Ya se ha dicho, pero habrá que seguir insistiendo en ello: algunas de las iniciativas constitucionales enviadas por el presidente a la Cámara de Diputados el pasado 5 de febrero, si llegaren a aprobarse por el Congreso y la mitad de las legislaturas locales, implicarían un cambio sustancial en la estructura del Estado tal como hoy lo conocemos. Tardíamente, ya entrado su último año de gobierno, Andrés Manuel López Obrador está intentando dejar a su sucesora una forma de régimen político más manejable desde el Ejecutivo y que consolide el predominio del (de la) presidente, que se ha venido perfilando y construyendo desde el inicio del actual gobierno.
Hasta ahora, la radical y muy polémica reforma del Poder Judicial y la completa inserción de la Guardia Nacional como parte del poder militar son las que más se ha discutido, y con ambas se ha comprometido la virtual ganadora de la elección presidencial, Claudia Sheinbaum. Pero otras iniciativas apuntan también a una no declarada rehechura del Estado y de las relaciones de poder en el sistema político: la eliminación de la representación proporcional en el Congreso, la desaparición de organismos autónomos de control constitucional, la supresión del INE como hasta ahora lo conocemos y de los organismos públicos locales para centralizar sus funciones en un nuevo Instituto Nacional de Elecciones y Consultas. Incluso los derechos humanos podrían modificarse si se amplían los supuestos de la prisión preventiva oficiosa.
Lo que propagandísticamente se ha llamado Cuarta Transformación, que no ha transformado nada sustancial en lo social y en lo económico, se ha ligado, también de manera discursiva, con un supuesto cambio de régimen que, hasta donde he podido saber, nunca se ha definido en cuanto a sus objetivos: hacia qué tipo de régimen se quiere transitar y por qué vías. Sin embargo, de llegarse a las ahora propuestas reformas el próximo septiembre, o después, creo que sí estaríamos ante una modificación real del régimen político y de la democracia representativa en la que se basa.
Si el régimen político es “el conjunto de las instituciones que regulan la lucha por el poder y el ejercicio del poder y de los valores que animan la vida de tales instituciones” (Lucio Levi), en México ha existido formalmente un régimen federal, presidencial y representativo, que incluye la soberanía, en sus jurisdicciones, de los Estados y la división de poderes; y en ambos órdenes de gobierno, un sistema pluripartidista. Los partidos forman parte de él en tanto están reconocidos como instituciones, o, más precisamente, “entidades de interés público”, según el artículo 41 de la Constitución de la República.
Durante muchas décadas, el sistema político mexicano fue estático, casi inamovible, y no sólo los estudiosos nacionales sino también extranjeros ponían la vista sobre su perdurabilidad, casi sin paralelo en el resto del mundo. Pablo González Casanova, por ejemplo, observaba que “Todos los datos indican la ausencia del sistema de partidos, así como el poder considerable [del] presidente […]” (La democracia en México, 1965). Otro autor clásico, Daniel Cosío Villegas, concluía que “las dos piezas principales y características del sistema político mexicano son un poder ejecutivo —o, más específicamente, una presidencia de la República— con facultades de una amplitud excepcional, y un partido político oficial predominante”. Agregaba que el sistema mexicano no se apegaba a ninguno de los dos modelos clásicos, el de la dictadura o la democracia representativa occidental, y concluía que se trataba de una “monarquía sexenal absoluta” (El sistema político mexicano, 1972).
Jorge Carpizo, por su parte, apuntaba: “En nuestro país, sin lugar a ninguna duda, el presidente es la pieza clave del sistema político y tiene un enorme predominio sobre los otros elementos políticos que configuran el propio sistema”. Destacaba el hecho de que, más allá de una presidencia fuerte, ya delineada en el texto constitucional, el titular del Ejecutivo disponía de lo que este autor llamó facultades metaconstitucionales que lo hacían más poderoso aún: la subordinación prácticamente total de los poderes Legislativo y Judicial, y el control también absoluto del partido oficial, como “jefe real del PRI” y de su aparato corporativo, lo que le otorgaba también poder para “el nombramiento de los gobernadores, los senadores, de la mayoría de los diputados [y] de los principales presidentes municipales”; y, como culminación, la capacidad de erigirse en el “gran elector de su sucesor” (El presidencialismo mexicano, 1978).
Por otra parte, Lorenzo Meyer diagnosticó que, “los poderes legislativo y judicial […] bien pronto terminaron por subordinarse, en lo esencial, a los designios de la presidencia. Y la razón […] se encuentra no tanto en la naturaleza de la Constitución sino en los poderes metaconstitucionales que fue adquiriendo el presidente. La esencia de tales poderes es precisamente el dominio que el partido oficial, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) […] ha ejercido sobre los puestos electivos […]. El Presidente es, desde […] 1935 […] el jefe indiscutible de un partido que desde su nacimiento ha ocupado ininterrumpidamente la presidencia, las gubernaturas de los estados y prácticamente todas las municipalidades, controlado absolutamente el Senado y dominado sin problemas la Cámara de Diputados” (La segunda muerte de la Revolución Mexicana, 1992). En otra obra, Meyer sostenía categórico: “la lista de causas que han hecho de un terreno infértil para la democracia política puede alargarse, pero hoy por hoy la causa inmediata y evidente es una: la naturaleza de la institución central del sistema político y corazón de la estructura del poder: la presidencia” (Liberalismo autoritario, 1995).
Prácticamente todos los autores, entonces, han coincidido en que el régimen político de la era del PRI se caracterizaba por: a) el autoritarismo; b) un presidencialismo virtualmente omnipotente y sin contrapesos, dotado incluso de capacidades metaconstitucionales; c) un federalismo anulado en los hechos por el propio poder de la Presidencia; d) un partido oficial dominante, hegemónico, de Estado o de régimen, según la caracterización de cada uno; e) el control corporativo de las masas a través de organizaciones sociales oficiales (CTM, CNC, CNOP) como canales prácticamente únicos para procesar y gestionar las demandas y necesidades populares. González Casanova agregaba que, parte de ese sistema, y su sustento, lo son los factores reales de poder: caciques regionales, el clero, los empresarios y el ejército que, si bien subordinado formalmente al poder civil presidencial, nunca dejó de ser un actor con cierta autonomía e intereses propios.
¿Cómo, entonces, modificar el régimen o transformarlo? ¿Y para qué? Sobre todo desde 1968 y con la negra etapa de la guerra sucia de los años setenta, quedó claro que la sociedad debería poner un dique al autoritarismo y construir desde la sociedad civil, por diversas vías, espacios de mayor democracia: acceso a la información pública, garantías a los derechos humanos, alto a la represión, liberación de los presos políticos y presentación de los desaparecidos y algunas otras exigencias. Paralelamente, se desataron una legítima efervescencia por la libertad y democracia sindicales, encabezada por la Tendencia Democrática del SUTERM, así como la revitalización del movimiento campesino con tomas de tierras en distintas regiones del país.
Un momento decisivo fue también el reconocimiento por el régimen mismo de la necesidad de hacer cambios que, operando como válvulas de presión, evitaran estallidos sociales mayores, lo que se concretó con la reforma política de 1977-1978: registro a nuevos partidos, diputaciones de representación proporcional a las minorías partidarias, paulatina apertura a la libertad de prensa (gravemente lesionada con el golpe a Excelsior por Luis Echeverría al final de su gobierno), amnistía a presos que habían delinquido por causas políticas. Fue una reforma dirigida a integrar a las izquierdas —especialmente el PCM— que hasta ese momento se movían en los márgenes del sistema político, pero contaban con incidencia social.
El cambio de régimen con impulso desde abajo empezó, sin embargo, con la lucha electoral y fraude de 1988, y avanzó paulatinamente a lo largo de los años noventa. La ruptura del PRI, con la salida de la corriente centroizquierdista de Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, y la formación del Frente Democrático Nacional para enfrentar al partido oficial, plantearon por primera vez en muchos años la posibilidad de una elección competida e incluso de un triunfo opositor en la presidencial. La imposición de Carlos Salinas clarificó aún más para la oposición que representaba el naciente Partido de la Revolución Democrática y para algunos sectores de la sociedad civil el programa inmediato de la democratización: garantizar comicios limpios y transparentes en los que los votos contaran y se contaran, apertura de los grandes medios de difusión a las expresiones no oficialistas y otras reformas necesarias.
No obstante, las elecciones federales de 1991 dieron como resultado una significativa recuperación del PRI de Salinas de Gortari, que permitió de inmediato, con una mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, hacer modificaciones muy trascendentes a la Constitución en sus artículos 27 (privatización de tierras ejidales), 3º y 130 (“libertad de educación”, reconocimiento de las iglesias y dotación de derechos políticos, con restricciones, a los ministros de culto, así como establecimiento de relaciones diplomáticas con El Vaticano). Se trató de la asunción del programa de gobierno del derechista Partido de Acción Nacional por el gobierno salinista, que reconoció, además a este partido su primer triunfo en un gobierno estatal, el de Baja California, y le entregó por una concertacesión el de Guanajuato. El cambio de régimen de partido único había comenzado por abajo, pero también desde arriba mediante pactos entre el gobierno y el partido de la derecha y el conservadurismo.
Fue al final del gobierno de Salinas, en 1994, con el levantamiento de los indígenas de Chiapas, organizados en el EZLN, y los asesinatos del candidato presidencial oficial Luis Donaldo Colosio y del líder priista José Francisco Ruiz Massieu, ambos sin un completo esclarecimiento pero dejando la evidencia ante la sociedad de la descomposición y pugnas dentro del PRI, que se avanzó en los procedimientos electorales. Salinas había creado en 1990 el Instituto Federal Electoral, que sustituyó a la antigua Comisión Federal Electoral dependiente de la Secretaría de Gobernación; ahora, una nueva reforma lo declaró un organismo autónomo de los poderes federales y ciudadanizó a su órgano superior, el Consejo General, que ahora estaría integrado sin participación directa del Ejecutivo.
El cambio de paradigma electoral se reflejó en las elecciones de 1997. Por primera vez, en esas intermedias, el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados. La segunda fuerza fue el PRD, presidido por Andrés Manuel López Obrador, que desplazó al PAN de esa posición y además ganó con Cuauhtémoc Cárdenas la jefatura de Gobierno del Distrito Federal, que por primera vez elegía a su gobernante local. En los siguientes tres años, tanto el PAN como el PRD lograron triunfos importantes en las elecciones de gobiernos y congresos estatales y presidencias municipales. El declive del partido antes invencible se perfilaba ya irreversible.
En el 2000 se dio, al fin, una alternancia en la presidencia de la República, con el triunfo del panista Vicente Fox. Pero eso no significó una ampliación de las prácticas democráticas. El gobierno “de empresarios para empresarios” no promovió reformas en ese sentido, aunque sí aceleró el debilitamiento del PRI como partido, que perdía cada vez más espacios en los Estados y municipios. El a la postre fallido intento de desafuero del jefe de Gobierno López Obrador, que ya despuntaba como el político más popular en el país, y al que el presidente tuvo que renunciar, exhibió cabalmente que para el mandatario guanajuatense la democracia no era axiomática, sino sólo instrumental, en tanto le había servido para alcanzar el poder. No pudo, en cambio, imponer al candidato de su partido a la presidencia, Santiago Creel, y fue rebasado por otras fuerzas al interior del PAN que impulsaron a Felipe Calderón.
La elección de 2006 mostró que, a pesar de los avances logrados en el derecho electoral, el respeto al voto no estaba garantizado, ni tampoco la claridad en los resultados. La falta de transparencia y luego el controversial fallo del Tribunal Electoral, que dio el triunfo a Calderón por un margen de décimas de punto sobre López Obrador, dieron lugar a múltiples cuestionamientos, denuncias de fraude y a la demanda del frente lopezobradorista (PRD-PT-Convergencia) del recuento “voto por voto”, y luego a un amplio movimiento de protesta que ocupó durante casi 50 días el Zócalo y varias importantes avenidas, incuído el Paseo de la Reforma.
Las elecciones de 2006 mostraron, eso sí, un mayor declive del PRI, que quedó en tercer lugar. La confrontación se había trasladado a dos partidos (o coaliciones) antes opositores: el PAN y el PRD, un signo más de la llamada transición democrática, que también era un cambio de régimen. Aun la llegada del priista Peña Nieto a la presidencia en 2012, mediante una intensa campaña de medios preparada con mucha anticipación, y una operación de compra de votos para la jornada electoral de ese año, no fue suficiente para reconstruir el antiguo régimen.
La edificación de un nuevo partido, el Morena en un muy corto periodo, y como producto principalmente de la ruptura del PRD, fue una proeza organizativa y electoral debida principalmente a la popularidad de Andrés Manuel López Obrador. Fue desde el inicio un partido hecho especialmente para llevar a éste a la presidencia, que en su primer intento como tal en 2018 (aunque el tercero del candidato), logró su objetivo.
Lo que no sabíamos quienes apoyamos de diversas maneras las campañas del tabasqueño era que éste, una vez en la presidencia, asumiría una serie de políticas regresivas y restauradoras en materia de democracia: militarización sin precedentes de la seguridad pública y la gestión gubernamental; ataques y debilitamiento deliberado de los organismos autónomos de control constitucional establecidos en el prolongado periodo de desmontaje del régimen presidencial-priista; iniciativa de desaparición de la representación legislativa proporcional para borrar, o casi, a las oposiciones; opacidad y ocultamiento de la información pública mediante “reservas” o declaratorias de “seguridad nacional” a obras públicas; socavamiento y captura de la presidencia del INE; defensa de la prisión preventiva oficiosa, que atenta contra derechos humanos; combate sólo simulado a la corrupción; uso faccioso de los programas sociales con fines electorales; contención de reformas legales que afectaran al sector empresarial, como la regulación de comisiones bancarias y la jornada de 40 horas; intento, ahora, de captura del Poder Judicial mediante la partidización de sus integrantes. Como en los tiempos de gloria del priismo, el nuevo partido oficial sirve como mera correa de transmisión de arriba hacia abajo.
Se trata, sin más, de que la nueva mayoría legislativa lograda el 2 de junio sea el camino para revertir el paulatino cambio de régimen iniciado en los años 90 para restaurar el presidencialismo exacerbado y el sistema de partido de Estado sometido al Ejecutivo, reproduciendo la ya muy conocida fórmula de los años sesenta o setenta. De manera inminente, si no hay fuerzas que contengan esas tendencias políticas, esa será la nueva realidad en la que nos ubicaremos.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH.
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