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Colonia Puebla: recuerdos de Acteal

Fuentes: Rebelión

El 18 de julio de 2013, poco antes de las siete de la tarde, la lluvia arreciaba sobre la Colonia Puebla, localidad de los Altos de Chiapas perteneciente al municipio de Chenalhó. Esa tormenta pareció el detonante de una violencia brutal. Allí no emergía un conflicto novedoso, sino que simplemente se empezaba a escribir otro […]

El 18 de julio de 2013, poco antes de las siete de la tarde, la lluvia arreciaba sobre la Colonia Puebla, localidad de los Altos de Chiapas perteneciente al municipio de Chenalhó. Esa tormenta pareció el detonante de una violencia brutal.

Allí no emergía un conflicto novedoso, sino que simplemente se empezaba a escribir otro capítulo de una historia de décadas e incluso, dirían algunos, de siglos.

Aquella tarde, unas cuarenta personas derribaron en menos de media hora un edificio, un templo a medio construir, en el que muchos habían puesto sus ilusiones y sus mejores esfuerzos. Entre los agresores, algunos paramilitares que ya estuvieron implicados en otros hitos de la guerra sucia en Chiapas, especialmente en la Masacre de Acteal, donde asesinaron a 45 personas sin que el Estado Mexicano ni la Comunidad Internacional hayan hecho grandes esfuerzos por condenar a los culpables.

El 1 de enero de 1994 surgía una voz en Chiapas, una voz que había tomado las armas para reclamar dignidad. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) tomó siete cabeceras municipales del Estado, incluyendo San Cristóbal de las Casas, y lanzó un grito de desesperación al mundo. Pocos días después, un cocktail de desinterés por el poder político tradicional y quizás la conciencia de la incapacidad de mantenerlo por mucho tiempo, empujó al EZLN a la retirada.

El objetivo realista, conseguir visibilidad, había sido alcanzado con considerable éxito. Además, salvo en algún enfrentamiento más encarnizado, prácticamente no hubo bajas ni en el bando rebelde ni en el ejército. Pronto surgieron simpatizantes del movimiento, tanto en México como en el resto del mundo. También surgieron tergiversadores y «simplificadores» de la verdad. Para muchos periodistas, la noticia era sencilla: un grupo radical se levantaba contra la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA, por sus siglas en inglés), entre los Estados Unidos de Norteamérica, los Estados Unidos Mexicanos (que también se llaman «estados unidos», aunque esa denominación y a veces incluso la de «América» parezca monopolio de su vecino del Norte) y Canadá.

El EZLN se levantaba contra NAFTA, pero no sólo. Esa nueva modernidad que el PRI, de Salinas de Gortari y sus secuaces, vendía a México era una obscenidad en sí misma. Viajen por la República, salgan de los hoteles de lujo y los complejos turísticos disneylandescos. Quizás, si toman ciertas precauciones derivadas de tener dos dedos de frente, no sea tan peligroso como les cuentan y encontrarán el verdadero país que no ven en sus vacaciones. Entonces, pregúntense: ¿es razonable que este país forme parte de la OCDE, supuestamente formada por los países desarrollados del mundo?¿puede haber desarrollo en un país con una pobreza tan atroz, un país militarizado donde la mayor parte de los ciudadanos no pueden acceder a unos servicios mínimos de educación o sanidad, donde viven dos de las tres personas más ricas del mundo y a la vez hay estados con un Índice de Desarrollo Humano (IDH) al nivel de Gambia, donde una parte significativa de la población sigue sin existir para el Estado, donde la partitocracia apesta hasta niveles casi inauditos?

Al fin y al cabo, este bombardeo de modernidad es lo de siempre contado de otra forma. Así es México. Sólo de esa forma se entiende que en México triunfase la primera revolución social del s.XX y que no pasase nada (bueno, salvo a sus impulsores que, después de un tiempo y ya fuera de la primera escena pública, fueron convenientemente ajusticiados); allí siguieron los latifundios delimitados por meridianos y paralelos. También eso explica esa independencia de hojalata, aquélla tan usual en Latinoamérica, que perpetuó y legitimó en el poder a las familias que ya venían detentándolo desde los virreinatos (le pueden preguntar a Evo Morales, primer presidente indígena en doscientos años de historia de su país, donde la población blanca es menor al 2% del total).

El EZLN se levantaba contra quinientos años de opresión. Me atrevería a decir que esa historia de desigualdad extrema y violencia había empezado incluso antes, pues sólo se explica la «conquista express» de los castellanos a principios del s.XVI por el apoyo de totonacas, tlaxcaltecas y otros pueblos que habían sido víctimas del genocidio mexica. Pero… ¿para qué tratar de conocer la verdad cuando tenemos poder para crearla? Es más rentable idealizar el pasado más remoto, que a su vez es el más inofensivo, construir una identidad falsa fundamentada en el mismo y satanizar al enemigo exterior (que en realidad nunca salió del país ni abandonó el poder). La visión triunfalista de la Historia, que es la oficial y generalmente aceptada, la que se escribe en los libros que financian los gobiernos, perpetúa el statu quo. Sólo así se explica que las mismas familias blancas de siempre sigan monopolizando el poder político, económico y militar, y que se sientan con legitimidad para hablar de la conquista y posterior dominio colonial como algo que sufrieron sus antepasados.

En fin, el levantamiento del EZLN fue un grito de hartazgo desbordado. Entre las respuestas inmediatas del Estado Mexicano pronto apareció la paramilitarización. g No era nada nuevo en Chiapas, donde ya existían grupos que defendían los intereses de los terratenientes frente a la marea histórica de la necesidad y la justicia. Bastó con fortalecer los grupos que ya operaban y activar otros. Se estableció un sistema de incentivos que animaba a defender los intereses del Estado, o más correctamente los del Gobierno de Ernesto Zedillo (que por cierto llegó a su puesto gracias al asesinato del candidato Colosio y fue el último presidente de la dinastía PRI… hasta el actual).

Los incentivos iban desde la siempre bien publicitable ayuda social (en forma de viviendas, suelos pavimentados, implementos agrarios, conducciones de agua…) exclusiva para los grupos que se enfrentasen militarmente a los zapatistas, hasta la más vergonzante concesión de taifas donde el poder paramilitar era indiscutible y, cuando no protegido, tolerado por el Estado. Todo quedó complementado por el reparto de armas y el entrenamiento militar. Pronto, estos grupos dominaban amplias zonas del Estado de Chiapas, ordenaban e impartían (in)justicia, y desarrollaban las misiones que avergonzaban al aparato del Estado. Pronto también, las comunidades indígenas en resistencia, aquéllas que no reconocían la autoridad de aquel Gobierno y optaban por la autogestión, supieron que, si pasaban carros de combate por entre sus casas o alguna avioneta militar en vuelo rasante, los paramilitares no tardarían mucho en llegar y sabrían muy bien qué edificios quemar para hacer su vida imposible (en especial, los graneros).

Y, mientras militarizaban la zona, acudían a negociaciones de paz. Es más, en 1996 el Gobierno firmó con el EZLN los Acuerdos de Paz de San Andrés Larráinzar. Esa firma no valió nada porque la única paz que querían para los zapatistas era la de las fosas donde los echarían los paramilitares. Ese «estado democrático» que había sido dirigido por el mismo partido durante setenta años todavía guardaba triquiñuelas varias para no dar validez a la negociación (bastó con forzar la no convalidación del acuerdo en la Cámara de Diputados).

A partir de entonces, los zapatistas se dedicaron a poner en práctica los Acuerdos de Paz y disfrutar del apoyo de buena parte de la sociedad civil nacional e internacional, y el Gobierno empezó la venganza en forma de guerra sucia. Un ejemplo de este modus operandi fue el caso de la violencia en los Altos de Chiapas, que tuvo su culmen en la Masacre de Acteal.

Cuando los grupos paramilitares fueron consolidando su posición en las comunidades, los incentivos para enfrentarse a los zapatistas dejaron de ser tan amables como disfrutar una casa nueva o ejercer poder. Pronto, estos grupos pusieron al resto de ciudadanos de las comunidades ante la disyuntiva de tomar las armas o pasar por ellas. Y sí, sin ánimo de justificar a nadie, hubo personas que tuvieron que coger el fusil para sobrevivir. También hubo personas que decidieron que ése era el momento de unirse a los zapatistas o que, aún de forma más arriesgada, decidieron que no se iban a posicionar a favor ni de unos ni de otros. En los Altos había un grupo de familias a las que unía, entre otros atributos, un fuerte anhelo de paz. Siguiendo su pacifismo decidieron que era mejor abandonar esas comunidades, donde los paramilitares los empezaban a hostigar con demasiada intensidad, y refugiarse en otros lugares donde fueran mejor bienvenidos. Y así marcharon hacia Acteal, donde llegaron en una situación de extrema necesidad (en este sentido, recomiendo el reportaje de Hermann Bellinghausen, que llegó a Acteal pocos días antes de la matanza y pudo grabar entre barro y miseria los rostros de muchos de los que serían asesinados).

Por desgracia, los paramilitares les habían tomado la matrícula. El 22 de diciembre de 1997, un nutrido y bien armado grupo de paramilitares, cuyas armas habían sido bendecidas por un pastor presbiteriano llamado Agustín Cruz Gómez, se presentaron en la comunidad de Acteal, donde las Abejas, especialmente las mujeres y los niños, vivían su tercer día de ayuno por la paz. Dispararon durante horas, como si exterminaran una plaga que había aparecido en su casa. Los impactos de bala siguen «adornando» la iglesia-escuela donde fueron asesinadas la mayor parte de las víctimas. Puede que sólo sea sugestión, pero también puede que sea uno de los lugares más tristes del mundo. La tristeza se convierte en rabia al pensar que una de las principales bases militares de Chiapas estaba a menos de 1 km de distancia y que, pese al estruendo de las balas durante horas, nadie fue a acabar con aquella barbarie. De hecho, esta matanza probablemente nunca se hubiera hecho pública de no ser por que la noticia llegó al Obispado de San Cristóbal de las Casas y desde allí varias personas fueron rápidamente a documentar los hechos. El Obispo Samuel Ruiz, exponente de la Teología de la Liberación, experto en levantar ampollas en el resto de la jerarquía eclesiástica, fundador del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas (Frayba), mediador en las negociaciones de paz, nominado al Premio Nobel de la Paz (puede que ese año lo ganase otro con más méritos, como Henry Kissinger o Yassir Arafat), Tatic (Padre) para muchos indígenas, el Comandante Sam para los antizapatistas, se encargaría de que el mundo conociese aquella masacre. Y el mundo la conoció. Hubo juicio con el correspondiente impacto mediático y, aunque muchos de los culpables nunca fueron ni siquiera procesados, algunos sí que acabaron en la cárcel.

Pasaron los años. Pese a que la tensión nunca desaparecía totalmente, los familiares y supervivientes de la masacre volvieron a sus comunidades, donde intentaban perdonar a sus vecinos, en algunos casos familiares, incluso justificando que se hubieran visto obligados a la barbarie para sobrevivir.

No obstante, de la misma forma que Zapata y Villa estaban condenados a muerte en cuanto salieran de la primera plana, la desaparición de la matanza en los medios de comunicación devolvió el poder a quienes lo habían tenido siempre. Así, quedaba otra carta en la manga del democrático estado mexicano: los defectos en el proceso; comenzaron las liberaciones (y, de hecho, ya sólo quedan seis culpables en la cárcel).

Una vez más las Abejas tuvieron que salir de sus comunidades, esta vez para advertir de las posibles consecuencias de la liberación de sus verdugos, que, además de quedar prácticamente impunes (los condenados habían cumplido penas máximas de ocho años por una matanza de 45 personas), se sentirían indestructibles y pronto querrían volver a imponer su ley en sus comunidades de origen.

Y de esta forma, la Colonia Puebla, gobernada por el comisariado ejidal Agustín Cruz Gómez (¿les suena este nombre?), pastor presbiteriano, pronto se vio repoblada por aquellos paramilitares que, lejos de escarmiento, habían recibido respaldo en su brutalidad. Buena parte de los miembros de la asamblea ejidal derrocharon aplausos para recibir a los combatientes recuperados, en especial a Jacinto Arias Cruz, asesino condenado, ex-presidente municipal de Chenalhó y natural de la localidad. Las familias Abejas, el par de familias zapatistas y las familias sin alineamiento político que habitaban la comunidad, empezaron a temblar. Todo hacía prever que el hostigamiento se iba a volver a intensificar. Y volvemos al principio de esta exposición…

El 18 de julio de 2013, poco antes de las 7 de la tarde, cuarenta personas entraron en el predio donde los católicos del poblado estaban reconstruyendo su iglesia. Cuarenta años antes, cuando todos en la Colonia Puebla eran católicos, habían erigido en uno de los mejores terrenos del poblado un templo para todos, que se había ido deteriorando hasta resultar inhabitable.

En apenas media hora, desatando una violencia brutal, mostrando una coordinación propia de un comando militar, derribaron el edificio (de 20 metros de largo, por 10 de ancho, por aproximadamente 2,5 ó 3 de altura) e inutilizaron todos los implementos y materiales de construcción. Derribaron el edificio, pero también las esperanzas de hombres, mujeres y niños, que habían cargado bloques de hormigón durante días para volver a levantar su lugar de culto, que también era su lugar de reunión y manifestación de su identidad. Los agresores golpearon a una señora mayor que se encontraba en la finca y preguntaron por el representante de la comunidad y uno de los catequistas: «¿dónde están el Macario y el Francisco? Que vengan, que los vamos a matar».

Jacinto Arias Cruz, que pocos meses antes había sido aclamado a su vuelta al pueblo, no acudió al derribo del templo. No obstante, sí enardeció antes los ánimos de los que iban a ser ejecutores y, ya con el trabajo completado, los recibió en la escuela. Su pregunta entonces, muy sutil: «¿Habéis matado ya al Macario y al Francisco?»

Macario y Francisco huyeron de madrugada, esquivando las guardias que habían organizado los paramilitares en las veredas, como ya hicieron hace quince años en Acteal, para que nadie entrara ni saliera del pueblo. Nunca han podido volver a sus casas.

El enfrentamiento no entraba en sus planes. Desde las siete de la tarde hasta las cinco de la mañana, cuando los paramilitares acechaban la finca de la iglesia y amenazaban con volver a terminar el trabajo empezado, cuando de vez en cuando sonaban disparos al aire, estaban tranquilos. Decían: «no pasa nada, hemos hablado con la gente de la parroquia en Chenalhó y vamos a hacer una oración común». Ser pacifista en las circunstancias de la mayoría de la gente que lea esto es relativamente fácil; ser pacifista en un lugar donde te hostigan día a día, donde tus enemigos tienen armas que utilizan con total impunidad y donde han matado a buena parte de tu familia, es admirable. Discutible, pero admirable.

Dos días después, dos chicos zapatistas que abrieron camino y ayudaron a huir a Macario, a Francisco y al observador internacional de Derechos Humanos que debía reportar tanta atrocidad, fueron sacados de sus casas a golpes. Les ataron en la plaza del pueblo, como en la Edad Media. Allí les acompañó otro hombre perteneciente a la comunidad bautista, que había cuestionado la barbarie en voz demasiado alta. Atados a las canastas de la cancha de baloncesto, delante de quien lo quisiera ver, les golpearon ferozmente. Luego, les llevaron a la cárcel a la ciudad, donde permanecieron nueve días acusados de haber envenenado el agua del poblado. Allí parece que también siguieron siendo tratados con brutalidad, pero afortunadamente acabaron siendo liberados.

Los paramilitares siguieron actuando contra quienes acudían a la zona a ayudar al grupo hostigado, no dejándoles entrar en el poblado o, lo que es aún más aterrador, no dejándoles salir. El sacerdote de Chenalhó también fue golpeado y atado en la canastas de la escuela, donde le amenazaron con echarle gasolina encima y quemarle vivo.

Y así, como era previsible, las familias hostigadas (católicas y también bautistas) comenzaron a abandonar la Colonia, como en 1997. Ahora, como entonces, refugiados, están en una situación de extrema necesidad e indefensión. No se trata de un conflicto religioso, ni de un problema de vecindad, ni debe importarnos demasiado quién tiene razón en reclamar la propiedad del terreno de la iglesia. Se trata de una batalla desigual, cruel y que tiene precedentes muy graves. Esperamos que esta reflexión haya servido para amplificar una alarma humanitaria casi silenciosa.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.