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Carta a los electores

Fuentes: Rebelión

¿Son los electores los que eligen? ¿O, más bien, ratifican lo que ya estás decidido, dependiendo de la correlación de fuerzas? Pero, ¿cuáles fuerzas, las directas, que emergen del pueblo o las fuerzas mediadas, institucionales, que emergen de las estructuras de poder? Ciertamente que no es tan sencillo, pues hay una variedad de contingencias, por […]

¿Son los electores los que eligen? ¿O, más bien, ratifican lo que ya estás decidido, dependiendo de la correlación de fuerzas? Pero, ¿cuáles fuerzas, las directas, que emergen del pueblo o las fuerzas mediadas, institucionales, que emergen de las estructuras de poder? Ciertamente que no es tan sencillo, pues hay una variedad de contingencias, por lo tanto, contextos y desenlaces diferentes. Se puede, de todas maneras, hipotéticamente definir un intervalo de opciones; desde, el punto más óptimo, cuando el pueblo decide, hasta el punto más negativo, cuando el poder decide o, mejor dicho, define. Por otra parte, también debe quedar claro, que la base de la política es la democracia, el ejercicio de la democracia. Sobre estos dos ejes podemos comenzar la reflexión.

Para garantizar que sean los electores los que se aproximen al punto óptimo, que ellos decidan, que ellos dispongan, que ellos ejerzan la democracia, es decir, que se efectúa el gobierno del pueblo, es indispensable que se cumplan ciertas condiciones de posibilidad históricas. El control de las reglas del juego debe caer en manos del pueblo, no de los contendientes, tampoco del Estado, menos del gobierno de turno o de los partidos concurrentes. No se trata, desde luego, de la decantada división de poderes, del postulado equilibrio de poderes, que, en realidad, no se cumple, sino de un efectivo control por parte del pueblo. El equilibrio y la división de poderes, en todo caso, incluso si se cumplieran, forman parte del Estado; lo que no es, desde ya una garantía de imparcialidad, no tanto respecto a los partidos, sino en lo que respecta al control de la clase política y su relación separada con la sociedad. En la democracia formal, institucionalizada, que ha restringido el carácter participativo de la democracia, es el Estado el que ha definido las reglas del juego, garantizando el predominio de la clase política; ya sea que se monopolice o se concentre en un partido o en un grupo de partidos, incluso en todos. La clase política, es decir, los partidos políticos, independientemente de sus contrastes y disputas, contradicciones y hasta antagonismos, conlleva determinados intereses, que no son, necesariamente, los intereses de la sociedad. El pueblo requiere establecer el control democrático sobre el sistema electoral, estableciendo prerrequisitos que garanticen tanto la participación como la información, así como el conocimiento de los postulantes, las propuestas, los programas y los vínculos de los partidos, asociaciones ciudadanas y organizaciones involucradas. Esta condición de posibilidad implica que la instancia del sistema electoral recaiga en manos del pueblo, bajo el control directo de la sociedad, no del Estado. Que se declare constitucionalmente que el Órgano electoral debe ser independiente, no es una garantía suficiente, pues sigue formando parte del Estado, de los poderes del Estado. Incluso, en el caso, de que se logre esta clausula de independencia; por ejemplo, eligiendo a notables y no a políticos, en la medida que este Órgano es estatal, tiene definido sus límites operativos. La sociedad debe recuperar para sí el control sobre esta instancia y medio de la reproducción del Estado. El Estado no puede tener el monopolio también del sistema electoral.

Este problema no es de ahora, en relación a la elección que viene, de ninguna manera. Este problema se acarrea desde el restablecimiento de la democracia (1982), sin hablar de las formas electorales anteriores, las controladas por la dictadura militar (1966), las del periodo de la revolución nacional (1952-1964), los de los periodos liberales (1900-1951), con el interregno de gobiernos militares. No es un problema boliviano; es un problema congénito a la democracia formal. La Constitución boliviana (2009) establece un sistema de gobierno de democracia participativa, de ejercicio plural de la democracia, directa, comunitaria y representativa. La consecuencia de esta definición, debería haber sido la construcción colectiva de la decisión política, de la ley y de la gestión pública, tal como se expresa la Constitución, además, el control social directo sobre el sistema electoral. Que no este control directo de la sociedad sobre el sistema electoral no esté explícito en la Constitución no debería ser un problema, pues se trata de realizar la estructura fundamental de la Constitución. Uno de los principales artículos de la Constitución (Artículo 11) establece que el sistema de gobierno es el de la democracia participativa, el ejercicio plural de la democracia, directa, comunitaria y representativa.

Es verdad que conformar una instancia como ésta, bajo el control directo de la sociedad, no es una tarea fácil. ¿Cómo hacerlo? ¿Se elige rotativamente? ¿A quiénes? ¿Cómo se lo hace participativo? ¿Cómo se lo hace dinámico, buscando siempre profundizar el ejercicio democrático? Estos problemas son acuciantes, sobre todo cuando estamos acostumbrados a la separación entre Estado y sociedad, al manejo burocrático, a la institucionalidad. Sin embargo, estos problemas son prioritarios cuando se requiere salir del círculo vicioso de elecciones condicionadas por estructuras establecidas, circunscritas a la legitimación de lo que hay institucionalmente.

Desde esta perspectiva, no son un referente claro las disputas entre el partido de gobierno y los de la oposición u oposiciones. Sin cuestionar la validez de los argumentos de ambos, sin ponderar cuales de los argumentos pesa más, incluso en el caso que se pueda inclinar por los argumentos oficiales, este no es un referente primordial, pues la cuestión no es quién tiene la «verdad», sino cómo se puede garantizar la democracia, en pleno sentido de la palabra, el gobierno del pueblo, por lo menos en lo que respecta sistema de elección y de selección. Si el gobierno estuviera interesado en «mandar obedeciendo», postulado zapatistas, en la profundización de la democracia, en la revolución democrática y cultural, en la realización de la Constitución, esta transferencia del control electoral a la sociedad no debería ser un problema. Este debería ser, por lo menos, un tema de discusión, antes de embarcarse en el proceso electoral que viene; teniendo en cuenta las contradicciones y la crisis del «proceso» de cambio.

No estamos poniendo en discusión que los gobiernos progresistas en Sud América gocen de una amplia votación, que les ha dado mayoría. Estos resultados muestran que hay incidencia popular, de la decisión popular. No es el punto óptimo, pues el pueblo no controla las reglas del juego, empero, no se puede negar el peso popular en los resultados. Sin embargo, el problema es que, debido al formato institucionalizado, estatalizado, la recurrencia a esta modalidad electoral, donde las reglas del juego están dadas, son cerradas y circunscritas, termina convirtiendo la votación en un mecanismo de legitimación, sin acercarse a una mínima participación en lo que respecta al control popular del sistema electoral. Poco a poco los gobiernos progresistas terminan sólo manteniendo el nombre, cuando en los hechos se convierten en una expresión más del mismo Estado, aunque con tono popular.

Los gobiernos progresistas no son el fin, de ninguna manera; este criterio sería conservador y hasta peligroso. Son más bien, el punto de partida para la profundización de la democracia; esto quiere decir, que son el punto de partida de transformaciones estructurales, ente ellas de las formas de ejercer la democracia. Llama la atención, que sean los gobiernos progresistas los que terminan no sólo defendiendo el formato institucionalizado, el control del Estado del sistema electoral, sino los que terminan manteniendo las mismas prácticas de los anteriores gobiernos y de los partidos que estuvieron antes en el ejercicio gubernamental. Es pues preocupante este parecido, esta recurrencia práctica a las formas políticas tradicionales. No se está discutiendo si son o no «progresistas», si se diferencian o no de los gobiernos liberales y neoliberales, sino se está discutiendo el por qué se apegan a prácticas conservadoras, en vez de incursionar en prácticas transformadoras en el ejercicio de la democracia.

No basta controlar el sistema electoral por parte de la sociedad para profundizar la democracia; aunque es un buen comienzo hacia la ruta del ejercicio participativo de la democracia. Hablando de la democracia participativa, es la sociedad la que debería definir una agenda, que comprenda, en primer lugar, los problemas prioritarios que se tienen que resolver. La exigencia a los concurrentes y postulantes en las elecciones debería comenzar por esta agenda, por el cumplimiento de esta agenda. No como promesa, sino como acuerdo, consenso, conformación de los mecanismos operativos de aplicación de la agenda, instrumentos para comenzar a resolver los problemas y marchar en el cumplimiento de la agenda. Este ya es un involucramiento de la sociedad en el ejercicio de la democracia participativa. El cumplimiento de esta conformación de la agenda implica conformar instancias deliberativas sociales, asambleístas, de talleres, de congresos, de espacios de debate y de información. Esto también implica romper con el monopolio de los partidos en los medios de comunicación, el monopolio de los medios empresariales y oficiales sobre el espacio comunicacional. Es indispensable liberar, por lo menos, parte de este espacio a la autogestión de los usuarios. Los medios de comunicación, sean públicos o privados, las leyes de comunicación, no garantizan el derecho de los usuarios, que debería ser el referente fundamental de los derechos de la comunicación. Se restringe la libertad de expresión a la libertad de los medios, olvidándose el derecho de los usuarios a construir opinión social. Se disputa lo público y lo privado, olvidándose del común, de lo que es común a los usuarios, de sus «necesidades» a formarse, a informarse, a la estética. En cambio, están sometidos al apabullante bombardeo publicísticos, comercial, de propagandas, además de pésimos programas, telenovelas de baja calidad, noticiosos reiterativos y mediocres, donde brilla por su ausencia la comunicación investigativa. En lo que respecta, los usuarios tienen que soportar malas entrevistas a los candidatos, con la misma cantaleta. O en su caso, soportar la diatriba entre los partidos. Brillan por su ausencia los programas de información y de análisis político, sustituyéndose este requerimiento, en la mayoría de los casos, por comentarios trillados, deslucidos y restringidamente repetitivos. Por esto, es menester, que la sociedad recupere, liberé, parte del espacio comunicacional para ella.

Estos son solamente pasos hacia la realización plena de la democracia participativa. Como dice la Constitución, la democracia participativa efectiva es la construcción colectiva de la decisión política; podríamos ir más lejos y decir, la construcción colectiva de la política. Como dice también la Constitución, la democracia participativa es la construcción colectiva de la gestión pública; podríamos ir más lejos y decir, la construcción colectiva de la gestión comunitaria y la gestión autonómica. La Constitución también dice la construcción colectiva de la ley; en este caso, no sólo interesa la ley, como desarrollo legislativo de la Constitución, sino interesa, sobre todo, la realización y materialización de las transformaciones estructurales e institucionales en la construcción del Estado plurinacional comunitario y autonómico. Interesa la operacionalización activa, colectiva y participativa de las transformaciones, que tienen como horizonte mundos alternativos, alternativas civilizatorias al capitalismo, a la modernidad y al desarrollo. La democracia participativa es el ejercicio social y colectivo de la formación de consensos, de asociaciones, de complementariedades y reciprocidades, que abren rutas al comunitarismo, a la recuperación de lo común, frente a lo público y lo privado. La democracia participativa es también la experiencia social política donde se forman y constituyen las subjetividades emancipadas.

El segundo eje es la democracia como base de la política. No hay política sin ejercicio democrático, sin ejercer la democracia, sin efectuación de este gobierno del pueblo. La política es la acción de los y las iguales, en el sentido no sólo de derechos, de igualdad jurídica. La igualdad política comprende la equivalencia en las condiciones sociales, culturales, económicas; equivalencia que aparece como «consciencia» de la igualdad, «consciencia» convertida en voluntad de la realización de estas condiciones. La política es una lucha en la consecución de la realización de estas equivalencias. La política es la enunciación de todos, además de suponer la acción y el accionar de todos. La política habla a nombre de todos o, si se quiere, todos hablan a nombre de la política. La política es posible cuando todos son convocados y cuando cualquiera puede convocar a todos. La política se hace imposible cuando se usurpa a todos esta igualdad, cuando un grupo, una clase, habla a nombre de todos y tiene la pretensión de hacer política. Estas son las paradojas en la historia efectiva de la práctica «política». Se pretende realizar la política cuando se la hace imposible; esto ocurre cuando se usurpa esta actividad social y colectiva a nombre de todos, empero efectuada por unos, los representantes. Desde esta perspectiva, podemos llegar a decir que la política se hace posible, se realiza, se efectúa, cuando la democracia es plena, es decir, cuando se ejerce la democracia participativa.

                                      

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