El mundo se ha multiplicado o, más exactamente, se ha hecho infinito por Internet. Este conjunto de redes capaz de conectar todo, con posibilidades de expandir todo, es, en efecto, un nuevo mundo. Solamente treinta años después de que se generalizase, Internet ha mostrado la potencialidad de lo virtual: ha transformado las sociedades como si […]
El mundo se ha multiplicado o, más exactamente, se ha hecho infinito por Internet. Este conjunto de redes capaz de conectar todo, con posibilidades de expandir todo, es, en efecto, un nuevo mundo. Solamente treinta años después de que se generalizase, Internet ha mostrado la potencialidad de lo virtual: ha transformado las sociedades como si se tratara de un nuevo proceso de civilización que no ha requerido apenas tiempo para alterar las costumbres, la manera de investigar, la forma de comunicarse, hasta producir una nueva subjetividad. La apariencia de realidad que supone lo virtual lleva a un nuevo escenario que Baudrillard definió en El crimen perfecto , ensayo publicado ya en 1995. Una nueva época, más allá de la reproducción técnica que teorizara Walter Benjamín respecto a la obra de arte.
Que esta nueva matriz histórica, que con un ajustado criterio algunos críticos han llamado postmodernidad, esté sustentada sobre una materialidad de real explotación laboral (producción en fábricas de aparatos técnicos, dominio del comercio de minerales esenciales para elaborar componentes electrónicos básicos para el funcionamiento de los ordenadores, etc.) y de dominio de unos países por otros, no elimina lo que la llamada «Ley Sinde», en consonancia con otros planteamientos legislativos europeos, trata de hacer: una nueva acumulación originaria. En las cuentas de la lógica capitalista está que el mundo multiplicado de Internet puede significar un excedente acumulable y convertible en dinero sin precedentes. La transformación producida por la revolución industrial desde el punto de vista de los cambios socioeconómicos, tecnológicos y culturales fue, en realidad, el resultado de varios siglos de cambios que Marx llamó acumulación originaria. En el capítulo XXIV de El Capital, Marx analiza el punto de partida de todo el proceso de acumulación capitalista: la expropiación que despoja de los medios de producción al trabajador. Con la revolución virtual (estructuralmente conformada en el interior de una sociedad del consumo) esta acumulación originaria significa la expropiación de ese mundo multiplicado a los ciudadanos. Si como planteaba Marx en ese capítulo «el dinero y la mercancía no son capital desde un primer momento como tampoco lo son los medios de producción y de subsistencia», sino que requieren ser transformados en capital, de lo que somos testigos con la llamada «Ley Sinde», antes que de todos los aspecto jurídicos denunciados por FACUA, Neoteo, Rebelión , Diagonal y por muchas organizaciones y colectivos, es del hecho de que esta ley legitima, hace efectiva, esta expropiación del mundo y convierte el intercambio de materiales virtuales en capital. Los tramos de este proceso pueden seguirse desde el canon por copia privada (1987) por el que se compensa económicamente a autores, editores y artistas, asociados en empresas de gestión de derechos de autor, por adquirir medios técnicos para la reproducción (CDs, grabadoras, discos duros, etc.) hasta esta «Ley Sinde», pasando por la «Ley de la Lectura, del Libro y de las Bibliotecas» (2007), por el que las bibliotecas pagan 20 céntimos por el préstamo de cada libro.
Más allá de las relaciones mercantiles que existen en Internet (compra de descarga s, venta de publicidad, etc.), esta ley afecta, como escribían los firmantes del manifiesto «En defensa de los derechos fundamentales en Internet«, al libre ejercicio de las libertades de expresión, información y el derecho de acceso a la cultura a través de Internet», declarando que: «Los derechos de autor no pueden situarse por encima de los derechos fundamentales de los ciudadanos, como el derecho a la privacidad, a la seguridad, a la presunción de inocencia, a la tutela judicial efectiva y a la libertad de expresión» y que «La nueva legislación propuesta amenaza a los nuevos creadores y entorpece la creación cultural. Con Internet y los sucesivos avances tecnológicos se ha democratizado extraordinariamente la creación y emisión de contenidos de todo tipo, que ya no provienen prevalentemente de las industrias culturales tradicionales, sino de multitud de fuentes diferentes» hasta proponer «una verdadera reforma del derecho de propiedad intelectual orientada a su fin: devolver a la sociedad el conocimiento, promover el dominio público y limitar los abusos de las entidades gestoras».
Pero el problema no es, al final, la legislación sino que ese capitalismo tardío, que definió Ernst Mandel en los sesenta, ha encontrado nuevos mundos que explotar: los reales (el agua, la sanidad pública, la información) y los virtuales. Si como escribía Marx «el modo capitalista de producción y de acumulación, y por ende también la propiedad privada capitalista, presuponen el aniquilamiento de la propiedad privada que se funda en el trabajo propio, esto es, la expropiación del trabajador», el capitalismo virtual añade la expropiación (ahora en esta fase de acumulación primitiva) de este medio de comunicación, de este acceso libre al mundo duplicado que también construye, desde hace aproximadamente treinta años, nuestro mundo real.
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