de una narración periodística que, aparentando neutralidad y/o equilibrio ante un conflicto, describe a los contendientes como partes con responsabilidad similar en el origen y/o prolongación de la disputa.
La construcción noticiosa de una falsa simetría se basa en variadas técnicas: manipulación de información y estadísticas, recorte de un segmento de hechos previa amputación del «background» histórico, uso liso y llano de la mentira, falseamiento de documentación, etcétera.
Así, por ejemplo, en el caso de Palestina, se ha denunciado reiteradamente la falsa simetría informativa que iguala a ocupantes y ocupados, opresores y víctimas. Pero esta maniobra discursiva en los últimos años ha llegado más lejos. Ha sido frecuente que la prensa narre los acontecimientos violentos en términos de «provocación» palestina y «represalia» israelí. Este lenguaje «imputa discretamente la responsabilidad inicial a uno de los beligerantes» (1), en este caso los palestinos, por la aparición y prolongación del conflicto.
La tradición de «neutralidad» en la que intenta situarse la prensa «profesional» es buen campo de cultivo para las «falsas simetrías». Por caso en Irak, las noticias intentaron equilibrar su descripción de la criminal invasión angloamericana con la continua referencia a los crímenes de Saddam Hussein, su hipotético poder de lanzar un ataque devastador en 45 minutos y el mito de las armas de destrucción masiva.
En todo caso, las falsas simetrías se imponen no tanto por hábiles maniobras del lenguage y sutiles argumentaciones, sino básicamente por la repetición ensordecedora de sus esquemas de desinformación en las usinas noticiosas del imperio y sus circuitos clientes. Estos últimos incluyen miles de mensajeros gratuitos e involuntarios -medios pequeños y medianos, líderes políticos y otros formadores de opinión- que creen válida una reinterpretación «neutral» del paradigma noticioso imperial, inconscientes de su garrafal distorsión informativa inicial.
«Es claro que la herramienta que permite moldear las conciencias de los ciudadanos es no sólo la repetición permanente del mensaje original puro y duro, sino también el reciclaje de mensajes de segunda y tercera generación, es decir, de discursos subsidiarios del original, que con distintas variantes y graduaciones, lo respaldan o se oponen parcialmente pero arropándose en su terminología y concepciones básicas» (2). Así es como un ciudadano común cree asumir una postura equilibrada al opinar: «Estoy en contra del bloqueo, pero Castro es un dictador y Cuba debería democratizarse».
Los efectos políticos de la instalación de una falsa simetría en la opinión pública no son nada desdeñables. Se produce un «corrimiento del sentido común», es decir, ante la desmesura del discurso mentiroso del poder, muchos sectores políticos y diplomáticos, intelecturales y periodistas, ensayan una postura que intenta «quedarse en el medio». Así, apoyan soluciones «sensatas», que «con el consenso en la comunidad internacional», siguen siendo de todos modos intrínsecamente injustas y arbitrarias.
EL ESCENARIO BOLIVIANO
Las masas bolivianas, a las puertas de un nuevo derrumbe de su régimen imperial local, van siendo incorporadas lentamente a una falsa simetría informativa. Se dibuja una situación en la que aparentemente ambas partes en discordia tienen algo de razón.
El aparato mediático describe por un lado a los manifestantes, que reclaman la nacionalización de los hidrocarburos, la convocatoria a una asamblea constituyente y la renuncia del presidente Carlos Mesa; y por otro lado, al Gobierno, el Parlamento y las corporaciones extranjeras, que demandan el respeto de los acuerdos alcanzados, las «garantías a los inversores externos que el país ha logrado atraer» y el mantenimiento del orden y el estado de derecho.
Dentro de este escenario, ambos grupos de actores van adquiriendo rasgos más detallados.
De un lado, el Parlamento ha aprobado una ley que «parcialmente atiende los reclamos», y que ha «incrementado» las regalías que deben pagar las petroleras del 18 al 50 por ciento. Las petroleras, a su vez, califican como «confiscatorio» este nuevo impuesto y prometen apelar. En principio, la prensa populista tiende a mirar a estas transnacionales con un sesgo crítico: al fin y al cabo, todo ciudadano de a pie desconfía de estos monstruos de mil cabezas. Sin embargo, también se menciona que fue la legislación de bajos impuestos impulsada por Sánchez de Lozada la que «logró atraer estas inversiones».
Mientras tanto los manifestantes son tratados en principio con cierta aureola de respeto. Hay algo de intachable en ese enorme despliegue de gente de todos los sectores sociales que baja de los cerros, llega caminando desde los campos y se suma a un movimiento multicolor. Sin duda, si se tratara de una rebelión espontánea en La Habana, la prensa la titularía como otra «Revolución de Terciopelo». Sin embargo, a medida que pasan los días y la rebelión no cede, se pone el acento en que «pese al tratamiento de sus reclamos» los manifestantes continúan con los bloqueos de calles y caminos. Se destaca su carácter «hostil» y «violento» y los perjuicios que le causan a comerciantes y miembros de las clases medias.
Lentamente, la prensa internacional tiende a construir una imagen en la que modernidad, razón y progreso están del lado del Gobierno, describiendo al presidente como «la única salvación» o «lo único que hay», con el habitual coro diplomático internacional llamando a la «cordura» y al «respeto a la ley». Mientras tanto, las masas son asociadas con términos negativos, como «disturbios», «destrozos», «guerra», «metralla» e «intransigencia». La próxima etapa, según los acontecimientos, será pintar a sus dirigentes más preclaros como «exóticos», «desequilibrados», «no razonables» o/y «alejados de la realidad».
Aún así, el cuadro descripto parece sujeto a debate. Las mayorías occidentales estarían dispuestas a sentir simpatía por esas masas empobrecidas y sus reclamos. Pero al fin y al cabo, nadie simpatiza con el caos, menos con los golpes militares, y todos estamos acostumbrados a pensar que vivir en democracia implica que todas las partes deben ceder un poco para llegar a acuerdos.
Hemos llegado a una de las falsas simetrías que modelan los esteoreotipos en que basa su percepción el ciudadano común.
SIGLOS DE REBELION
En primer lugar, hace falta desafiar frontalmente uno de los supuestos básicos de la falsa simetría: el de que Mesa y el elenco político que encabeza representan los valores de la ley y las instituciones democráticas.
Aunque las noticias intenten darle a las manifestaciones un carácter discontinuado e inorgánico por la ausencia de una dirección unificada, en realidad el pueblo boliviano vive de alzamiento en alzamiento desde hace 500 años, contra una realidad política de violencia, dominación externa y ausencia de democracia.
Así como Irak tuvo la «desgracia» de reposar sobre la segunda mayor reserva de petróleo del mundo para ser víctima de una invasión, el territorio boliviano sufrió en términos similares desde la época de la conquista española, cuando millones de indios fueron exterminados para extraer las fabulosas riquezas mineras del país.
La explotación española dejó un país en ruinas y una población que nunca conoció un verdadero autogobierno, hasta la insurrección popular que llevó al poder en 1952 al Movimiento Nacionalista Revolucionario. Ese gobierno nacionalizó las minas de estaño, impuso el voto universal y comenzó una reforma agraria. Sin embargo,
«Pero poco a poco la mano externa fue tiñendo de conspiraciones y divisiones el proceso, hasta llevar al derrocamiento de Víctor Paz Estensoro en 1964, el mismo año del golpe contra Joao Goulart en Brasil. El espíritu de la revolución regresó con miles de bolivianos en las calles, con la presencia efímera del general Juan José Torres, entre 1970 y 1971. Washington ya aceptó que actuó para derrocar a aquel presidente mediante un golpe cruento que le permitió colocar en el poder a una de sus figuras clave para el tablero de las dictaduras del cono sur: el general Hugo Bánzer».
«Bánzer, a su vez, fue depuesto por el general Juan Pereda Asbrún, en 1978, para impedir la llegada al gobierno de Hernán Siles Suazo, a quien le arrebataron mediante un fraude su triunfo electoral. Pero ya el 24 de noviembre de ese año el general David Padilla Arancibia remplazó a Pereda Asbrún. Así se llegó a la sucesión de golpes, contragolpes, gobiernos militares, los narcos en el poder consentidos por Estados Unidos y retornos democráticos a medias, siempre castrados por la impunidad» (3).
Los orígenes del actual gobierno se inscriben en la misma lógica de ausencia total de legitimidad. El actual presidente Mesa era el vice de Gonzalo Sánchez de Lozada (a) «Goñi», entronado con el 22 por ciento de los votos. Este hombre, que fue educado en los Estados Unidos y hablaba español con un fuerte acento gringo (hoy refugiado en Miami, of course), se dedicó durante su mandato a privatizar todos los recursos naturales de Bolivia, desde el gas hasta el agua. Luego de enfrentar sucesivas rebeliones populares y reprimirlas a sangre y fuego, renunció en Octubre de 2003 al calor de un levantamiento popular que arrojó un balance de 80 muertos.
Mesa fue el heredero de este trono virreynal manchado de sangre. Asumió prometiendo respetar las demandas populares, y obviamente no lo hizo. ¿Alguien puede honestamente identificar a este hombre con un sistema democrático? En realidad, es el emergente momentáneo de un antiguo sistema de poder que ha recurrido a todo tipo de violencias y zancadillas para entronar al delegado de turno del poder foráneo.
Por eso la consigna de una asamblea constituyente es pertinente. Para crear una verdadera democracia en Bolivia, hay que barrer la servidumbre proimperial enquistada en el Estado, y fundar una nueva institucionalidad.
LA CUESTION DE LOS HIDROCARBUROS
Respecto de las riquezas energéticas, la falsa simetría ubica la discusión en el terreno de un simple «tira y afloje» con las empresas privadas que «invierten en el país» acerca del nivel de impuestos que deben pagar, ocultando la verdadera dimensión del pillaje.
Situando el debate en el porcentaje de impuestos que las petroleras deben pagar, y anunciando que la nueva norma sancionada por el Parlamento ha incrementado este impuesto, se silencia que las empresas lograron un excepcional descuento a golpes de corrupción con Sánchez de Lozada, y -lo que es más importante- se ignora el reclamo de un precio justo y de que el proceso de industrialización se realice en Bolivia, ya que estas materias primas incrementan muchas veces su valor una vez industralizadas.
En realidad:
1) La ley anterior ya fijaba las regalías en el 50 por ciento. Pero Sánchez de Lozada entregó nuevas areas de explotación a una irrisoria tributación del 18, calificando los campos como «inexistentes» (??).
2) Las petroleras pagan su impuesto en base a una declaración jurada que nadie controla, lo cual implica que prácticamente su nivel de tributación es voluntario. Esta también sucede en países del área como Argentina, donde gobernó Menem, un clon de Sánchez de Lozada.
3) Los reclamos del pueblo boliviano exceden el mero marco de un impuesto. Se exige la nacionalización de los hidrocarburos y una serie de medidas que le den al Estado control sobre el precio interno y de exportación, y que un cierto porcentaje de industrialización de la materia prima se realice en Bolivia.
Este ultimo punto es fácil de entender si se revisa la posición de organismos como el Centro de Información y Documentación de Bolivia (CEDIB):
«El país cree que el tema básico de la próxima Ley de Hidrocarburos está en saber si las petroleras pagarán el 50 % de regalías o si la tributación se desglosará en 18 % de regalías y 32 % de impuestos, cuando la esencia del problema está en saber si los precios de exportación del gas natural serán fijados por las transnacionales o por el Estado nacional. Si Bolivia exporta el millar de pies cúbicos (MPC) a un dólar (a la Argentina lo hizo a 0.98 dólares), recibirá, en el mejor de los casos, el 50 % de esa cantidad, o sea 0.50 dólares por MPC. Entre tanto, EEUU vende el MPC a Canadá y México a 6 dólares y los bolivianos pagamos también 6 dólares en el mercado interno». (4)
Es decir que a las transnacionales les parece «confiscatorio» pagar un 50 por ciento de regalías sobre un precio «boliviano» de un dólar por metro cúbico, cuando venden el mismo producto en el mercado internacional seis veces más caro. ¡Y al mismo precio se lo venden el pueblo boliviano, donde el grueso de la población vive con menos de 80 centavos de dólar al día! (5)
Pero aún hay más, porque hasta aquí sólo se manejan las cifras del negocio limitado a la materia prima:
«El proyecto del gobierno indica que las ventas se regirán «por el precio real de exportación…» fijado por la empresa. «En Argentina, Bolivia y Chile, las empresas exportadoras y compradoras del gas son las mismas. Pluspetrol», filial Bolivia, le vende a «Pluspetrol» Argentina; Repsol Bolivia a Repsol Argentina y Chile, y Petrobrás Bolivia a Petrobrás Brasil. En otras palabras, las empresas se venden a sí mismas el gas…»
«En esas condiciones, el gas boliviano, al cruzar la frontera, se convierte en termoelectricidad, GLP, GNC, Metanol (con destino a EEUU y Europa) y otros productos petroquímicos, los que permiten a las transnacionales obtener enormes ganancias, a costa de Bolivia. En el actual debate, solo se discutió la forma en que Bolivia compartirá la torta pequeña, o sea el producto de la venta -ficticia- de materia prima, ocultando la torta grande, vale decir el valor agregado que solo beneficiará a las transnacionales. Las dimensiones del daño afectarán a la totalidad de las reservas del país, cuyo valor mínimo asciende a 53 mil millones de dólares» (5).
Organizaciones como el CEDIB plantean que por lo menos el 30 % de los volúmenes exportables de gas sean industrializados en territorio nacional.
Es claro que, en un país sacudido por la pobreza, en un mundo necesitado de energía, el Estado debe adoptar políticas conducentes a asegurar para su gente el máximo ingreso posible de los limitados recursos existentes. Cualquier programa de menor alcance está viciado de estupidez, corrupción y/o traición a la patria.
Esta es solo una parte de un enorme témpano de información sumergida. Pero es claro que, muy lejos de las falsas simetrías, mirando el problema con verdadero equilibrio y neutralidad, toda la razón le asiste el pueblo boliviano.
Leeds, Reino Unido, 27 de Mayo de 2005.
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Notas
(1) «La Guerra israelí de la información», Joss Dray y Denis Sieffert, 2004.
( 2) Claudio Guevara, «Noticias antes y despues de la Guerra. La sociedad hipnotizada». Rebelión, 2004.
(3) Stella Calloni , «Una historia de saqueos y lucha». La Jornada, México, octubre de 2003
(4) Andrés Soliz Rada, «Bolivia: el fraude en la ley de hidrocarburos». http://www.cedib.org
(5) Stella Calloni da cifras «conservadoras» sobre la situación en Bolivia: «Casi 30 por ciento de la población está desnutrida. La pobreza alcanza en algunos lugares a 80 por ciento de la gente y el retraso en el crecimiento afecta a más de 25 por ciento de los niños. Estas son las cifras conservadoras». Calloni, ídem
(5) Andrés Solis Rada, idem.