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Cachuela Esperanza

Fuentes: Rebelión

Un indio araona conocido como Ildefonso bautizó la mayor cachuela de Bolivia. Es la que hoy se conoce como Cachuela Esperanza, situada en el río Beni, entre el departamento del mismo nombre y su vecino Pando. Idelfonso era el piloto fluvial del médico estadounidense Edwin Heath. Este galeno ha sido elogiado hasta la desmesura y […]

Un indio araona conocido como Ildefonso bautizó la mayor cachuela de Bolivia. Es la que hoy se conoce como Cachuela Esperanza, situada en el río Beni, entre el departamento del mismo nombre y su vecino Pando. Idelfonso era el piloto fluvial del médico estadounidense Edwin Heath. Este galeno ha sido elogiado hasta la desmesura y el general Pando no tuvo empacho de bautizar al río que forma el límite arcifinio entre Bolivia y Perú con su nombre. La razón es una sola: la navegación efectuada por este gringo acompañado por el indio araona y un remero abrió el curso del río Beni a la navegación comercial y el azote genocida del caucho.

Fue en 1880: Heath demostró que el Beni era navegable aguas debajo de la misión franciscana de Cavinas, donde nadie se aventuraba a ir por temor a los «salvajes», y comprobó que el curso de agua se unía con el Madre de Dios para confluir con el Mamoré y formar el Madera, el mayor afluente del río más grande del mundo: el Amazonas. Estos reconocimientos cambiaron la geografía boliviana para siempre y abrieron la posibilidad de explotar el caucho a gran escala.

Nicolás Suárez Callaú, un cruceño que entonces tenía 29 años, fue el primero en comprender los alcances de los hallazgos de Heath y no perdió tiempo: se asentó frente a la cachuela misma y de allí no se movió hasta haber forjado un imperio de riqueza fabulosa, amasada con la sangre, el sudor y las lágrimas de miles de indios. Allí, en el pueblo llamado también Cachuela Esperanza (Municipio de Guayaramerín, departamento de Beni), frente a los rápidos del río, siguen los edificios civiles y comerciales de la Casa Suárez, en su momento la empresa cauchera más grande del mundo.

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Idelfonso tenía fiebre y temía morir. La furia de la cachuela, ese incesante bramar de las aguas, le daba más temor aún pero podían más su lealtad y cariño por el yanqui. Sabía que sin si ayuda, el gringo no hubiera podido llegar a ninguna parte y por eso, no sólo no flaqueaba ni lo abandonaba, sino que en su delirio febril, el araona gritaba «vámonos, adelantémonos». Con esa tenacidad, pasaron la cachuela y durmieron esa noche en paz.

Al otro día, no tardaron en llegar a la boca del río Beni (donde ahora se ubica Villa Bella) y Heath supo que habían logrado su objetivo, completando la labor del Ingeniero José Agustín Palacios de 1846 cuando se convirtió en el primer boliviano que reconoció la cachuela. Se lo dijo a Idelfonso. Éste, aliviado por el deber, le dijo: «entonces vamos a llamar a la cachuela Esperanza porque ya hay esperanza de que no moriremos».

Heath, en sus memorias, confiesa que pensó en bautizar la cachuela con el nombre de Palacios, en homenaje al pionero, apoyado por Ballivián, el presidente boliviano que más bregó por una salida al mar para Bolivia por el océano Atlántico.

Pero se conmovió  con el aborigen y le pareció más propio respetar su propuesta. De ahí nació el hidrónimo. Y el nombre del pueblo que fundó  Suárez y cuya fama dio la vuelta al mundo y que hoy es una plácida villa turística. También es el nombre de la mega represa hidroeléctrica que está empeñado en construir el gobierno de Evo Morales.

Heath creyó  no traicionar la memoria de Palacios al bautizar la cachuela con otro nombre. Anotó que «todos los que lean la historia de Bolivia sabrán lo mucho que ha hecho por su gobierno el señor Palacios». ¡Qué ingenuo el gringo! Del valiente y patriótico Palacios nadie se acuerda y hoy son pocos, demasiado pocos los que saben que si el gobierno construye la represa toda esta historia -como la cachuela misma- terminará no sólo enterrada en el olvido sino sumergida por las aguas.
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Todos los bolivianos deberían poder conocer esa belleza natural llamada Cachuela Esperanza.

El río Beni -que nace de los deshielos del cerro Huayna Potosí con el nombre de Choqueyapu- posee en un kilómetro o más de ancho antes de enfrentarse a esas piedras escalofriantes que forman unos rápidos imposibles de franquear y cuyo bramar incesante, en verdad atemorizan a cualquiera que oye y contempla la bravura y la ferocidad de la aguas.

Es magnético el panorama. Es la fuerza inspiradora de la naturaleza y el sonido de la noche de los tiempos. Desde la playa de arena enfrente de la cachuela, uno puede asistir a una vista aún más electrizante: la cachuela semeja la ola de un tsunami, que por suerte no avanza, sino que se está allí, eternamente elevándose y rugiendo.

Todos deberían poder conmoverse con esto que les cuento, sobre todo porque si la anunciada hidroeléctrica se construye, toda esta belleza, toda esta maravilla natural desaparecerá para siempre. Y de tanta hermosura, sólo quedará un río atrapado por el murazo de concreto del dique, esa imagen que tanto halaga a los desarrollistas.

La gente del pueblo de la cachuela no sabe nada de todo esto: les han dicho que las turbinas de la represa serán sumergidas 25 metros debajo del lecho del río y que ni se alterará del paisaje como tampoco el pueblo -que si no es patrimonio histórico nacional, debería serlo.

Hace un par de años, los han llevado en delegación a Santo Antonio, la última cachuela del Río Madera, hasta donde el siglo XIX llegaba Bolivia pero que ahora se ubica en territorio brasileño, en el Estado de Rondônia, muy cerca de su capital Porto Velho. Allí Lula está haciendo una mega represa como la que Evo sueña hacer en Cachuela. Los han llevado a escuchar cuentos contados por los brasileños cuando aún los trabajos de construcción del dique principal, no habían comenzado.

Sería bueno que vayan ahora y vean cómo lloran (literalmente), vean cuánto lloran los hombres y mujeres que nacieron, crecieron y vivieron junto a la cachuela de Santo Antonio porque ésta no existe más. La volaron, la destruyeron, la desaparecieron para instalar los cimientos de la obra de contención del río. Hasta ahora no se ha escuchado a nadie diciendo que ese será el primer precio a pagar por la construcción de la hidroeléctrica de Cachuela Esperanza: la desaparición de los rápidos y el traslado del pueblo.

Sería honesto que le cuenten a la gente, ante todo a la gente de Cachuela y de otros pueblos ribereños del Beni pero también a todos los bolivianos, que ya no tendremos más Cachuela Esperanza, ni su belleza ni la memoria del genocidio de los años trágicos del caucho, ni nada que nos alimente el alma: sólo quedará un murazo de cemento, frío y altivo, demostrando que el hombre siempre puede dominar a la naturaleza, siempre puede seguir negándola y destruyéndola, como hasta ahora, que estamos en medio de un proceso acelerado de cambio climático y al borde de una catástrofe ecológica global. 

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Pero, todo esto que escribo: ¿a quién le importa?

Así estamos: Brasil, el monstruo desarrollista sudamericano, necesita energía eléctrica para seguir arrasando la selva, y plantar soya para producir biocombustibles para que los yanquis no dependan tanto del petróleo de Chávez y criar vacas para hacer las hamburguesas de Macdonals que tanto les gusta, y nosotros también, ¿por qué no? ¿Porqué no podemos arrasar nuestras selvas?, y por eso le meteremos nomás con la represa, aunque no responda a los genuinos intereses de los pueblos amazónicos (que siguen engañados con el cuento de las turbinas subacuáticas) y no se inscriba en un verdadero plan de desarrollo nacional, si total los brasileños nos darán un crédito y después nos comprarán la energía, ¿no se dan cuenta que es un negocio redondo?

Seguro: para las trasnacionales que manejan el negocio energético y para aquellos que quieren conquistar la selva, echar a los indios y los campesinos de sus tierras, y volverla un territorio abierto al capitalismo salvaje, seguro que es un negocio redondo. Como lo es hoy Santo Antonio.

Por eso, vuelvan y vayan a ver cómo lloran los rondonenses. Vayan a ver cómo se enferman más de infecciones que traen los bichos. Vayan a ver cómo se han muerto millones de peces. Vayan a ver cómo están acabando con la biodiversidad y la Madre Tierra y el Tata Río. Vayan a ver cómo han sacado a la gente de sus casas, de sus terrenos, de los lugares donde vivieron siempre.

Vayan a ver lo que sufre pero también lo que se indigna la gente. Vayan, finalmente a ver cómo la gente lucha. Vayan a ver cómo se enfrentan a los que quieren robarles el río de sus vidas, el río con sus cachuelas que quisieron siempre, el río grande y poderoso que ellos quieren que disfruten sus nietos.

«Ya hay esperanza de que no moriremos» -Idelfonso nos habla de desde la historia. Ojalá que esa esperanza vuelva y se transforme en lucha. Y por lo mismo: para no morir. Para que la Amazonía boliviana no muera, para que sus pueblos no mueran. Estas obras gigantescas de infraestructura lo único que logran es eso: matarlos de a poco, expulsándolos, desarraigándolos, negándoles lo que son. Hombres y mujeres de las selvas y de los ríos. Si tumban la selva, si atajan los ríos: ¿qué será de ellos, que será de los indios y de los campesinos de la Amazonía? Esta es una pregunta que debería ser respondida por todos.