La presidenta argentina Cristina Fernández ya demostró, en sólo tres meses y a pesar de su imagen «progresista», que toda su política está dirigida a continuar la negociación con los empresarios y la burocracia sindical. La violencia laboral que sufrimos a diario se expresa de diversas formas: como violencia física, psicológica, económica, política. A veces […]
La presidenta argentina Cristina Fernández ya demostró, en sólo tres meses y a pesar de su imagen «progresista», que toda su política está dirigida a continuar la negociación con los empresarios y la burocracia sindical.
La violencia laboral que sufrimos a diario se expresa de diversas formas: como violencia física, psicológica, económica, política. A veces se presenta con crudeza y es evidente para muchos; a veces, se vuelve invisible, se naturaliza y hasta nosotras mismas, que la padecemos a diario, no podemos reconocerla. Porque necesitamos de nuestro trabajo para sobrevivir, a veces la silenciamos.
Se trata de una violencia que tiene múltiples caras y un solo origen: la prepotencia de un sistema que, sediento de ganancias, ha creado sus propias instituciones para defender la propiedad privada de unos pocos a costa de la explotación de millones de seres humanos. Un sistema que ha encontrado en la opresión de la mujer una «buena manera» para extraer más y más beneficios para una minoría de parásitos. Un sistema violento por definición, que nos golpea aún más a las mujeres, por tener a cargo la responsabilidad de la familia y el hogar, al mismo tiempo que trabajamos en los puestos más precarizados y con peor paga.
Como resultado de la flexibilización laboral impuesta en la década del ’90, sufrimos un brutal ataque contra nuestras conquistas: mientras nuestros compañeros perdían sus trabajos, las mujeres ingresábamos al mercado laboral con baja remuneración y peores condiciones. Hoy las mujeres somos el 60% entre los trabajadores y ganamos casi un 40% menos que nuestros compañeros por las mismas tareas. Tenemos una doble jornada, en la empresa y en la casa, por eso los turnos rotativos o trabajos nocturnos nos imponen grandes limitaciones y sufrimientos. Nos niegan las licencias, las guarderías gratuitas y un salario que cubra la canasta familiar.
Así, sin estabilidad laboral ni aportes jubilatorios, sin obra social y cobertura por maternidad, muchas veces nos obligan a elegir entre conservar el trabajo o interrumpir un embarazo deseado en condiciones inseguras. No pocas veces, nos vemos obligadas a ocultar la existencia de nuestros hijos para acceder a un puesto de trabajo y hasta somos sometidas a tests de embarazos durante la «selección» de personal. Además, estamos expuestas al acoso y abuso sexual por parte de patrones, gerentes, capataces o supervisores.
Junto con esto, la precarización aumentó la insalubridad: sólo para quienes trabajan «en blanco», 1.000 muertes anuales por accidentes y enfermedades laborales. El resto ni siquiera se registra. Las ART y las patronales se dan el lujo de ignorar estos padecimientos, amparados por el gobierno, el Ministerio de Trabajo y las burocracias sindicales, cómplices de este «genocidio de clase». Para nosotras, el trabajo repetitivo y los ritmos de producción cada vez más acelerados agravan las enfermedades laborales (tendinitis, túnel carpiano, hernias cervicales y de disco), que van desgastando nuestra salud de manera silenciosa: el simple dolor muscular, se agudiza con el tiempo y empezamos a transitar la incapacidad de por vida para cualquier otra tarea.
Además, nos discriminan y nos tratan como material descartable, cuando cargamos con la incapacidad que nos genera la misma patronal. Pero si las trabajadoras nos rebelamos ante los maltratos y abusos de patrones y superiores, éstos -aprovechándose de sus cargos-, nos hostigan y persiguen, nos despiden o nos obligan a renunciar. ¡Ni siquiera nos permiten organizarnos! Para eso cuentan con la complicidad de las burocracias sindicales, que han dejado pasar todas las reformas laborales a lo largo de estos años. Esto no es nuevo: a medida que nuestras organizaciones se fueron burocratizando, la participación de las mujeres en la vida sindical se fue reduciendo.
Cuando las mujeres queremos tomar en nuestras manos la resolución de nuestros problemas nos dicen que con el 30% de mujeres en los puestos sindicales se resuelve todo. ¡Pero nosotras sabemos bien que sólo el 12% de los establecimientos cuenta con delegados o comisiones internas, y ese famoso 30% del cupo femenino en los sindicatos no resuelve nada! Porque aunque nos dieran más puestos, lo que en realidad necesitamos es recuperar las organizaciones obreras de manos de la burocracia, para que luchen realmente por los derechos de todos los trabajadores efectivos, contratados, precarizados… Cuando no hay democracia en un sindicato es evidente que las voces de los sectores más explotados del movimiento obrero, como las mujeres, estará completamente ausente.
La presidenta Cristina Fernández ya demostró, en sólo tres meses, que toda su política está dirigida a continuar la negociación con los empresarios y la burocracia sindical, no sólo para imponer los topes salariales, sino también para mantener intacta toda la legislación vigente en materia laboral que a las mujeres nos mantiene en las peores condiciones de superexplotación. ¡Todavía el 54% de las mujeres trabajan «en negro»!
Debemos poner en pie una agrupación de mujeres trabajadoras que luche por nuestros derechos convocando a otras miles de compañeras. Es una tarea de primer orden levantar esta bandera, sumando también en el camino a nuestros compañeros. Llamamos a todas las organizaciones, Comisiones Internas y delegadas/os antiburocráticas/os, a los sindicatos y seccionales opositoras a lanzar una gran campaña por los Derechos de las Mujeres Trabajadoras.
* María Rosa Solinas . Delegada de Fresenius y Catalina Balaguer, delegada de Pepsico Snaks. Dirigentes del PTS.