Bolivia aparece hoy como un punto de máxima tensión en América latina, pero en realidad es un espejo que reproduce maximizadas todas las constantes de la región tras el fracaso del Consenso de Washington.
«Qué Oriente ni Occidente, aquí la cosa es entre ricos y pobres.» La afirmación fue hecha por uno de los principales actores de la trama boliviana, el líder del Movimiento al Socialismo, Evo Morales. Fue la respuesta a un corresponsal extranjero que intentaba desentrañar una realidad compleja, donde las contradicciones sociales se entrecruzan con determinantes étnicos y disparidades regionales, pero, como dejó entrever el dirigente cocalero, su raíz se encuentra en la exclusión social agudizada por las reformas económicas iniciadas a mediados de los años ’80 y profundizadas en la última década. La crisis actual surge como una nueva muestra de sus peores efectos, realidad con no pocos puntos de contacto y similitudes con las restantes economías de la región.
En Bolivia, al igual que en otros países latinoamericanos, las ideas fuerza emergentes del Consenso de Washington -apertura comercial, desregulación financiera y privatizaciones- consiguieron el desarrollo de un pequeño sector de la economía vinculado a la producción primaria, la soja, y la explotación de los recursos naturales, hidrocarburos y minería (zinc, estaño y oro), sectores que en conjunto representaron el último año cerca del 90 por ciento de los 2350 millones de dólares de exportaciones totales (contra importaciones por 2200). Según explica la economista paceña Silvia Escobar, las reformas aceleraron al mismo tiempo la desaparición de producciones campesinas tradicionales, ahora incapaces de adaptarse a los nuevos estándares de productividad internacional inducidos por la apertura, con lo que Bolivia comenzó a importar muchos de los alimentos que antes producía. Un reflejo de este proceso se encuentra en el déficit comercial que el país mantiene con Argentina.
Siguiendo la clásica secuencia de ajuste estructural promovida por los organismos internacionales, el proceso evolucionó sin desarrollar mecanismos de contención social. Adicionalmente, cuando los campesinos desplazados llegaron a la periferia de las grandes ciudades no encontraron allí un proceso de desarrollo industrial que los incorporara como trabajadores asalariados, sino una vida de marginación que los obligó a variadas estrategias de supervivencia. De los nueve millones de bolivianos, el 60 por ciento es pobre, un universo que prácticamente coincide con el 63 por ciento que se autodefine como indígena. Del total de pobres, la mitad es indigente. Del 37 por ciento de la población blanco-mestiza restante, es la minoría blanca la que detenta el poder económico y, al menos hasta ahora, también el político.
En este marco, los procesos de privatización de los servicios públicos agravaron las condiciones sociales de las mayorías empobrecidas. En su afán por atraer las consideradas deseables inversiones extranjeras, el Estado garantizó las ganancias de las nuevas prestadoras de servicios, entre ellos el agua. En poco tiempo las tarifas se incrementaron hasta en un 300 por ciento, sin que existieran, a cambio, inversiones que extendieran las redes de provisión. Los suburbios pobres fueron los más afectados. Javier Gómez, economista del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedla) de La Paz, destaca que, sabedoras de «las dificultades de estos sectores sociales para hacer frente a sus tarifas, las empresas privadas no se interesaron por tenerlos como clientes». La imposibilidad de acceder a servicios tan básicos como el agua desató en 2000 la llamada «guerra del agua» en la ciudad de mayoría aymará de El Alto, una suerte de Gran Buenos Aires de La Paz y uno de los suburbios que, junto a los de Cochabamba y Santa Cruz de la Sierra, se convirtió en uno de los principales receptores de las migraciones internas. La consecuencia inmediata de la guerra del agua fue la expulsión de la empresa estadounidense Bechtel, que todavía mantiene pretensiones indemnizatorias ante el Ciadi, el «tribunal arbitral» del Banco Mundial. En enero pasado, la reacción popular también provocó la salida de la francesa Suez.
Sin embargo, la privatización más crítica fue la de los hidrocarburos, que despertó en la población la memoria atávica de una nación despojada de sus riquezas naturales, como ocurrió en el siglo XVI en la sureña Potosí. Carlos Villegas Quiroga, profesor de la Universidad Mayor de San Andrés, La Paz, destaca que este despojo se produce hoy por la vía «de un proceso de generación y uso del excedente económico a favor de las empresas trasnacionales». Explica también -como quedó evidenciado con los acontecimientos de octubre de 2003, la «guerra del gas» en Cochabamba y en la reciente salida del presidente Carlos Mesa- que el principal reclamo del pueblo boliviano sea «la recuperación de los derechos de propiedad de los hidrocarburos», transferidos a unas pocas multinacionales por el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada en 1997.
Sólo de gas, Bolivia exportó en 2004 más de 600 millones de dólares, el equivalente a 9500 millones de metros cúbicos. Los compradores fueron Brasil y Argentina. Los operadores, las mismas empresas que se encuentran a ambos lados de las fronteras. De acuerdo con datos del Idicso-Usal, las reservas comprobadas de gas natural de Bolivia se encuentran en alrededor de 800.000 millones de metros cúbicos, que representan el 10,6 por ciento del total de las de América latina (contra el 8,7 que posee Argentina). Según reseña el investigador Ricardo De Dicco, la propiedad del 98 por ciento de estas reservas se concentra en cuatro conglomerados extranjeros: 43,6 por ciento pertenece a Repsol-YPF, 35,2 a Petrobras, 12,6, a Total y 6,5, a British Gas. Estas mismas empresas controlan a su vez el transporte, distribución y comercialización de hidrocarburos, un negocio que suma más de 2000 millones de dólares en un país cuyo Producto Interno Bruto (PIB) ronda los 9000 millones.
A la vez, los capitales transnacionales, especialmente los bancos españoles, controlan también las finanzas. En una población que recurre poco al crédito para financiar la actividad económica, el previsible negocio de los bancos es prestarle al Estado. Los déficit crónicos del sector público no fueron financiados solamente con deuda con los organismos multilaterales, sino especialmente con deuda interna vía la colocación de bonos entre las Aseguradoras de Fondos de Pensión (AFP). Lo notable es que -siguiendo cifras de la Cepal- del 7,9 por ciento de déficit sobre el PIB registrado en 2004, 4,9 puntos, más del 60 por ciento del total, estuvo vinculado al hueco dejado por la privatización del sistema previsional. Mientras la deuda externa es de unos 8000 millones de dólares, la interna está cerca de los 4000 millones.
La producción de soja se concentra en el oriente y es controlada por grandes latifundistas locales, brasileños y también argentinos. Firmas como las multinacionales Monsanto y Cargill están instaladas en la región. Los descubrimientos gasíferos también se encuentran en esta zona, lo que explica la concentración regional de la riqueza. También las mal interpretadas ambiciones autonomistas, el segundo punto de la agenda nacional tras la nacionalización de los hidrocarburos. Gustavo Moreno, director de Integración Económica Latinoamericana de la Cancillería, explica que la organización política unitaria de Bolivia determina que los prefectos departamentales, el equivalente a los gobernadores provinciales, sean elegidos por el Poder Ejecutivo central. Las demandas autonomistas son así el resultado de la ambición de las clases políticas locales por una mayor autodeterminación, no proyectos secesionistas. Según relata Javier Gómez, ello no quita que el autonomismo haya sido exacerbado por algunas oligarquías locales temerosas del poder que puedan lograr los movimientos campesinos indígenas del oeste.
Cuando se pone en la balanza el poder relativo de los actores de la crisis boliviana, grandes multinacionales del petróleo, las finanzas y los alimentos, con sus embajadas, versus los movimientos sociales que coparon las calles, parece claro que no son ni las etnias ni los regionalismos quienes definirán el conflicto.