«Hace ya unos cuantos años que en los países democráticos -no sólo en España- los políticos descubrieron que en el Derecho Penal -más precisamente en el endurecimiento del Derecho penal- había una gran cantera de votos. Corren malos tiempos.»Enrique Gimbernat Ordeig, prólogo a la novena edición del Código Penal, editorial Tecnos, enero 2004. I. Presentación: […]
«Hace ya unos cuantos años que en los países democráticos -no sólo en España- los políticos descubrieron que en el Derecho Penal -más precisamente en el endurecimiento del Derecho penal- había una gran cantera de votos. Corren malos tiempos.»
Enrique Gimbernat Ordeig, prólogo a la novena edición del Código Penal, editorial Tecnos, enero 2004.
I. Presentación: historia de un desencuentro
Me van a permitir que me ponga nostálgico. Aunque uno no está todavía en edad de contar batallitas, lo cierto es que para aquellos que hemos tenido la suerte o desgracia de presenciar la evolución de las redes de telecomunicaciones, hablar de hechos ocurridos allá por 1987, año en el que empecé a ejercer, viene a ser como mentar el Mesozoico. Bien, lo cierto es que uno de los primeros casos en los que tuve que intervenir, en materia de derecho penal «informático», ocurrió por aquellos años. Un buen día me llamó un compañero de promoción, por entonces instalado en un despacho mercantilista, al que le habían encargado la defensa de una pequeña empresa de ensamblaje de clónicos, que estaba siendo acusada por instalar sistemas operativos gratuitos -vamos, gratuitos para sus clientes, ustedes ya me entienden- en los ordenadores que vendían. Como mi amigo sabía que a mí me gustaba jugar a marcianos, y perder el tiempo conectándome a BBS, pues la cuestión es que me pidió una opinión sobre su caso, cosas de principiantes.
La cuestión es que analizando el tema, pudimos saber que la acusación se basaba en la compra de un ordenador con sistema operativo preinstalado a petición del cliente, que resultó ser un detective de la empresa denunciante, el cual había insistido a mi cliente para que le «regalasen» el sistema si compraba el ordenador. Claro está que la denuncia no decía eso, todo lo contrario: mi cliente era, según la acusación, un pirata. Con el batiburrillo de hormonas y cinco años de carrera mal digeridos, ya se imaginarán Vds. mi planteamiento del caso: «Estamos ante un delito provocado, hay que llegar hasta el Tribunal Constitucional». Afortunadamente para las finanzas del cliente, se optó por una salida pactada con la empresa denunciante, a la que se compraron un montón de sistemas operativos, se archivó el caso, y todos tan contentos. ¿Todos? No, alguien había hecho el primo, trabajando para el diablo: la Policía.
Pasando los años, y a la medida que avanzaba esto de la informática, fui descubriendo que, en buena parte de los casos, el perdedor siempre era el mismo: el funcionario de turno al que le tocaba redactar un atestado lleno de términos raros, al objeto de conseguir que un juez dictase una orden de entrada y registro para llevarse un montón de ordenadores. Ordenadores que se tardaban años en peritar, todo a cargo del erario público, para que al final se llegase a un pacto entre denunciante y denunciado. Alguna vez se llegaba a juicio, no obstante, especialmente si el acusado era insolvente, con lo cual el procedimiento era igualmente inútil. Estamos hablando, recuérdese, de infracciones penales contra los derechos de autor, muchos años antes de que llegase el top manta: si el acusado no tenía antecedentes, la única repercusión era económica, y su insolvencia determinaba la absoluta inutilidad del procedimiento.
De aquellos años me quedó, al igual que a muchos de los funcionarios con los que coincidí, un absoluto escepticismo en lo que se refiere a la represión penal de la piratería. Al principio, nos veíamos como enemigos, pero con el tiempo, no tuvimos más remedio que respetarnos y ocupar nuestros respectivos papeles en el gran teatro del sistema de represión penal. Suya era la responsabilidad de la obra principal, la «desarticulación», ese curioso término acuñado, mano a mano, por gabinetes de prensa policiales y periodistas de sucesos. Nuestra responsabilidad se circunscribía al juicio, un psicodrama ejecutado por meros figurantes, cuya importancia mediática era inversamente proporcional a la de los derechos y libertades implicados.
El delito informático se reducía entonces al delito contra la propiedad intelectual, la copia ilegal de programas de ordenador. Mucho ha llovido desde entonces. En 1995 se aprobó un nuevo Código Penal que tipificó los nuevos delitos informáticos, un Código Penal que ha sido reformado en varias ocasiones, incorporando en 1999 y en 2004 nuevos delitos informáticos. Voy a hablarles de ellos desde la perspectiva de la defensa del internauta, desde la perspectiva de los denominados «ciberderechos».
II. Los ciberderechos no existen
Lo he dicho en varias ocasiones, y hoy lo repito: los ciberderechos no existen, como no existen los delitos «informáticos». Los derechos humanos y su antítesis, los delitos, son los mismos fuera y dentro de la Red. Cuando hablamos de ciberderechos o ciberdelitos nos referimos a derechos o delitos que pueden ejercerse, o cometerse, mediante medios telemáticos.
No necesariamente es delito informático aquel que tiene como «cuerpo del delito» un ordenador, puesto que en tal caso caeríamos en el ridículo de hablar de delito informático cuando se le da un martillazo a un monitor (algo no tan infrecuente, por otra parte). En la medida que los ordenadores, y más allá, las redes informáticas, se han imbrincado de forma inexorable en nuestras vidas, se ha abierto la posibilidad de ejercer derechos fundamentales, o atentar contra bienes jurídicos, por vía telemática.
Todos los bienes jurídicos pueden lesionarse por vía informática. Podemos establecer una clasificación acudiendo al catálogo de derechos fundamentales recogidos en la Constitución, o a los diferentes Títulos del Código Penal. En ambos casos será una clasificación inútil, porque la evolución del delito informático estará siempre condicionada por los avances de la técnica. Les pondré un ejemplo, desgraciadamente muy reciente.
En el año 2001, a raíz de una invitación del Centro de Estudios de la Administración de Justicia, publiqué una ponencia sobre ciberdelitos, en la que a la hora de hablar de ciberderechos que podían vulnerarse mediante medios informáticos, establecía una clasificación provisional , en la que mencionaba la libertad, la privacidad, la hacienda pública, el patrimonio y el orden socioeconómico, la fe pública… En aquel momento no mencioné el derecho a la vida y la integridad física, entre otras razones por la persecución de la que es víctima Internet: cualquier ocasión es buena para criminalizar la Red desde los medios de comunicación tradicional. Nunca me ha parecido que sea la mejor forma de popularizar el uso social de Internet salir diciendo que el sabotaje informático puede afectar a hospitales, aeropuertos, o ferrocarriles…
El 11-M nos ha demostrado, con trágica ironía, que cualquier delito puede cometerse -o investigarse- haciendo acopio de medios telemáticos. Las investigaciones por los atentados de Madrid empezó como tantos otros delitos tecnológicos, intentando localizar a los vendedores de las tarjetas-chip con las que se había cometido el delito. Toda una red telemática, que incluye transmisión de satélite, había sido instrumentalizada para cometer asesinatos colectivos.
III. Escala de valores
Comentaba al principio que los primeros delitos informáticos eran delitos contra la propiedad, persecución policial de la piratería. Si observamos las estadísticas actuales, podemos comprobar que se siguen llevando la parte del león, a consecuencia de la proliferación del top manta. También recientemente ha sido objeto de actuación policial la distribución a través de Internet de obras protegidas por derechos de autor.
El Cuerpo Nacional de Policía y la Guardia Civil llevan a cabo una ingente labor en el terreno de la erradicación de la piratería. No seré yo quien pida que se dejen de perseguir delitos que afectan sobremanera al desarrollo de la vida cultural en nuestro país. Pero sí pediría una reflexión sobre la escala de valores que manejamos.
A partir del próximo 1 de octubre entrará en vigor un nuevo redactado del Código Penal, en virtud de lo dispuesto en la Ley Orgánica 15/2003. Los delitos contra la propiedad intelectual pasarán a perseguirse de oficio, sin necesidad de denuncia previa. Mucho me temo que a partir de esa fecha van a ser frecuentes redadas multitudinarias de vendedores callejeros. La redada es un instrumento bastante inútil desde el punto de vista de la eficacia policial, pero excelente desde un punto de vista mediático: ofrece a los contribuyentes bienpensantes sensación de seguridad, especialmente cuando se dirigen contra el colectivo inmigrante. Y además la SGAE tan contenta.
Luego pasa lo que pasa. Juicios en los que el Ministerio Fiscal pide 18 meses de prisión por tres copias de videojuegos, valoradas en poco más de 100 euros. Y jueces con dos dedos de frente que dictan sentencias absolutorias.
Y es que los responsables de la persecución del delito tienen a veces serios problemas de escala de valores, que en el terreno del delito informático no se circunscriben exclusivamente a la propiedad intelectual, sino que afectan a ciberderechos mucho más serios, como la privacidad.
En pasadas fechas, tuvo lugar un juicio oral en el que el Ministerio Fiscal solicitaba una pena de cinco años de prisión por revelación de secretos y daño informático. Se trataba de un caso en el que una persona interceptó los mensajes de correo electrónico de otra, procedió a usurpar su personalidad y su cuenta de correo, se dedicó a remitir correos electrónicos desde la dirección de la víctima, haciéndose pasar por ella, y finalmente procedió a destruir toda la correspondencia electrónica. Delitos contra la intimidad, contra la fe pública y contra el patrimonio. El Ministerio Fiscal consideró que los hechos no eran suficientes para enviar a la cárcel a una persona, y pactó una pena de dos años.
Esa misma pena, y otras superiores, se solicitan en delitos contra el patrimonio y el orden socioeconómico. En estos momentos hay una persona condenada a tres años de prisión por un delito de revelación de secretos de empresa, pendiente de recurso ante el Tribunal Constitucional. Cuando se vulnera el derecho de propiedad se vulnera un derecho, pero no un derecho fundamental, en el sentido que vienen definidos por nuestra Carta Magna, artículos 14 a 29. Y sin embargo, el Ministerio Fiscal está dispuesto a que un ciudadano vaya a prisión por vulnerar el derecho de propiedad, y no cuando se vulnera el derecho a la intimidad, que sí es fundamental.
Hemos de poner en el justo lugar de la escala de valores los bienes jurídicos vulnerados. Falsificar una tarjeta de crédito tiene una pena de entre 8 y 12 años de prisión, una pena muy superior a la distribución de pornografía infantil, donde el bien jurídico dañado es, ni más ni menos, que el derecho a la libertad y al pleno desarrollo de la personalidad de los menores.
También afecta al derecho a la libertad el acoso moral y sexual en el trabajo, conductas cuya comisión es posible a través de correo electrónico. ¿Son perseguidas adecuadamente, o los agentes encargados de su represión se les ocupa prioritariamente en peritar colecciones privadas de cd-rom?
IV. Vicios privados, públicas virtudes
«España entera es una banda organizada, que el día menos pensado será desarticulada. Un país entero lleno de defraudadores: a ver cómo se comen si no, los cientos de miles de altas en la televisión de pago, que no han dicho ni mu cuando les subieron la tarifa básica, de no ser porque hasta el más tonto tiene instalada una tarjeta pirata. Un país entero que calla y consiente, mientras tenga una cabeza de turco en la que expiar las culpas de nuestra cobardía. Esa es la noticia que nadie se atreve a publicar, menos Kriptópolis y @rroba.»
Son palabras escritas en el año 2001, a raíz de una operación de desarticulación de presuntos defraudadores de televisión de pago. Se suceden muchas operaciones similares, siendo detenidas decenas de personas. Al cabo de los años, autos de archivo, sentencias absolutorias.
Se procesa a personas por el simple ejercicio del derecho a la libertad de expresión, a la libertad de información. Páginas web que son cerradas porque perjudican los intereses económicos de grandes empresas. Ordenadores portátiles recién adquiridos que son incautados durante años, discos duros cuyo contenido es destruido para siempre. Personas que han sido detenidas en su puesto de trabajo, con la repercusión que ello tiene para su estabilidad laboral, familiar y emocional. Todo por beneficiar a una empresa privada. Todo inútil: los hechos no eran constitutivos de delito.
No estoy hablando de un caso aislado, sino de una situación constante, tanto en el terreno de la propiedad intelectual como en el de la televisión de pago, como en el de la telefonía móvil. El día 13 de marzo 2001, la Audiencia Provincial de Barcelona, en sentencia de la que es ponente la Magistrada Roser Bach Fábrego, establece que desbloquear teléfonos móviles no es delito. A raíz de esta sentencia, y de las anteriormente comentadas, para eludir lo que han establecido los jueces, el gobierno del Partido Popular decide criminalizar dicha conducta reformando el Código Penal.
En los últimos días, a raíz del 11-M, hemos tenido ocasión de comprobar cómo se criminaliza desde los medios de comunicación el desbloqueo de móviles, una práctica que al parecer se llevaba a cabo desde el locutorio de Lavapiés regentado por uno de los acusados. Pues bien, dicha conducta no ha sido considerada delictiva por la sentencia que les he comentado. Y precisamente por ello se ha decidido criminalizarla en el nuevo Código Penal.
La Ley Orgánica 15/2003, de 25 de noviembre, de modificación del Código Penal regula como nuevos delitos informáticos lo que hasta la fecha era ejercicio de derechos, conductas por las que muchas personas han padecido persecución y han sido absueltas. El Estado se presta a colaborar con el poder económico, criminalizando conductas que los jueces han declarado lícitas en sentencia firme. Y se decide incluirlas todas juntas, en un solo artículo utilizado como cajón de sastre. A cada párrafo de dicho artículo le podríamos poner el nombre de una empresa de telecomunicaciones.
El artículo 286 del futuro Código Penal. tipifica como delito el acceso no autorizado a servicios interactivos prestados por vía electrónica, así como a servicios de radiodifusión sonora y televisiva. Lejos de lo que podría parecer, la nueva regulación no afecta únicamente a los delincuentes digitales, sino que incide sobremanera sobre el derecho fundamental a la libertad de expresión e información. Cualquier medio informativo, electrónico o en papel, se va a ver afectado por la nueva regulación. Cualquier sitio web que informe sobre vulnerabilidades, mediante información técnica relativa a la seguridad informática, o que mediante links dirija a sitios de Internet donde se ofrezca dicha información, puede verse acusado de favorecer la comisión de delitos y verse sometido a un proceso penal.
Con la extraordinaria capacidad de convicción que otorga el monopolio informativo, las empresas interesadas han conseguido del actual gobierno la inclusión en el nuevo Código Penal de un artículo 286 en el que se regula de forma explícita el acceso no autorizado a servicios de radiodifusión sonora o televisiva. La versión digital de las grandes superficies comerciales también resulta favorecida por el nuevo delito, al castigarse en el mismo artículo el acceso no autorizado a servicios interactivos prestados a distancia por vía electrónica. También resultan beneficiadas por la pedrea legislativa las empresas de telecomunicaciones: si un ciudadano ofreciese a su vecino compartir su conexión a Internet, ya sea mediante red convencional o wireless, podría interpretarse que ambos estarían cometiendo un delito tipificado en la nueva regulación.
El nuevo tipo penal abarca todo tipo de conductas relacionadas con las actividades mencionadas: desde la fabricación de cualquier equipo o programa informático diseñado o adaptado para hacer posible dicho acceso, pasando por su mantenimiento, hasta la simple utilización de los mismos en el domicilio del usuario final. En términos estadísticos, viene a situar fuera de la Ley a buena parte de la población española: resultaría difícil encontrar a alguien que no haya visionado, en su casa, en la de un amigo, o en algún establecimiento público, programas de pago con tarjeta pirata. Al penarse la simple utilización, cualquier televidente se convierte en delincuente. Y disculpen por el ripio.
Lo más criticable de la propuesta de reforma reside en la redacción del apartado 3 del artículo 286. Se tipifica como delito la conducta de aquel que, sin ánimo de lucro, facilite a terceros el acceso no autorizado, o por medio de una comunicación pública suministre información a una pluralidad de personas sobre el modo de conseguir dicho acceso, incitando a lograrlo. Estas tres últimas palabras, «incitando a lograrlo», no otorgan seguridad jurídica alguna al medio informativo: la inclusión de un descargo de responsabilidad advirtiendo al lector, en el sentido que la información publicada lo es a los solos efectos de investigación, y que su utilización delictiva no es amparada por el medio informativo, no ha evitado a éstos, en multitud de casos, verse acusados por el Ministerio Fiscal.
En resumen, una serie de conductas que los jueces no consideraban incardinables en el Código Penal, una serie de empresas que quieren asegurarse beneficios económicos, y como consecuencia de ello, una reforma que criminaliza ilícitos civiles. Triste papel el del Parlamento, convertido en una simple extensión del poder económico. Y triste papel el de nuestro sistema de represión penal, instrumentalizado para el lucro de unos pocos.
Por el camino, se van al garete todas las teorías del moderno derecho penal: su carácter subsidiario, el principio de intervención mínima. No debería extrañarnos, en un país donde se ha tildado de «limbo jurídico» a algo como Guantánamo: la regresión, de casi trescientos años, a un Derecho Penal anterior a Cesare Beccaria, en palabras de Enrique Gimbernat.
V. Propiedad intelectual y derecho a la cultura
El Código Penal de 1995 estableció, para los delitos contra la propiedad intelectual e industrial, el requisito de la persecución a instancia de la víctima. La ley 15/2003, de reforma del Código Penal, elimina dicho requisito, de modo que a partir del día 1 de octubre tales delitos deberán perseguirse de oficio. ¿La causa de esta reforma? El archivo, cuando no la absolución, por parte de jueces de todo el Estado, de causas penales contra personas detenidas por las fuerzas de seguridad, sin previa denuncia por parte del ofendido.
Además del cambio en los requisitos de procedibilidad, también se aumentan las penas en delitos contra la propiedad intelectual. No creo que aumentar la cuantía de las multas pueda preocupar mucho a los vendedores callejeros ni a las tan mentadas mafias que los explotan, pero lo que sí es seguro es que permite escribir titulares de prensa con pretendidos efectos disuasorios.
Con todo, lo más sorprendente de la nueva reforma, en materia de piratería intelectual, es la criminalización de la copia privada de música y películas. El nuevo redactado del artículo 270.3 establece que será castigado con pena de prisión de seis meses a dos años y de multa de doce a veinticuatro meses quien fabrique, importe, ponga en circulación o tenga cualquier medio específicamente destinado a facilitar la supresión no autorizada o la neutralización de cualquier dispositivo técnico que se haya utilizado para proteger programas de ordenador o cualquiera de las otras obras, interpretaciones o ejecuciones en los términos previstos en el apartado 1 de este artículo. Dichas obras protegidas son las mencionadas en el artículo 270.1: obras literarias, artísticas o científicas, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio.
Hasta la fecha, y en correspondencia con lo dispuesto por el artículo 31 de la Ley de Propiedad Intelectual, que establece que las obras ya divulgadas podrán reproducirse sin autorización del autor para uso privado del copista, excepción hecha de los programas de ordenador (en los que sólo existe derecho de copia de seguridad para el usuario legítimo), el artículo 270.3 del Código Penal consideraba delito únicamente los dispositivos técnicos destinados a suprimir las protecciones de programas de ordenador, tales como «cracks» de software o chips multisistema para Playstation.
El nuevo texto legal amplía la protección de la que ya gozaban los programas de ordenador a todo tipo de obra literaria, artística o científica. Ello incide sobremanera en las obras que, como es el caso de de música y películas, más pueden encontrarse en las redes P2P. Por definición, todo DVD está protegido, luego la tenencia de cualquier programa que permita extraer video del mismo para convertirlo a otro formato y de esa forma poder copiarlo, puede situar al usuario de dicho programa fuera de la ley. Algo que también es predicable de aquellos programas de software diseñados para eludir las protecciones de los cds musicales, permitiendo la copia de las pistas o su conversión a mp3.
Con la reforma aprobada, que entrará en vigor el día 1 de octubre, se ha añadido un argumento de peso a los ya expuestos por múltiples colectivos en contra del canon pactado entre las entidades de gestión de derechos de autor y las empresas productoras de CD y DVD, objeto en estos días de una amplia polémica en la Red española. No tiene sentido cobrar un canon de copia privada por CD-R y DVD-R virgen, cuando se convierte en delito el ejercicio de la copia privada: la simple tenencia de programas que permitan eludir las protecciones de cualquier DVD original, y de buena parte de los CDs musicales.
La reforma legal también augura un panorama sombrío para las redes P2P. La simple presencia en la red de un archivo de imagen o sonido, extraído de un DVD o de un CD protegido, puede tener como consecuencia el inicio de una investigación al objeto de determinar el origen de dicho archivo, para cuya creación es necesaria la utilización de software considerado ilícito por la reforma penal, y ello pese a que la Ley de Propiedad Intelectual considere lícita la copia privada. Pues bien, a partir del próximo 1 de octubre se dará el contrasentido de pagar un canon de compensación a los autores cuando se adquiere un CD y, a la vez, considerar delictivo el ejercicio del derecho de copia privada remunerado con el susodicho canon.
La consecuencia de estas reformas es la criminalización de conductas que hasta la fecha no habían merecido reproche penal, y el consiguiente aumento del trabajo de los cuerpos de policía especializados en la represión del delito cibernético. Ignoro si los redactores de la Ley han previsto un aumento de las plantillas, pero mucho me temo que no. La imprevisión del legislador es un mal endémico: en la misma reforma ha desaparecido la pena de arresto de fin de semana establecida en 1995, una pena que prácticamente no se ha llegado a aplicar debido a la inexistencia de centros de detención para su cumplimiento…
En fin. La utilización del Código Penal para salvaguardar el sacrosanto derecho de propiedad siempre ha sido excesiva en nuestro derecho. El Código Penal del franquismo consideraba infracciones penales conductas como entrar en una heredad murada o cercada sin permiso del dueño, para comer frutos o sin comerlos, recogiendo o sin recoger leña para calentarse en invierno… Tipos penales diseñados para mantener una situación de dominación, en beneficio de terratenientes latifundistas. Delitos pensados para someter al jornalero.
Todo cambia, son otros los protagonistas de la explotación, y los métodos de dominación son más sutiles. Por ejemplo, el nuevo artículo 274 del Código Penal, que tipifica como delito contra la propiedad industrial la conducta de sembrar variedades vegetales protegidas, aunque sea sin afán de lucro. Un delito «a medida» de las multinacionales farmacéuticas que detentan la investigación sobre la vida. No vaya a ser que a alguien le dé por exportar gratuitamente semillas a Africa, con el inmoral objetivo de dar de comer a la gente…
Nuevas tecnologías, nuevos delitos, y un solo objetivo: consolidar el derecho de propiedad. Aunque sea en detrimento de otros derechos. Aunque tenga que dedicarse toda la plantilla policial a perseguir traficantes de sueños.
VI. Delitos de opinión: lo que se persigue y lo que no
Lo podemos leer en multitud de titulares. Se persigue judicialmente a quienes ofenden, a través de Internet, a la Esperanza de Triana y a sus cofrades. Un Juzgado Central de Instrucción inicia diligencias contra páginas que utilizan imágenes de la Familia Real… Los delitos de opinión siguen existiendo en nuestro digitalizado siglo XXI: las páginas digitales no arden, pero seguimos encendiendo hogueras.
Sin embargo, los mismos fiscales que no tienen inconveniente en acusar a quienes ofenden los sentimientos de católicos y monárquicos, no persiguen con igual dedicación a los que promueven la caza del moro desde Internet. Ni tampoco se pide el cierre de las páginas «ultraliberales» desde las que se propone eliminar cualquier tipo de ayuda pública a los minusválidos, a los que se condena a sobrevivir de la caridad privada. Como lo oyen: liberales que proponen la vuelta al Medievo: los tullidos pidiendo caridad en la plaza pública.
Establece el artículo 510 del Código Penal:
1. Los que provocaren a la discriminación, al odio o a la violencia contra grupos o asociaciones, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia o raza, su origen nacional, su sexo, orientación sexual, enfermedad o minusvalía, serán castigados con la pena de prisión de uno a tres años y multa de seis a doce meses.
2. Serán castigados con la misma pena los que, con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad, difundieren informaciones injuriosas sobre grupos o asociaciones en relación a su ideología, religión o creencias, la pertenencia de sus miembros a una etnia o raza, su origen nacional, su sexo, orientación sexual, enfermedad o minusvalía.
Proponer que el Estado deje de pagar pensiones a los minusválidos, debiendo éstos sobrevivir de la caridad privada no es una simple opinión que deba ser protegida. No se trata de un ejercicio legítimo de la libertad de expresión: se trata de un delito de incitación a la discriminación que debe ser perseguido con todo el peso de la ley.
Proponer desde Internet la exclusión social de los inmigrantes, a los que se condena al gueto, es un delito de lesa humanidad. Y sin embargo hay cientos de páginas españolas que promueven el odio social, sin que el Ministerio Fiscal intervenga de oficio.
Eso sí, cuando se trata de perseguir a republicanos y ateos que ofenden a la Casa Real o al Opus Dei, nos calzamos la toga con puñetas y encendemos la hoguera.
VII. Quien no tiene secretos, no tiene intimidad, o cuelgue sus derechos con el abrigo, en el momento de fichar
Lo comentaba al principio: tenemos un serio problema de escala de valores. Veamos dos ejemplos.
Un trabajador es acusado de sustraer secretos de empresa, y acaba siendo condenado a una pena de tres años de prisión, que supone la destrucción de su vida laboral, al tratarse de una pena que no admite la suspensión condicional.
Un empresario es acusado de espiar el correo electrónico de sus trabajadores. El Ministerio Fiscal se inhibe, considerando que los hechos no son constitutivos de delito.
No estoy hablando de derecho-ficción. Les estoy describiendo las dos bocas del embudo, las dos varas de medir. La gloriosa herencia de Don Jesús Cardenal, inquilino en su día de la Fiscalía General del Estado, cargo desde el que ha colocado al frente de las principales fiscalías a lo más retrógrado de la profesión.
No voy a extenderme aquí sobre el derecho a la inviolabilidad de las comunicaciones en el ámbito laboral. Me basta con recomendar la lectura de la sentencia del Tribunal Supremo de 20 de junio de 2003, donde se analiza un caso de espionaje telefónico entre cónyuges y a los profesores de una escuela. El Tribunal Supremo establece como personalísimo el derecho a la intimidad, no pudiendo ser violentado absolutamente por nadie, salvo la autoridad judicial, sin que ningún tipo de relación familiar o contractual habilite para vulnerar el derecho constitucional a la inviolabilidad de las comunicaciones:
Se trata de derechos básicos del ser humano que proscriben la injerencia de quien su titular no desee en el ámbito de su personalísima privacidad, que no cabe entender renunciado por el hecho de contraer matrimonio, y que explícita y específicamente establece el secreto de las comunicaciones telefónicas como una de las manifestaciones más relevantes de la intimidad personal que se ampara constitucionalmente en el apartado primero del art. 18 de la Constitución con vocación de universalidad y sin otras excepciones que las expresamente contempladas en el precepto.
Esta realidad consagrada en el art. 18 CE tiene su correspondiente reflejo en el art. 197 CP donde el sujeto activo del tipo es, como se ha dicho, «el que» realice alguna de las acciones típicas, es decir, cualquiera persona, sin distinción y sin excepción; y donde el sujeto pasivo es «otro», quienquiera que sea este otro, sin exclusión alguna, siendo singularmente significativo que en el CP vigente haya desaparecido incluso la dispensa penal que favorecía a padres o tutores respecto del descubrimiento de secretos de sus hijos o menores que se hallaren bajo su dependencia que figuraba como excepción en el art. 497 CP de 1973, todo lo cual evidencia, al entender de esta Sala, que ningún tipo de relación paterno-filial, matrimonial, contractual, ni de otra clase, ni las incidencias o vicisitudes que puedan surgir en su desarrollo, constituye excusa absolutoria o causa de justificación que exima de responsabilidad penal a quien consciente y voluntariamente violenta y lesiona el bien jurídicamente protegido por la norma penal que, como sucede en el supuesto actual, no sólo afectaría al marido de la acusada, sino también a los interlocutores de esta que habrían visto también quebrantada su intimidad, sus secretos y su derecho a la privacidad de sus comunicaciones telefónicas, captadas, interceptadas, grabadas y conservadas por el acusado.
He asistido a muchos juicios por delito informático. Uno de los únicos casos en que recuerdo que la víctima se haya dirigido a los policías que redactaron su atestado, para agradecerles su labor en la investigación, es precisamente un caso de espionaje de correo electrónico. Quizás porque la policía se toma más en serio los derechos fundamentales que muchos fiscales.
VIII. Porno infantil: el peor delito contra la libertad.
A lo largo de esta exposición hemos ido de menos a más: de los bienes jurídicos que considero menos importantes, a aquellos que han de ser prioritarios en la investigación policial. Insisto en que no debe dejar de perseguirse ningún delito, pero hemos de tener en cuenta en qué casos el bien jurídico protegido es un derecho fundamental: igualdad, intimidad, libertad de expresión… Por encima de todo están las ofensas a la vida y a la libertad: la pornografía infantil lesiona por igual ambos derechos.
El Código Penal de 1995 tuvo en su día una inmerecida fama de progresista: nada más falso. Al tiempo que continuaba penando conductas como la insumisión, la ocupación o el aborto, dejó fuera de su cobertura jurídica la pornografía infantil. En posteriores reformas, ha sido tipificada como delito, y a partir del próximo 1 de octubre, podrá perseguirse a aquellos que posean para su propio uso materiales pornográficos en cuya elaboración se hubieren utilizado menores de edad o incapaces.
Posiblemente desde páginas «ultraliberales» se nos va a decir que la posesión de pornografía infantil, en tanto se trata de una conducta privada, no debería ser delito. Nada más falso: si hay un delito que debe ser perseguido desde una óptica progresista, es precisamente la posesión de pornografía infantil, en cuanto lesiona gravemente la libertad y la integridad física y moral de los menores.
También en este punto comparto los argumentos de Enrique Gimbernat, que compara la posesión de pornografía infantil con el delito de receptación. De igual modo que el delito contra la propiedad se perpetúa y agudiza al adquirirse la mercancía robada, el delito de posesión de pornografía infantil perpetúa el ataque a la libertad y dignidad de los niños, y se contribuye al mantenimiento y expansión de una industria criminal.
En algunas ocasiones, desde la óptica «ultraliberal» se ha argumentado que la posesión de pornografía infantil sería equivalente a la posesión de drogas: conductas privadas que no deben penalizarse. Se trata de una analogía equivocada: la posesión de drogas, en tanto afecta a la salud del propio consumidor, es un delito que vulnera un bien jurídico del que es titular el propio adquirente. La vida y la integridad física son disponibles por su propio titular (no es punible la tentativa de suicidio ni la automutilación). No así la libertad e integridad física de los menores, absolutamente indisponibles. Y son precisamente esos derechos los que se vulnera con la posesión de pornografía infantil.
Como podrán comprender tras esta reflexión, considero bien empleados todos los efectivos que se dediquen a la lucha policial y judicial contra el más grave delito informático. Pero al mismo tiempo quiero llamar la atención sobre el extremo cuidado que ha de ponerse en cuanto a garantías procesales.
Se ha hablado en muchas ocasiones de la «pena de banquillo». Ser sometido a un proceso judicial supone por sí mismo un estigma social, incluso en el supuesto de que el acusado sea declarado inocente. Imaginen lo que puede representar para un ciudadano, hasta entonces anónimo, ser acusado de posesión de pornografía infantil por tener una imagen prohibida en la caché del disco duro. No debe procederse a la detención de nadie sin haber obtenido previamente abundantes pruebas que le incriminen, y estas pruebas deben obtenerse con las debidas garantías, recabándose el auxilio judicial en todo momento.
IX: De lege ferenda, una humilde proposición
A lo largo de la campaña que protagonizaron los internautas españoles, desde cientos de organizaciones, en contra de la Ley de Servicios de la Sociedad de la Información (LSSI), me harté de repetir un mensaje: no debía legislarse Internet como si se tratase de un gueto, no a las leyes especiales para Internet. Internet debía legislarse como el mundo real, modificando las leyes existentes en aquello que fuese necesario, para adaptarlas a la nueva realidad. El pueblo español ha cambiado de Gobierno, y ese trabajo sigue pendiente.
La reforma del Código Penal que entrará en vigor el 1 de octubre incorpora nuevos delitos informáticos, alguno tan curioso como el quebrantamiento de condena por vía electrónica. Y sin embargo, en un acto de negligencia inexcusable, el legislador se ha olvidado de regular los criterios de atribución de responsabilidad de los delitos de prensa cometidos por vía electrónica. Sigue vigente el artículo 30 del Código, pensado para los delitos cometidos utilizando medios de difusión mecánicos, pero debe recurrirse a una ley que ni siquiera es orgánica, como la LSSI, para determinar la responsabilidad de los titulares de páginas web.
Puestos a hablar de criterios de atribución de responsabilidad, responsabilizo directamente al Gobierno cesante de cuantas absoluciones de delitos graves se produzcan en base a dicha omisión. Pero si hay responsables por acción, también los hay por omisión: si el nuevo Gobierno no deroga la reforma reaccionaria del Código Penal, si no deroga la LSSI, será tan responsable del empobrecimiento de las libertades públicas como el gobierno anterior.
Barcelona, a 15 de junio de 2004
27º aniversario de las primeras elecciones democráticas
Carlos Sánchez Almeida
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