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Chreatividad

Fuentes: Rebelión

Version 1.1

«El odio al otro es nuestra suerte..» (Silvio Rodriguez).

El velo de la tecnomodernidad nos cubre los ojos. El objeto de nuestro pensar es una serie reincidente de ideas que en otros tiempos habrían sido tildadas de banales. Nuestra comunicación se ha reducido a un ejercicio, nada original, de venta al detal. Nuestro dominio es el mercado. Sólo el mercado explica, si es que explicar es describir un fenómeno que se repite sin sentido.

No hay, ni es posible que haya, un sentido. Hay muchos. Tantos como personas. Cada uno con el suyo. Pretender establecer un sentido colectivo es absurdo, pues lo natural es que impere el individuo y su derecho a determinarse por su cuenta, con absoluta originalidad, incluso si esta no se manifiesta.

Así es cómo los principios colectivos se vuelven anti-natura.

La verdad es completamente diferente. La verdad es que somos un misterioso agregado de ese sentido individual, un sistema genético y una clara intuición social.

El individualismo, en consecuencia, es la más incompleta de las soluciones que podemos adoptar para resolver la vida. Ignora la genética e ignora la sociedad.

Debería ser obvio que el socialismo, por el contrario, le lleva ventaja. Comienza allá afuera, donde están los otros, incluyendo a los consanguíneos.

Individuos, sin embargo, es todo lo que se nos permite ser en el mercado que explica. Una visión colectiva no es más que el sueño de algún individuo que se traduce en un plan de venta (al mayor) para manipular a otros individuos con un propósito siempre personal.

Aceptemos este designio (al menos temporalmente). Tantas almas (¿cómo sabemos que son tantas?) no pueden estar equivocadas (al menos no totalmente).

El mercado explica. El mercado se auto-regula. El mercado optimiza el funcionamiento caótico natural de la masa de individuos que pujan por sobrevivir.

El mercado optimiza porque selecciona a los mejores. Los más hábiles. Los más inteligentes. Aquellos capaces de generar y producir más con lo mismo.

Producción neta es el criterio de optimización porque necesitamos esa producción para alimentar (para saciar, no sólo de alimentos) a la masa de individuos. Sin esa producción, pereceríamos. Con menor producción, sufriríamos.

El mercado selecciona porque los individuos compiten. Compiten por sus particulares beneficios.

Nada de metas colectivas. Nada de asociaciones. Nada de cooperativas. Nada de carteles. Compiten para obtener los máximos beneficios individuales.

Pero la competencia es sana, pues los mejores se imponen. Los mejores son los más capaces para generar o producir el sustento de la gran masa. Así que todos ganan. Se alcanza un propósito colectivo que «emerge» de los objetivos egoístas individuales.

Por eso lo mejor es que cada uno se ocupe de su asunto y que el estado intervenga lo mínimo posible, de manera que esa competencia se manifieste en su más pura expresión. Nada que perturbe la competencia puede ser bueno.

Por eso lo mejor es que la petrolera se concentre en petróleo. Los mineros en minería de extracción. Cada empresa en su ramo. El estado en salud (minimálmente), en educación (minimálmente) y en seguridad (categóricamente). Cada uno en lo suyo. No tiene sentido que se pregunten para quién o para qué lo hacen?. No debe tenerlo.

¿Cómo puede este fabuloso modelo descentralizado (y que no depende de políticos escurridizos) estar equivocado?.

Permítanse el inhumano acto de ignorar a los perdedores. A los que, habiendo perdido en la competencia debido alguna carencia natural (las probabilidades de «mala suerte» no cuentan en el modelo) se vean segregados, excluidos, reducidos a una vida miserable o incluso a la muerte. Olvidémoslos a cuenta de alguna curiosa ley natural que pudiera dictar que muchos mueren para que los pocos campeones sobrevivan o vivan mejor: estos lo merecen porque son los mejores.

¿Quienes son los mejores?

Los más aptos para la producción, pues producir más es el criterio.

¿Qué hace falta para producir?

Hacen falta recursos materiales, habilidad técnica, esfuerzo y creatividad, pero antes de todo eso, hace falta CONOCIMIENTO.

El fabuloso modelo descentralizado propone que compitamos por todo eso.

Compitamos por los recursos materiales y los mejores conseguirán los mejores recursos al mejor precio (quizás ignorando algunas consideraciones ambientales que no vienen al caso).

Compitamos por la habilidad técnica y, sin duda, los mejores serán quienes demuestren maestría tecnológica, ideal para la producción masiva.

Compitamos por el esfuerzo y podremos extraer la mayor energía posible de la masa competidora.

Compitamos por la creatividad y serán las ideas (productivas) más brillantes las que designen a los mejores.

Compitamos por el CONOCIMIENTO y estaremos condenando a nuestra propia especie a la eliminación (literal) de individuos cuyo aporte nos habría salvado de catástrofes y de las verdaderas amenazas naturales.

Y es que con el conocimiento el asunto es muy diferente.

Puedes tener las mejores otras cualidades (para la producción claro), pero si no te educas, nunca las desarrollarás.

Puede que tengas alguna carencia natural pero el estudio y el conocimiento te podrían convertir en un productor de primera.

El conocimiento no se desgasta. Si te doy lo que sé, no lo pierdo (van a decir que se pierden algunas «ventajas estratégicas», pero eso no es conocimiento. Es simple información). El conocimiento no tiene que ser un recurso escaso. Así que todo ese argumento de la optimización del mercado simplemente no le aplica.

Más aún, si comparto el conocimiento, otros harán lo mismo y el agregado total será mayor (Si lo devuelvo, crece).

El asunto se complica. Es diferente. Es complejo. No le cabe el mismo modelo simplista.

Así que volvamos a nuestras intuiciones básicas:

Nacen dos niños del mismo sexo, a la misma hora del mismo día en lugares cercanos. Ambos sanos y fuertes. Ambos son amamantados sin problema. Sobrevivirán la infancia sin duda. Pero uno de ellos es hijo de uno de los «mejores»: un acaudalado industrial que ha amasado fortuna compitiendo en algún mercado. El otro es hijo de un recogedor de basura y un ama de casa que no tiene tiempo para trabajar afuera quienes apenas tienen como darle de comer a su numerosa familia.

¿Qué clase de competencia queremos entre esos dos niños?.

¿Debe el segundo heredar el fracaso competitivo de sus padres? ó ¿tendrá derecho a las mismas oportunidades que tiene el primero para competir?.

Para vestirse de demócratas (es decir, defensores y partidarios del gobierno del, por y para el pueblo), todos los sistemas liberales y neoliberales de occidente se pliegan a la misma respuesta: igualdad de oportunidades para todos. Este es también, desde luego, un principio aceptado por los sistemas progresistas, como un caso especial del principio simple de igualdad para todos.

Ambos principios tienen dos consecuencias prácticas inmediatas e indiscutibles cuando se trata de gobernar un pueblo:

Salud para todos y Educación para todos (es decir, CONOCIMIENTO LIBRE).

Cualquier capitalista serio sabe que no se puede competir si no se resuelven esos dos problemas. Los socialistas creen algo más general: no se puede vivir si no se resuelven esos dos problemas.

Este acuerdo entre los (extrem-)ismos, apenas modulado por la generalidad, es sumamente importante. Sugiere que hay algo con lo que cualquier ser humano podría estar de acuerdo. Rescata la posibilidad de superar el relativismo cultural y todos los principios de segregación (que son muchos) que nos ha legado nuestra historia, siempre manchados con sangre.

Lamentablemente, los sistemas neoliberales terminan traicionándose a sí mismos.

La igualdad (la de oportunidades o la más general) es muy difícil de alcanzar. Somos animales diferentes, diversos, distinguibles. Nos resistimos a la homogeneización. Nos resistimos al criterio único, uniforme, especialmente si nos parece muy simple.

Y, como si tal resistencia fuese poca, los sistemas neoliberales le confían la provisión de la igualdad (la de oportunidades en su caso) al mercado. Que se resuelva sola. Que «emerga» en medio de la dinámica pseudo-evolucionista de la libre competencia. Esto es, supuestamente, lo más inteligente que podemos hacer al respecto.

Aunque la naturaleza sea igualmente generosa con ambos (por suerte, claro), el niño hijo de aquel «mejor» acaudalado industrial tendrá claras ventajas. Ese padre, si es un padre (cosa que es bien posible) no podrá resistir el deseo de hacer todo lo que pueda (pagar) para preparar a su hijo para el camino por delante (o quizás para preparar el camino para su hijo, si el muchacho no resulta muy emprendedor (por mala suerte, claro)). Esto sin mencionar el «capital social» que heredará el niño: la red de relaciones que cultivó el padre y que podrían «acompañar» al hijo durante toda su vida, con excelentes oportunidades de negocio. Una red, por cierto, bien soportada por medios preferenciales de acceso al conocimiento (que ahora si incluye a la información).

En este punto, por supuesto, ya no hay igualdad de oportunidades.

La respuesta capitalista es anti-paradigmática: esa igualdad es un ideal y los ideales son utópicos: no se pueden alcanzar. Es mejor dejar de pensar en ideales y en ideologías y conformarnos con lidiar, parcialmente, con la realidad: «todos somos iguales, pero hay algunos más iguales que otros» (¿No es fascinante que esta frase se pueda usar también en este contexto?).

Esta es la traición: Se pliegan al principio porque es un mandato popular, pero realmente no creen que sea posible respetarlo.

La respuesta socialista ha sido diversa y extrema en muchos casos. Los comunistas simplemente cancelan la propiedad privada. Otros socialistas se limitan, por ejemplo, a eliminar el derecho a la herencia o a pecharlo con rigor. En todo esos casos, se reconoce la necesidad de hacer algo al respecto, aunque no se ha tenido mucha suerte con las soluciones. Aún en los casos en los que logran cerrarle al paso al privilegio heredado en la forma de capital, los socialistas han tenido serios problemas para controlar las redes de relaciones que terminan favoreciendo a una élite y perjudicando al colectivo. Parece que todos tendemos a favorecer «a los panas».

La respuesta correcta es el acceso libre al conocimiento. Quizás no es la única respuesta o es la respuesta completa, pero es fundamental.

Fundamental es, pero no es simple.

No se trata de eliminar el conocimiento privado. No se trata de decomisar el patrimonio intelectual o la memoria de cada persona. No se trata de obligar a la gente a decir todo lo que sabe o todo lo que descubrió. No se trata de obligar a ningún individuo a hacer o decir lo que no quiere.

Se trata de establecer un acuerdo práctico: todo el conocimiento consecuencia de un esfuerzo colectivo debe estar libremente disponible para todos.

No parece muy difícil.

Pero es muy difícil.

El sistema nos enseña que el conocimiento que obtenemos en la Universidad es nuestro para sacarle provecho. En ese sentido, el conocimiento ha sido libre por mucho tiempo en las Universidades (las públicas al menos). El Estado le paga a los proveedores de ese conocimiento (los profesores) y estos lo «dictan» libremente a los alumnos, quienes hacen lo que quieren con él (incluso dinero).

Existen, desde luego, mecanismos para regular el acceso a la Universidad Pública. La Universidad está limitada. Son muchos los interesados en estudiar y pocos los profesores. Además, algunos de esos profesores dedican parte importante de su tiempo a tareas de investigación distintas de docencia masiva.

Los investigadores dedican buena parte de su tiempo a eso, a investigar. El «producto» de esas investigaciones suele venir en la forma de artículos que reportan sus resultados con 2 propósitos: 1) que todos los conozcan y 2) que algunos se tomen el trabajo de verificarlos y certificarlos. Los investigadores suelen estar interesados en el objetivo 2) más que en el 1), no por un asunto de desdén al público sino porque su carrera depende (más) de 2) y, de todas formas, esos «productos» suelen ser demasiado complejos para ser entendidos por el amplio público (es decir, si se cultiva cierto desdén por el público).

Lo curioso es que esos investigadores publican sus resultados a través de casas editoriales que luego exigen que el público pague por acceder a ese conocimiento. Las casas editoriales argumentan que ellos organizan el proceso de verificación y certificación aquel (además del marketing claro, con «su» red de relaciones), pero lo que nunca admiten es que lo hacen con la ayuda de los mismos investigadores, muchos de ellos provenientes de instituciones públicas. Esos mecanismos editoriales son el mejor ejemplo del efecto pernicioso de esas redes de relaciones privativas.

El resultado es que ese conocimiento ya no es libre. Está conectado a una maquinaria comercial que pecha al ignorante, es decir, a quien quiere aprender y no está conectado a la red de relaciones de quienes «producen» el conocimiento.

La sociedad humana puede ser mucho más inteligente. Aquí debemos intervenir con una solución colectiva.

Hugo Chávez ha dado muestras de entender la solución. Usando una lógica revolucionaria, ha estado explorando constantemente el espacio para implementar el acceso libre al conocimiento (básicamente desafiando todas las soluciones anteriores). Espacio, por cierto, que él mismo ha sido responsable de expandir con opciones que transcienden los cálculos económicos (algunos dirán que «descuidan» los cálculos económicos).

El avance ha sido limitado. Siempre ha habido problemas más urgentes. Se ha gastado mucho tiempo y recursos en soluciones, que no se enraizan fácilmente, especialmente en contra de una enconada tradición opuesta. Mucho tiempo y recursos creando más burocracia con las mismas características de siempre. Muchas voces opositoras anunciando el fin de los mundos para quienes se opongan al mercado. Muchas voces favorables amenazando con el fin de los mundos pero por las razones equivocadas.

Pero él insiste que esa es la solución.

Chávez ha mostrado que nuestro proceso público puede ser (más) creativo cuando se trata de encontrar soluciones. Pero no es la creatividad o la inteligencia del mercado. Es otra forma de creación del intelecto que quizás merezca un nuevo nombre que sea también difícil de digerir para algunos: Chreatividad.

Copyright ©, 2006. Jacinto Dávila. El autor se reserva el derecho a llamarse autor de este texto y asume la responsabilidad por su autoría. El texto puede ser distribuido sin ninguna otra restricción implícita o explícita.