Una forma cada vez más común -engañosa siempre- de entender la vida pública nacional, consiste en leer los sucesos de hoy como producto de un súbito devenir de los tiempos, esto es decir, no en continuidad sino como ruptura drástica frente a la historia anterior. Se trata de una explicación al estilo de la que […]
Una forma cada vez más común -engañosa siempre- de entender la vida pública nacional, consiste en leer los sucesos de hoy como producto de un súbito devenir de los tiempos, esto es decir, no en continuidad sino como ruptura drástica frente a la historia anterior. Se trata de una explicación al estilo de la que podía dar Juan Salvo, el protagonista de El Eternauta de Héctor Oesterheld, a finales de los 50. ElEternauta, en efecto, dio cuenta de la tragedia que afectaba a la Argentina en su época mostrando de qué modo los males del país tenían que ver con una invasión repentina -llegaban los Ellos– cuyos agentes se dedicaban a capturar a inocentes locales, convirtiéndolos en hombres-robots, mientras un minúsculo grupo de héroes -los resistentes– buscaban confrontar con los invasores. La explicación del tipo Eternauta se reconoce en quienes presentan los penosos sucesos políticos de la primera etapa del gobierno de Macri (represión de la protesta; maltrato y muerte a las comunidades indígenas; desacertada política minera; claudicación en la política de medios; políticas de «ajuste económico»; etc.) como hechos sin historia, desenraizados del tiempo. Dicha mirada presenta los problemas nacionales como si se tratara de una nieve mortal que, de repente, y de forma más o menos inesperada, cayó sobre el país, desatando las peores desgracias sobre una sociedad que vivía en calma.
La explicación tipo Eternauta, llamativamente, apareció en estos meses en muchas ocasiones, de forma explícita. De modo más significativo, ella puede reconocerse cotidianamente, implícita en notas, informes, y reportes que quieren dejar constancia del duro estado de situación actual, al que se presenta como cataclismo impensado. Lecturas semejantes buscan encubrir que la situación actual es producto de una obra colectiva vinculada con una degradación de la práctica política que lleva años. Por lo demás, la idea de que hoy nos gobiernan usurpadores imprevistamente caídos del cielo, nos impide reconocer que el actual gobierno es el resultado de una construcción cuyo éxito y legitimidad se debe en buena medida a lo que hicieron y dejaron de hacer muchos de quienes hoy se presentan como líderes de la resistencia. Aproximaciones del tipo Eternauta no sirven para explicar lo que necesitamos entender (por qué el actual presidente ganó las elecciones presidenciales, o por qué tuvo una excelente elección de legisladores a dos años de su mandato), salvo de un modo estrambótico, más propio del relato de Oesterheld (los medios de comunicación como herramienta enemiga que genera alucinaciones sobre las víctimas locales). Finalmente, explicaciones del estilo «nieve mortal sobre la Argentina» nos llevan a pensar que una política justa exige, ante todo, liberarnos de los usurpadores para abrir el acceso al poder de los resistentes. Ello, como si las prácticas no muy lejanas de muchos de los que se pretenden héroes, hubieran sido de naturaleza esencialmente diferente de la que hoy predomina.
Política sin historia y sin contexto. La historia y el contexto, más que lo excepcional y lo repentino, dan cuenta de los males de hoy. Por lo demás, es sólo así -reconociendo las continuidades y relaciones de precedencia entre ayer y hoy- que podemos evitar un nuevo tránsito por la senda de los errores repetidos. Para ilustrar las implicaciones tan diferentes entre un tipo de explicación (estilo «nieve mortal») y otra con la vista puesta en la historia nacional, podemos repasar cualquiera de los sucesos más relevantes de los últimos meses.
Comencemos, por caso, por algunos de los hechos más trágicos del 2017, vinculados con las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel. Una lectura posible de tales sucesos asocia a esas muertes con un «giro enloquecido de la historia,» que nos vuelve a colocar frente a un Estado criminal, que persigue y mata a los miembros de las minorías más débiles. De acuerdo con este enfoque, la llegada del nuevo gobierno resulta el factor determinante para explicar muertes como las mencionadas, y para anticipar las que, sin dudas, van a repetirse en el corto plazo. Una lectura alternativa a la anterior, más preocupada por el contexto y la historia, vincularía en cambio a tales muertes con prácticas que nuestro Estado desarrolló de modo consistente durante siglos. Se trata de políticas que se agravaron en las últimas décadas al calor de medidas «neo-desarrollistas» y «extractivistas», que reconocen como principal límite el desafío que les imponen las comunidades indígenas. Tales políticas explican por qué coaliciones tan diferentes como los que gobernaron en Chile, Ecuador o la Argentina, en distinto tiempo dictaron, todas ellas, leyes antiterroristas muy similares. Dichas leyes antiterroristas surgieron, en nuestro país, en defensa de proyectos de dudosos beneficios para la sociedad y de probado impacto ambiental negativo, como el de «Vaca Muerta;» y políticas irracionales, como las que se llevaron a cabo en violación de la «ley de glaciares.»
Enfocada de este modo, la situación que enfrentamos hoy se avizora distinta: no estamos, entonces, frente a un caso de «nieve mortal», sino frente a políticas que llevan décadas, y que se expanden a lo largo del país y mucho más allá de nuestras fronteras. Tal lectura sugiere, por lo demás, la necesidad de reconocer continuidades antes que rupturas, como así también la necesidad de adaptar reformas estructurales que no se limitan a remover a un grupo improvisado de «invasores,» recién caído del cielo.
Tomemos otro caso paradigmático de estos meses, como lo es la prisión preventiva para Milagro Sala. Otra vez, algunos han querido ver en el hecho un súbito devenir represivo de la política -un cambio compatible con la llegada de los Ellos. La prisión preventiva para Milagro Sala representa así, para algunos, la reaparición de los «presos políticos» en la Argentina, un hecho que a la vez vendría a confirmar que el país se encamina a consolidar un régimen de «dictadura civil.» Sostener esa lectura, sin embargo, requiere barrer bajo la alfombra un tema mayor -el de la protesta social- al que la política argentina viene respondiendo indebidamente desde el mismo momento en que se tornó viral, esto es, desde la destrucción del viejo modelo industrial; el debilitamiento del sindicalismo; la explosión del desempleo y la crisis del 2001.
A partir de esa gran crisis, hubo protocolos de protesta de corta vida; apareció Proyecto X, destinado a monitorear a la izquierda a través de la Gendarmería que controlaba Nilda Garré; un agente vinculado con los servicios de inteligencia, Sergio Berni, fue designado como autoridad máxima en el área de Seguridad; se produjeron actos continuos de «represión terciarizada»; el general Milani quedó a cargo del espionaje para el gobierno; y un largo etcétera.
Lecturas del tipo «nevada mortal sobre la Argentina» no quieren ver -y quieren impedir que veamos- que estamos frente a una política represiva sostenida en el tiempo, que desde hace décadas viene regando de muertos nuestras calles (2 muertos en situación de protesta social durante la presidencia de Menem, 45 durante la de De la Rúa; 2 durante la de Duhalde, 2 durante la de Néstor Kirchner, más de 20 durante el gobierno de Cristina Kirchner). A la luz de todas las muertes producidas en nuestro país desde el 2001, a través de gobiernos en apariencia muy diferentes, resulta particularmente grave que la actual administración no haya aprendido la lección, y siga privilegiando el uso de la coerción estatal como principal medio para lidiar con el conflicto social. Debemos impedir, por tanto, que ese camino represivo se mantenga, pero en todo caso -siempre- conscientes de que no nos encontramos frente a la «excepción», sino frente a una «continuidad agravada»: la criminalización de la protesta parece ya una política de Estado, que distintos gobiernos han ejercido en su momento por distintos medios y que el actual busca consolidar sostenido en normas y prácticas de gobiernos anteriores.
Un ejemplo más cercano en el tiempo es el vinculado con las políticas de «ajuste económico», que se expresaron recientemente en los cambios impuestos en el tema jubilatorio. El ajuste en la movilidad del haber jubilatorio que se acaba de aprobar no es el punto de partida de un cambio súbito (impulsado, aparentemente, por un comando alienígena recién llegado a la Tierra). Se trata, más bien, de otro jalón en una historia que lleva décadas, que incluye a gobiernos que -con buenas o malas razones- privatizaron el sistema quitándole fondos y recortando beneficios, se negaron a pagar derechos adquiridos incluso luego de re-estatizarlo; se rebelaron frente a la sentencia emitida por la Corte Suprema en «Badaro»; dispusieron, de modo cruel, que cada jubilado que quisiera cobrar lo suyo tuviera que iniciar y ganar un nuevo juicio; y finalmente -ante el panorama de que los jubilados seguían litigando y ganando sus juicios- decidieron impulsar una nueva ley -aquella que de modo agraviante se llamó de «democratización de la justicia»- para agregar una instancia más a los reclamos de la tercera edad, apostando así a la muerte de los litigantes, como forma de que ellos no cobraran nunca lo que les correspondía por derecho. Esta reconstrucción histórica debe permitirnos reconocer que el gobierno anterior había correctamente recuperado los recursos fiscales y financieros que iban a parar a las AFJP e incorporado muchos personas sin cobertura con la llamada «moratoria previsional». Pero debemos admitir también que esos fondos extraordinarios no fueron utilizados para organizar un sistema capaz de pagar beneficios sostenibles en el tiempo, de carácter universal y solidario, sino que sirvieron principalmente para financiar el déficit público y que la moratoria previsional, además de ser «transitoria», permitió el ingreso de personas en edad pasiva sin cobertura, pero lo hizo con aplicó un nefasto sistema que les quitaba el «aporte no realizado» del beneficio pagado para seguir manteniendo la ficción de un sistema contributivo, incapaz de sostenerse en el tiempo. Entonces, tenemos razones para denunciar, en la actualidad, el despojo que significa el cambio de un sistema de actualización de beneficios, pero -otra vez- evitando la miopía que nos impide ver de dónde venimos, y cuáles son los problemas que afectan a un sistema de previsión social que es insostenible y necesita ser reformado.
En fin, no se trata de diluir en el tiempo las graves responsabilidades del actual gobierno, ni licuar entre muchos las violaciones de derechos cometidos por sujetos particulares, identificables por su nombre y apellido. De lo que se trata, por el contrario, es de reconocer que el actual gobierno avanza con políticas regresivas, en muchos casos inconstitucionales e injustas, montado cómodamente en la plataforma que le dejaron gobiernos anteriores en los cuales tuvieron un papel preponderante muchos de los que hoy se pretende «héroes resistentes». Más aún, los programas heredados y sus resultados son los que, en buena medida, han abierto un crédito impensado a políticas de orientación ortodoxa que no tenían lugar en la agenda pública luego de la crisis de 2001-02. Si esto no se reconoce, se corre el riesgo de pensar que lo que necesitamos es una vuelta a las políticas aplicadas previamente.
En definitiva, necesitamos reconocer que la discriminación y el maltrato hacia los más débiles; las políticas de expoliación y uso irracional de los recursos naturales; la criminalización de la protesta social; el avance de la creciente e injusta desigualdad social y económica que se promueve en el país, no empezaron ayer, no se explican sólo por las políticas actuales, ni son producto de alguna inesperada «nieve mortal» caída sobre el país de modo repentino.
Fuente: http://www.revistaanfibia.com/