Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Después de cinco años luchando para limpiar su nombre -calumniado sin descanso aunque sin acusarle de delito alguno-, Assange está más cerca de la justicia y exculpación, y quizá de la libertad, que en ningún otro momento desde que fue arrestado y recluido en Londres en virtud de una orden de extradición europea, ahora desacreditada por el Parlamento.
El grupo de trabajo de la ONU basa su dictamen en el Convenio Europeo de Derechos Humanos y otros tres tratados que son vinculantes para todos sus firmantes. Tanto Gran Bretaña como Suecia han participado en la larga investigación de dieciséis meses de la ONU, presentando pruebas y defendiendo su posición ante el tribunal. Actuarían despectivamente ante el derecho internacional si no cumplieran la sentencia y no permitieran que Assange abandonara el refugio que el gobierno ecuatoriano le ha garantizado en su embajada en Londres.
En celebrados casos anteriores dictaminados por el Grupo de Trabajo -Aung Sang Suu Kyi en Birmania, el dirigente de la oposición encarcelado en Malasia Anwar Ibrahim, el periodista del Washington Post detenido en Irán Jason Rezaian-, tanto Gran Bretaña como Suecia apoyaron al tribunal. La diferencia ahora es que la persecución y confinamiento de Assange tiene lugar en el corazón de Londres.
El caso Assange no se debe ante todo a las alegaciones de conducta sexual inapropiada en Suecia, donde la fiscal jefe de Estocolmo, Eva Finne, descartó el caso diciendo: «No creo que haya razón alguna para sospechar que ha cometido una violación», y una de las mujeres implicadas acusó a la policía de fabricar pruebas y de tratar de «encajarlas» y de protestar porque ella «no quisiera acusar de nada a Julian Assange», y una segundo fiscal volvió a abrir misteriosamente el caso después de una intervención política y luego lo paró.
El caso Assange hunde sus raíces a través del Atlántico en un Washington dominado por el Pentágono, obsesionado con perseguir y procesar a los denunciantes, especialmente a Assange por haber expuesto en WikiLeaks los gravísimos crímenes de EEUU en Afganistán e Iraq: la matanza indiscriminada de civiles y el desprecio por la soberanía y el derecho internacional. Nada de esto, decir la verdad, es ilegal en virtud de la Constitución estadounidense. Barack Obama, profesor de derecho constitucional, cuando era candidato presidencial en 2008 alabó a los denunciantes como «parte de una democracia sana y a quienes debe protegerse de represalias».
Obama, el traidor, ha perseguido desde entonces a más denunciantes que todos los presidentes estadounidenses juntos. La valiente Chelsea Manning cumple una sentencia de 35 años de cárcel tras haber sido torturada durante el largo período de detención anterior al juicio.
La perspectiva de un destino similar ha colgado sobre Assange como una espada de Damocles. Según documentos publicados por Edward Snowden, Assange está en una «lista de caza de hombres». El vicepresidente Joe Biden le ha llamado «terrorista cibernético». En Alexandra, Virginia, un gran jurado secreto ha tratado de inventar un delito por el que Assange pueda ser procesado por un tribunal. Aunque no sea estadounidense, se le está intentando enredar desenterrando una ley de hace un siglo contra el espionaje, utilizada para silenciar a los objetores de conciencia durante la I Guerra Mundial; el Acta de Espionaje tiene disposiciones para castigar tanto con cadena perpetua como con pena de muerte.
La capacidad de defenderse de Assange en este mundo kafkiano se ha visto entorpecida al declarar EEUU que su caso es secreto de Estado. Un tribunal federal ha bloqueado la publicación de cualquier información acerca de lo que se conoce como la investigación de «seguridad nacional» de WikiLeaks.
El papel secundario en esta farsa lo ha jugado la segunda fiscal sueca, Marianne Ny. Hasta hacer poco, Ny se había negado a cumplir un procedimiento europeo de rutina que le exigía viajar a Londres para interrogar a Assange y así hacer avanzar el caso que James Catlin, uno de los abogados de Assange, llamó «un hazmerreir… es como si fueran inventándolo mientras intentan seguir adelante». De hecho, incluso antes de que Assange abandonara Suecia hacia Londres en 2010, Marianne Ny no hizo intento alguno de interrogarle. En los años siguientes no ha explicado nunca de forma adecuada, incluso ante sus propias autoridades judiciales, por qué no completó el caso que con tanto entusiasmo volvió a abrir, al igual que nunca ha explicado por qué se ha negado a garantizar a Assange que no será extraditado a EEUU en virtud de un acuerdo secreto entre Estocolmo y Washington. En 2010, el Independent de Londres reveló que los dos gobiernos habían discutido de forma anticipada sobre la extradición de Assange.
Luego tenemos al diminuto y valiente Ecuador. Una de las razones por las que Ecuador concedió asilo político a Julian Assange fue porque su propio gobierno, en Australia, no le había ofrecido la ayuda a la que tiene legalmente derecho y le había abandonado. La colusión de Australia con EEUU contra un ciudadano propio queda clara en documentos filtrados; no tiene EEUU vasallos más leales que los obedientes políticos de las Antípodas.
Hace cuatro años, en Sidney, pasé varias horas con Malcolm Turnbull, miembro liberal del parlamento federal. Debatimos sobre las amenazas a Assange y sus amplias implicaciones para la libertad de expresión y la justicia, y por qué Australia estaba obligada a apoyarle. Turnbull es ahora el primer ministro de Australia y, mientras escribo estas líneas, está asistiendo a una conferencia internacional sobre Siria acogida por el gobierno de Cameron, a unos quince minutos en taxi de la habitación que Julian Assange lleva ocupando desde hace tres años y medio en la pequeña embajada ecuatoriana, justo al lado de Harrod’s. La conexión siria es importante aunque no se hable de ella; fue WikiLeaks quien reveló que EEUU había planeado hacía tiempo derrocar al gobierno de Asad en Siria. Hoy en día, entre encuentros y saludos, el primer ministro Turnbull tiene la oportunidad de contribuir a la conferencia con un propósito y verdad mínimos dejando oír su voz en defensa de un compatriota injustamente encarcelado por el que tanta preocupación mostró cuando nos reunimos. Todo lo que tiene que hacer es citar el dictamen del Grupo de Trabajo de la ONU sobre Detenciones Arbitraria. ¿Recuperará así una parte de la reputación de Australia para el mundo decente?
De lo que no cabe duda es que el mundo decente le debe mucho a Julian Assange. Nos contó cómo se comporta en secreto el poder indecente, cómo miente y manipula y se involucra en actos de enorme violencia, en mantener guerras que matan y mutilan y en convertir a millones de seres en los refugiados que vemos en las noticias. Sólo por contarnos esa verdad Assange ya se ha ganado su libertad, aunque tiene derecho a la justicia.
John Pilger es un periodista, cineasta y escritor de origen australiano. Es autor, entre otros, del libro: «Freedom Next Time». Sus documentales pueden verse de forma gratuita en su página web: http://www.johnpilger.com/
Fuente: http://johnpilger.com/articles/freeing-julian-assange-the-last-chapter
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión como fuente de la misma.